El Caso Rodin. Justo Pastor Mellado. Junio 2005 A veces, nadie sabe para quien trabaja. Fue Marcelo Opligger, periodista de La Tercera quien me llamó para preguntarme si podría escribir una columna sobre "El caso Rodin". Había leído mis declaraciones a El Mostrador y le parecía que podría ahondar en el tema de la enseñanza superior de arte. Le agradecí su ofrecimiento pero le manifesté que tenía un compromiso como columnista en La Nación. Sin embargo, debo manifestar que fue su comentario el que me sugirió el tema para mi columna en este último medio. Le agradezco, pues, y saludo, la franqueza y oportunidad de su solicitud. En verdad, expuse a El Mostrador unos argumentos que ya había abordado en esta misma página [1] . La situación de la enseñanza de arte permite, entre otras cosas, entender "El caso Rodin" como un incidente demostrativo de su estado actual. No sostendré que se trata de una crisis de enseñanza. Por el contrario. La enseñanza de arte funciona excelentemente bien al interior de la pragmática universitaria. Más aún, cuando su existencia se establece como zona simbólica de garantización de deseos institucionales. No puede haber, en nuestra fantasmática académica, una universidad que no contemple una zona destinada a las "artes". No importa mucho el modo, pero tiene que existir como deseo de afirmar una continuidad forzada con una tradición inexistente. Pero eso tiene que ver con procedimientos de economía interna de universidades que sellan su unidad ideológica (proyecto) abriendo una escuela de "artes". Lo que deseo dejar en claro es lo siguiente: abrir una escuela de arte no tiene que ver tanto con el desarrollo de la escena artística chilena, como con la satisfacción de voluntades institucionales directamente ligadas a la consistencia de proyectos universitarios. La justificación de su existencia es simbólica, no estrictamente económica, ya que su rentabilidad se juega en otro lugar; en el imaginario de las instituciones. Sin embargo, termina configurando un espacio salarial de tamaño relativo, que opera como productor de subsidios de rango mínimo, destinado a paliar el comportamiento irregular del mercado de galerías. En sentido estricto, las escuelas de arte se configuran como un nicho sustituto, en el gran mercado de la enseñanza superior. En el marco anteriormente señalado, he constatado la existencia de grupos de artistas emergentes ejerciendo de "fuerza social" de artistas mayores que, relativamente bloqueados en sus carreras internacionales, ocupan espacios de enseñanza, en los que establecen férreos dispositivos de control académico. Esta relación reproduce en el mercado de enseñanza el modelo de legitimación artística chilena, definida por la "dialéctica del Tío y el Sobrino". De este modo, la escena puede ser descrita como la pulsación de un gran número de sobrinos que luchan afanosamente por buscar tíos que les puedan brindar protección. De manera inversa, hay un cierto número de artistas que construyen su deseo de "hacerse-tíos" ofreciendo protección simbólica. En general, este fenómeno tiene lugar en las escuelas, y se extiende hacia el manejo de espacios de exhibición y de atribución de fondos concursables. Un "buen tío" se define por su capacidad de gestión de un espacio articulado por el triángulo Escuela/Galería/Fondart. Es así que las escuelas, más que centros de formación, han sido mayoritariamente convertidas en lugares de manejo de ofertas salariales, regentadas por docentes-artistas que ejercen funciones paterno-totémicas de control discursivo. Salario, discurso unidimensionalizado y gestión de malestar, reproducen espacios de enseñanza de gran vulnerabilidad orgánica. El gran mito articulador es "el proyecto de escuela", que no es más que el acuerdo transaccional que permite compartir la administración de una malla curricular. La consistencia de una malla está dada simplemente por el carácter de las alianzas de sobrevivencia institucional. De ahí que los estudiantes no hagan más que replicar en su discurso manifiesto la epistemología implícita de cada malla. Al tiempo que fortalecen su rencor contra-institucional, gozando la ficción constructiva que les define el enemigo simbólico cuya fantasmal existencia asegura la unidad interna de una escuela. De este modo, las escuelas pasan a ser la zona más frágil del sistema de arte local. Más que proporcionar herramientas que les permitan a los estudiantes desarrollar iniciativas y promover el emprendimiento, lo que hacen es fabricar el desaliento. En el documento oficial de política cultural editado por el Consejo Nacional de Cultura se menciona la palabra "acreditación", para garantizar la calidad de la enseñanza superior de arte en Chile. Esto señala que la gente del Consejo carece de pertinencia para pensar una política. Solo traslada a ese espacio el Modelo Pato Donald de gestión del Estado, que consiste en forjar espacios de dependencia subjetiva directa, convirtiendo la administración en una trama de cancelación de deudas, más que en un espacio laboral específico. En ese sentido, la gente de Cultura reproduce el síndrome de gestión de las escuelas, lo cual señala hasta qué punto el modelo expone su eficacia como estrategia de "manejo". Entonces: ¿Quiénes acreditan a quien? ¿De qué manera, los des/acreditados de hoy acreditarán a los artistas de mañana? Un artista, ¿se acredita "académicamente"? La experiencia señala que ocurre todo lo contrario. La academia de la "instalación chilena" ha alcanzado tal nivel de manierismo que ya la objetualidad no es garantía de des/ilustración, como lo fue en el momento de la mayor densidad plástica, en los Ochenta. La pintura, entre tanto, ha adquirido su mayor adelgazamiento programático. Entonces, ¿qué se enseña? Puros "tics". Mañas tecnológicas de pequeño calibre. No son pocos los artistas chilenos que en vez de asegurar la consistencia constructiva e inscriptiva de sus obras, piensan en acreditar y ser acreditados. No pueden vivir sin escolarizar y escolarizarse. Toman la solución más fácil: hacer clases, repetir un rito de acarreo de nociones y habilidades fallidas. No pueden contener, porque acarrean y distribuyen la incontensión. No pueden delimitar problemas, porque sus obras se escudan en la jerigonza de la visibilidad y de la ausencia. En concreto, son ellos quienes producen ausencia. Ya se sabe a quienes me refiero. De todo esto, "el caso Rodin" es síntoma. NOTA
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