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El Doble Standard en Cultura: El Manejo de Campo y los Lineamientos Generales. Justo Pastor Mellado. julio 2004 Entonces, ¿en qué ha consistido la labor, en este último tiempo, de los Consejos Regionales de Cultura? Sin más, satisfacer la f(r)ase de la de decretalidad. O sea, constituirse como señala la ley, para ordenar lineamientos generales que permitan establecer políticas para el 2005, porque las del 2004 ya están totalmente definidas por la pragmática de la nueva administración del Consejo. Los verdaderos objetivos de la administración se juegan, insisto, en la pragmática de los servicios. Pero se trata de reparticiones que provenían de "otro lugar" que el Consejo y que traen a éste el paquete, la mochila, de sus propias actividades anteriores, de modo que en la actualidad, esta entidad se ha verificado como la administradora de los restos de iniciativa de los organismos que ha reunido bajo su alero. Esta suma de iniciativas no garantiza en absoluto la coherencia de la acción, sino que desplaza las cuotas de poder de los despojos de repartición que se integran a esta nueva estructura. Los consejeros regionales, en tanto, parecen haber sido nombrados para legitimar unas políticas que desconocen y sobre las cuales carecen de medios para evaluarlas. En este terreno podríamos preguntarnos, no solo por la eficacia sino sobre la pertinencia de un proyecto denominado Sismos . Muchas de sus iniciativas desconocen la trama de los avances locales y regionales en variadas materias; o bien, imponen iniciativas sobre las cuales los agentes culturales de las poblaciones ya poseen sobrada experiencia. En otros casos, hay programas que favorecen discriminatoriamente a entidades universitarias: tomemos el caso del Coloquio Arte y Política, o el financiamiento de la remodelación del MAC. Respecto de éste último, nadie duda sobre la necesidad de su restauración. Este edificio debió haber estado cerrado hace mucho, por representar un peligro para el público. Pero además, su situación encubre la responsabilidad que le cabe a la propia Universidad de Chile en lo que significa disponer de un museo de arte contemporáneo cuya ruina ya estaba antecedida por la ruina de su propia gestión. Este financiamiento no hace más que demostrar el alcance de la potestad del presidente del Consejo Nacional, que no necesita consultar a ningún consejo constituido acerca del alcance de su intervención museal. En ausencia de política, estas intervenciones hacen (la) política. Es decir, la "política de excepción" como política. En este panorama, los consejeros se enteran por la prensa de iniciativas sobre cuyos fundamentos y pertinencia, ni ellos ni la ciudadanía están informados. Tomemos un botón de muestra adicional: ¿cómo puede ser que el propio Consejo Nacional no esté adecuadamente informado de los proyectos de la Comisión Bicentenario? No quiere decir esto que el Consejo Nacional deba necesariamente sancionar los planes de dicha Comisión. Pero todo parece indicar que hay iniciativas del Presidente de la República que no se discuten; que hay programaciones del propio presidente del Consejo Nacional de Cultura que nadie somete a consideración crítica; que hay proyectos de las nuevas reparticiones del Consejo que se conocen por la prensa o por correo electrónico cuando no hay tiempo para siquiera comentar sobre su necesidad o eficacia. Todo da para pensar que esto formaría parte de una conducta habitual de comunicaciones: informar poco y encima de los acontecimientos, para encontrar a todos desprevenidos. A esto le llaman eficacia. Ahora bien: a los consejeros, cuando critican programas en curso se les señala que, más bien, están para fijar políticas. ¿Pero cómo será posible fijar políticas sobre la trama de iniciativas que ya se han consolidado como política sectorial de facto en cada repartición? ¡Se sabe demasiado que la lógica de cada repartición está pensada para reproducir sus propias condiciones de existencia al interior del aparato! ¿Dónde está la gravedad de todo esto? Lo que se está generando es un conflicto entre políticas generales y pragmática administrativa. Esto significa duplicidad de objetivos y distorsión en las implementaciones . Por ejemplo: ¿de que sirve pensar en formular políticas museales si en los hechos, el Consejo Nacional permite que otras instancias del Estado promuevan proyectos que involucran una política museal de facto que desautoriza desde la partida toda posible reflexión que se inicie al respecto? ¿Cómo se le permite al Ejecutivo formular un proyecto en que se articulan museo y centro cultural, como conceptos prácticos, en un país en el que ni siquiera se ha sido coherente con el sostenimiento, de una política general de desarrollo museal y en que el modelo de centro cultural que se ha tomado como referencia no supera la marca de la ferialidad? Resulta vergonzoso que el Consejo Metropolitano de Cultura no esté adecuadamente informado de los proyectos de la Comisión Bicentenario, sobre todo el relación al impacto cultural que significa el proyecto de lo que hoy se ha