Lieja y los fenicios (2) .
Justo Pastor Mellado.
marzo 2004

Estando en Bruselas, le pedí a Luis Poirot que me sacara unas fotos de Bastogne. El había estado internado en Miami, el año pasado, por una grave enfermedad. Le tocó estar al lado de un veterano de la segunda guerra que había combatido en las Ardenas. De lo único que hablaba el viejo era del hambre y del frío. Y de la afección por sus compañeros. No estaban allí para defender lo que se dice que fueron a defender, sino simplemente para no morirse y evitar que sus amigos, a cada lado, en la patrulla, o en la trinchera, murieran. No eran fanáticos. Eran amigos. La palabra fanático la saco de Semprún, nuevamente, cuando reflexiona en "El muerto que falta" sobre al carácter de las relaciones políticas entre sus propios compañeros en el campo. Los norteamericanos no eran fanáticos en las Ardenas. Solo combatían para quedar vivos. Era, a lo menos, lo que le transmitía el viejo veterano a Luis Poirot, en el hospital de Miami. De los panzers, nada. Solo hablaba del hambre y del frío. Y de la ropa seca, remendada.

No faltaba más. El remiendo de la ropa hacía toda la diferencia entre un sobreviviente y un "musulmán", en Buchenwald. El deseo de vivir se patentizaba en el rechazo a los andrajos. La hilacha es un significante del desfallecimiento y del abandono. No podía ser. El remiendo era la marca indicial del deseo de conservación de la subjetividad. Como la marca del zurcido que descubrimos en la fotografía del ajusticiado de Pisagua, en la portada del Fortín Mapocho, en 1991. En esa fotografía, para mi, el "punctum" se localizaba en el zurcido. Como en tantas otras inversiones gráficas significantes. Y pienso en la foto de familia de Juan Maino, que mandamos a imprimir en serigrafía, a tamaño natural, en 1984, con el objeto de pegarla en el muro, en todos aquellos lugares por los que transitaba. Era una manera de exigir su presencia. Era nuestra ingenua estrategia de clamar por un "habeas corpus". Pero en esa foto, los jeans tenían parches de cuero en las rodillas. O sea, tenía madre. Es la Institución Madre la que habilita los zurcidos e impide que Lo Hijo exhiba el orificio, la rotura de la continuidad a nivel del vestuario. Que señala, por cierto, la amenaza de otras rupturas a nivel de la subjetividad. La subjetividad partidaria de Juan Maino, por ejemplo, sancionada por el cuerpo de su representación gráfica en el grumo de la tinta espesa que reproducía el grano de la imagen. Solo pudimos recuperar el grano de su imagen con los pantalones zurcidos. Más nada.

Entonces, en el arte chileno, que no (me) vengan a hablar (demasiado) de corte y confección. Siendo (mal) profesor de la Católica, preparé un semestre mi curso Textos de Arte, a partir de la enseñanza de los rudimentos básicos de corte y confección. Le pagué de mi bolsillo a una modista de profesión, para que hiciera las cinco primeras clases. ¿No se trataba acaso de "textos" de arte? Es decir, ¿de "tejidos" de arte? El problema simbólico es que para hacer el molde, había que medir. La "performance" implícita que se hizo visible involucraba a la mitad del curso "tomándole las medidas" a la otra mitad. Lo irruptor de la medida pedagógica fue, justamente, adquirir el peso simbólico de "tomar medidas" corporales. El molde debía ser el objeto gráfico que recogía los efectos dimensionales de tales medidas. En definitiva, representar un cuerpo, medido. Lo cual, por cierto, determinaba el carácter del segundo paso: el armado de la costura. La noción de texto remitía a la de tejido, a la de tela, pero sobre todo, a la necesidad simbólica de cortar y confeccionar, primero, para reacomodar, después. ¿Qué era lo que se tenía entre manos? La manufactura representacional de un cuerpo. De eso se trata, en una escuela de arte. De transmitir modelos precesuales, en un contexto discurso en que la "pequeña teoría" del curso opera como costura de la enseñanza, para habilitarse como "sastre-enseñante". Y no solo por ese desplazamiento, sino por la fuga nocional que acelera, hacia el terreno del "cajón de sastre".

En Buchenwald no había "cajón de sastre". Más bien, aguja e hilo en condiciones de extrema carestía. De ahí que un zurcido fuera una marca de afirmación de la subjetividad, bajo condiciones de amenaza extrema. Afuera, de Bastogne, los soldados norteamericanos recordarían el hambre y el frío como el marco existencial de la sobrevivencia.
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