EL
LUGAR DE LA EXPOSICIÓN TRANSFORMADO EN LOCACIÓN PARA UNA
TOMA FOTOGRÁFICA DE LA OBRA. En un montaje, puede haber piezas –obras- muy buenas, pero la juntura dar lugar a una deficiente exposición. Lo que determina la magnitud de la falla suele ser la cuestión de la disposición. Los maestros de la procesualidad, en Chile, nos han señalado que la disposición ejerce funciones de un poder diagramático instituyente. De ahí que la cuestión de la disposición de los objetos en un espacio determinado, afecta no solo la condición objetal, sino la tolerancia del sitio para acoger y/o rechazar la disponibilidad expansiva de los conceptos puestos en juego. Una exposición, siendo un acto de enunciación, como se sabe, su indicatividad resulta ser mucho más que la suma efectual de sus partes. En la disposición se juega todo porque en su plataforma de origen está inscrita la cuota de hacerse-disponible-de-los-objetos, en el modo que tienen, éstos, de hacerse como objetos, disponibles. Haciéndo uso del retruécano que caracteriza los textos de acompañamiento, me enfrento a dos exposiciones que carecen de catálogo. Es decir, no se trata de exposiciones des-catalogadas, como quien dijera de algo que pareciera des-calificado. Por el contrario, los catálogos post-exhibitivos corresponden a una nueva época abierta en la archividad de las obras. La fotografía y el texto de acompañamiento, en un soporte editorial afectado por las últimas tendencias gráficas, en el género catálogo-de-exposición, está destinado a modificar las condiciones de representación de la propia exposición, que, a estas alturas, ha pasado a convertirse en una sesión –un poco larga- de producción fotográfica. Es que si no, no se explica de otra manera. Actualmente, en el Museo de Bellas Artes, se han montado exposiciones que parecen señalar la magnitud del género. Se entenderá que el catálogo vendrá a corroborar la estrategia editorial, en desmedro de la estrategia de validación museal. Finalmente, el museo será lo referido como escenografía del montaje fotográfico. Y uno se preguntará, inevitablemente, por la exposición que se habrá dejado de ver. Es decir, la que está referida en el catálogo, pero que no especifica que la exposición era solo una sala de producción, donde la toma de vista sobre las obras definía el carácter inscriptivo de la operación que contempla dos etapas: la conversión del museo en locación y la reacomodación de la objetualidad a los imperativos de ilustración del texto que, a estas alturas, ha tomado a estas obras como compañía subordinada de una estrategia inscriptiva que requiere de la “editorialidad menor” del catálogo, para fortalecer su acreditación académica. Lo anterior desmonta toda consideración por la disposición, puesto que la producción catalogal se levanta como una operación de afirmación museal a través del recurso a la instauración del archivo. Esta hipótesis vendría a resolver cuestiones de fragilidad museal empírica, en un contexto de extraordinaria saturación de los espacios de exhibición. El catálogo, como operación epi-operal de las obras, se instala como una instancia post-museal, realizando una crítica en forma de la propia musealidad chilena, historizada por su ruinificación progresiva. El catálogo viene a resolver las condiciones de ruinificación de las muestras, acrecentando el valor de la editorialidad. La nueva musealidad chilena se autoriza, entonces, como centro de documentación. No importa cómo se exhibe, ni que se exhibe, dentro de qué política. Las obras, siempre mejoran, en un catálogo. Pero depende, por cierto, del modelo de catálogo implícito. Ello exige otro comentario, tomando a cargo objetos específicos. | |||||||||||||
|
| ||||||||||||