pasado a denominar, a falta de precisiones oficiales, "Centro Cultural La Moneda". El secreto en torno a esta iniciativa fomenta las investigaciones paralelas. No hay manera de saber. Eso resulta indigno. Los consejeros no pertenecen a la administración y, en el papel, poseen derechos sobre el acceso al conocimiento de planes regionales. No basta con conocer los planes generales de desarrollo general. Vivimos en el generalismo. Las contradicciones se verifican en el terreno de lo concreto; como he sostenido, en la pragmática de los funcionarios. Los consejeros no están para legitimar en público lo que ha sido decretado en las oficinas con anterioridad a su nombramiento. Por su parte, los encargados regionales de cultura han tenido la dura tarea de hacer cumplir las metas que ha definido una administración central ansiosa de demostrar su eficacia y conducir el trabajo de los consejos. Están prisioneros entre el corto plazo de la política de programación y la "utopía" de los planos de largo plazo. Saben perfectamente que la euforia programática está por sobre la "utopía" (por lo demás difusa), teniendo en cuenta el estricto tiempo político que se avecina; quiero decir, de "llegada estrecha". Aún así, se puede -incluso- llegar a discutir de "utopía" en aquellos consejos cuyos encargados están suficientemente habilitados para ocupar el cargo. Hablemos más bien de desastre en el terreno de las aptitudes. Solo dos o tres regiones del país están en medida de cumplir con la agenda administrativa de instalación y de llevar a cabo una reflexión que tenga visos estratégicos. Se trata de regiones que en cultura poseen una masa crítica susceptible de enfrentar los criterios pragmáticos de la administración del Consejo Nacional. Todo esto, realizado en un marco de decepción creciente, en razón de que la instalación de este Consejo fue precedida por una inflación desmesurada de expectativas. ¿De qué tipo fueron las expectativas? Por un lado, reivindicaciones regionales vinculadas a algunas inversiones en infraestructura cultural. Estaba bien rescatar lugares y fortalecer gestión, pero de lo que hoy se trata es de sostener programaciones de calidad para las que resulta complejo obtener recursos. Por otro lado, los alcaldes de grandes ciudades consideran el espacio cultural como un terreno para el despliegue espectacularizante de sus pequeñas "ingenierías" electorales. En otros casos, las regiones se inventan identidades de enclave que satisfacen las demandas simbólicas de grupos orgánicos de presión local. O bien, universidades regionales acostumbradas a manipular la demanda cultural a través de la política comercial de sus centros de extensión, advierten que la puesta en marcha de la administración del Estado en cultura, al menos significa poner orden en el terreno de las ofertas. No así, necesariamente, de las calidades. Finalmente, la clase política regional se pregunta en qué medida, en la actual coyuntura, un Seremi de cultura les puede facilitar la tarea electoral. Es probable que no haya sido muy inteligente montar una estructura como este Consejo Nacional en un tiempo electoral. Bueno: esa Es la medida del respeto de la clase política por la institucionalidad cultural. ¡Los gobiernos de la transición dilataron durante una década la toma de decisión en este terreno! ¿Por qué ahora? En el momento más ingrato para los agentes culturales y los creadores. Ingrato, porque la proximidad electoral contamina, discursivamente, una gestión que partió fragilizada. Fue, en verdad, la decisión más adecuada para la clase política; dar inicio a las actividades de un Consejo de esta naturaleza, en condiciones iniciales de distorsión institucional. En este marco, el presidente del Consejo Nacional solo se verifica como un leal servidor del Ejecutivo, sin poseer la tradición orgánica que le permitiría montar una Ficción de relativa autonomía "cultural". Ello implicaría tener que poner en duda las iniciativas directamente programáticas del Ejecutivo. Y no está para eso, sino para hacer cumplir las "ensoñaciones" del Ejecutivo en este terreno. No hay otro destino. ¿O si? Para terminar, me permito señalar que demasiado cargada está la agenda de los encargados de región. Y los consejeros, solo pueden esperar que los tiempos de avance sean manejados por un encargado que demuestre autonomía, resolución y gran astucia administrativa, para retener la desesperada y desesperante euforia "instalativa" de la administración central, y al mismo tiempo, adelantar con eficacia y pertinencia una programación para el 2005 que "interprete", al menos en una dimensión razonable, la discusión "utópica" -de política general- llevada a cabo por los consejeros. En este panorama, se inician los preparativos de un consultivo nacional, que se llevará cabo a fines de agosto, y que tiene por objeto rendir un informe sobre el estado de avance de la instalación del Consejo Nacional. O sea, memoria de la inscripción burocrática, que sabe abrir la ficción de un debate que reproduce condiciones de feria reparatoria de opiniones. |
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