Nadie sabe para quien trabaja: Análisis de un premio.
Justo Pastor Mellado.
Septiembre 2003

Gonzalo Díaz ha obtenido el Premio Nacional de Arte 2003. El universo de los jurados de este tipo de certámenes es inescrutable. En este terreno, solo se pueden ensayar hipótesis acerca de su funcionamiento estructural. Existe, lo que se llama, “dinámica de jurado”, que opera al modo de un “inconsciente institucional”, sobrepasando las intenciones que en un momento u otro se ha atribuido a sus miembros. En cierto sentido, el “jurado” como concepto práctico actúa sobre sus miembros, sobre todo si encarna la voz del Estado de Chile en materias de reconocimiento plástico.

Semanas antes de la reunión del jurado, los medios de prensa más influyentes trabajaron la hipótesis del vicio, en dos perspectivas: la primera, la del vicio de forma, aludiendo a la campaña de mercadeo puesta en operación por Mario Toral; la segunda, el vicio de la politización, dejando entrever que el premio –nuevamente- iría a ser atribuido a un artista de gobierno. Finalmente, ambas hipótesis apuntaban a reunirse en un solo argumento, destinado a poner en duda la pertinencia del premio. Incluso, en algunos momentos, algunos agentes de medios se preguntaban si habría un premio en el que no estuviese involucrada la política.

¿Política? Se aludía, probablemente al hecho de que entre los candidatos se encontraban Gracia Barrios, Roser Bru y Guillermo Núñez. Es decir, que un cierto espíritu reparatorio estaba de nuevo en operación. La variable política era esgrimida como antesala descalificatoria para poder reivindicar a otros candidatos que, a juicio de los medios, aparecían como más lejanos a la contingencia política, como el caso de Matilde Pérez, Ramón Vergara Grez y Federico Assler. Incluso, en este grupo, no faltaron quienes levantaron el nombre de Matilde Pérez como una doble alternativa, tanto de género como formal. Por cierto, una mujer, pero –y esto es muy importante- abstracta geométrica. Con eso se lograba dos cosas: redimensionar su valor referencial frente a otros geométricos históricos y se revalorizaba la posición de la abstracción geométrica, en una operación de demolición de la hegemonía de la mancha, en la disputa por la “configuración de la modernidad chilena”. Tarea en la que Brugnoli y Willy Thayer han intervenido, con relativa eficacia, en algunos ambientes académicos.

En síntesis, tanto Matilde Pérez como Vergara Grez y Assler, satisfacían las pretensiones simbólicas y políticas de sectores resueltos a terminar con el peso del “fantasma del Winnipeg”. ¡Digamos las cosas como son!

El caso de Mario Toral merece un análisis diferente. Ya en una crítica anterior sostuve que Toral cometía siempre el mismo error, que consistía en creer que el premio nacional de arte era un espacio al que se accedía mediante campañas de largo aliento, en las que se comprometía variados recursos empresariales, junto a un sostenido esfuerzo “lobbysta”. Respecto de la versión anterior del premio, señalé que Toral equivocaba su percepción sobre la mitología constitutiva de éste. Es decir, sobre el hecho de que el premio debía ser considerado como un gesto institucional residual, como si perteneciera a otro tiempo cultural, en el que no había cuajado todavía el compromiso entre arte y empresariado. De ese modo, en la versión anterior, Rodolfo Opazo obtuvo el premio, porque representaba, mal que mal, el efecto de una operación de enseñanza, estratégicamente considerada, frente a las operación de mercadeo de la que Mario Toral no era más que su síntoma. Sin embargo, una operación similar ya había tenido lugar en la versión anterior, en la que el premio le fuera atribuido a José Balmes, que había sido Decano de la facultad de Artes, hasta 1973. Por lo menos en esos dos casos, Toral debió haber comprendido que el “inconsciente de la plástica plebeya” operaba con una fuerza simbólica que sobredeterminaba la propia constitución de los jurados. En algún lugar, algunos medios así lo comprendieron. Por esa razón se adelantaron para instalar una polémica que no era tal. La verdadera polémica se localizaba en otro lugar. En aquel lugar desde el que fue posible validar el nombre de Gonzalo Díaz, como la única salida digna a un dilema triangular, formado por el “fantasma del Winnipeg”, la “abstracción apolítica” y el “mercadeo toraliano”. ¡Nadie sabe para quien trabaja! Pero lo que trabaja, en sentido freudiano, es el premio como lugar, no del deseo, sino del goce institucional.

