Una Política Cultural de Doble Propósito: El Manejo de Poblaciones Vulnerables y la Promoción de Industria. Justo Pastor Mellado. Agosto 2005 En un texto anterior que he titulado "Vivienda y vulnerabilidad" me he referido a cómo, en la escena plástica chilena la cuestión de la vivienda sitúa el debate sobre la habitabilidad del arte. He hablado del "deseo de casa" del arte chileno, para designar la dificultad programada de su institucionalización. Hoy día, la cuestión de la vivienda ha dejado de ser una metáfora que permitía instalar algunas hipótesis acerca de diversos procesos de poblamiento pictórico. Esto ha sido drásticamente modificado por la envergadura que ha adquirido la intervención estatal condicionada por la concesión, a través de las nuevas construcciones viales que han permitido sancionar de modo decisivo los nuevos standards de discriminación del uso del espacio urbano. De más está decir que estas operaciones de gran escala dificultan el ejercicio profesional de la escultura de "espacio público", que ha surtido hasta la fecha la necesidad de decorativismo de la Transición. Es muy probable que otra señal del final de la Transición se esté manifestando en el reconocimiento de que ya no se requiere de inversiones reparatorias, porque no es necesario el encubrimiento social. La nueva realidad urbana, el "nuevo concepto de casa" se impone "por si mismo", fundado en la desigualdad. Esa parece ser la única manera de justificar en el cotidiano una política de promoción de la inseguridad ciudadana como estrategia de desmantelamiento de las solidaridades de base. En este contexto, las nuevas inversiones en el terreno del "ocio" de las poblaciones vulnerables; es decir, aquellas que "no saben" orientar su malestar simbólico, imaginario y real, están destinadas a montar los dispositivos de reabsorción del "trabajo sucio" del Estado. Para eso ha sido montada la institucionalidad cultural: para reformatear el "trabajo sucio" de las agencias de control y reparación de los imaginarios sociales. En este sentido, los indicios comportamentales del nuevo ente de cultura no hacen sino confirmar lo que a comienzos de los años 90 era una hipótesis que el nuevo sector cultural ascendente consideraba como algo carente de todo fundamento. Siempre he sostenido que el sector cultural ha tenido que sufrir dos grandes presiones institucionales. La primera, durante la dictadura, en que lo cultural sería considerado por los destacamentos políticos como una plataforma de repliegue y de recompostura de su fuerza partidaria. Cuando el movimiento político logró reponer en su dirección a una dirigencia postergada, lo cultural pasó nuevamente a ocupar un espacio de retaguardia. En la Transición, lo cultural sirvió de plataforma de arribo para políticos de segunda línea que habían perdido nominaciones para cargos de representación popular. En tal caso, la cultura se convirtió en la extensión de las relaciones públicas del poder municipal. Asumiendo esta dos vertientes, la administración actual del ente nacional reproduce la perspectiva estratégica de la impostura que lo fundamenta como necesidad orgánica. Es aquí donde se puede leer la actividad encubridora de este modelo de funcionariato. Ya que por un lado, el actual ente reproduce el modelo de la extensión cultural de los años 60, para compensar la desigualdad ante la ley, y por otro lado, realizan la tarea de prospección de aquellas zonas críticas que no pueden ser satisfechas por la industria cultural, justamente, para subordinarlas al formato de la "promoción" de industrialidad. Se trata de las dos estrategias para las cuáles se ha levantado esta estructura de Consejo Nacional de Cultura: manejo de poblaciones vulnerables y desarrollo de industria. Lo que se llama, en sentido estricto, "trabajo sucio". |
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