Gonzalo Díaz, cuando inició su patética campaña de recolección de firmas, jamás pensó que la determinación en “última instancia” de la economía simbólica de la Universidad de Chile, le sería favorable, porque existe, por así decir, una “justicia plebeya”. Nótese que es segunda vez que empleo la palabra en este texto. Toral representaba la incursión de la “plástica oligarca” en el seno de una corporación universitaria a la que jamás había pertenecido.

Cuando Toral hizo obsequio del mural del Salón de Honor, la propia Rectoría cometió un acto de “lesa patria” al pasar por encima de su propia Facultad de Artes. Solo era posible el oportunismo de Toral para llevar a cabo la ilustración de una política masónica residual, que se ha convertido en un atentado a la tradicional pulcritud de la cultura positivista. En esa pulcritud había un valor ético que aparece cuestionado por semejante ilustración narrativa, en un espacio en el que el rigor arquitectónico se pensaba como sinonimia del rigor académico. En su momento, la comunidad artística fue sorprendida por la fragilidad institucional de una Facultad de Artes a la que “le pasaban por encima”. Esta no pudo obtener reparación. Este premio, sin embargo, restituye a la Facultad su dignidad académica y limpia, en parte, la torpeza simbólica de la Rectoría.

Pero la Rectoría obtiene un triunfo suplementario, gracias al Premio Nacional de Arte. En un contexto de progresivo desmantelamiento académico y de desentendimiento del Estado en relación al sistema de educación pública superior, este premio se percibe como una advertencia significativa en relación al peso articulador de los residuos imaginarios de la Universidad de Chile, “histórica”, en la organización de la cultura chilena contemporánea. En este sentido, este jurado ha dado una señal acerca de la sobrevivencia de este “inconsciente republicano” (plebeyo) que instala a la Universidad de Chile, en el terreno de la ficción renovadora, porque al otorgárselo a Gonzalo Díaz, reconoce y oficializa las irrupciones formales que tuvieron lugar en la escena plástica chilena entre 1975 y 1985. ¡Pero cuidado! No es un premio para la “escena de avanzada”, aunque posiblemente sea percibido como tal. Se trata, más bien, de la sanción oficial de la “post-escena”; incluso, de la “contra-escena”. En la medida que, como premio, le permite al propio Díaz –a pesar de su “sentido común” historiográfico- resolver su plataforma de reconocimiento con plena autonomía discursiva, en relación a su visible dependencia simbólica del discurso oficial de la “escena de avanzada”, ya sea en su versión dura (N. Richard) como en su aspersión blanda (A. Valdés). Este será el caso de cómo, un artista de fuera de “esa escena”, termina recolectando sus activos, sin haber realizado los primeros esfuerzos inscriptivos. Pero en este sentido, aquí opera una inversión escénica que termina por ratificar las aprehensiones de las primeras hipótesis sostenidas por los medios de prensa; pero en un sentido y con una intensidad que no sospechaban. Conjuradas las amenazas ya mencionadas en este texto, la decisión del jurado pasa a ser capitalizada por su presidente, el Ministro de Educación, Sergio Bitar, porque convierte a Gonzalo Díaz en la señal más eficaz de fortalecimiento del esfuerzo público en la organización de la enseñanza superior, al interior del propio gobierno de la Concertación.


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