SOBRE EL CURADOR COMO PRODUCTOR DE INFRAESTRUCTURA.

!Ah, no! En Santiago, todavía la palabra curador remueve las patéticas ensoñaciones de quienes carecen de poder de designación en el campo artístico. Los artistas que renuevan la carga totémica de sus ancestros saturnales están ufanos por exhibir los montos de su categorización local. Es bueno leer mi texto en “Copiar el Edén” para dimensionar cuánto me he equivocado en las proyecciones allí sostenidas. Quienes en una época pudieron eludir el autoritarismo de los viejos totémicos, descubrieron finalmente las ventajas de la delegación vigilada. Nuevas normas, nuevos sobrinos, nuevos manejos, en proporción directa con el copamiento social de artistas en crisis de crecimiento. Las curatorias por delegación suplen la ausencia de presencia en el mercado de galerías, a la vez que reparan las vicisitudes del mercado compensatorio formado por las instituciones universitarias.

Hace algunos años, la iniciativa de una artista emprendedora y de una curadora con débil densidad crítica, hizo posible que una cierta cantidad de curadores extranjeros nos visitara, con el propósito confeso de reparar una falla básica en nuestra escena: la ausencia de curadores. De modo que quienes usábamos el apelativo para hacer imprimir nuestras boletas y pagar impuestos, quedamos en una difícil situación, expuestos a ser encausados judicialmente por ejercicio ilegal de la profesión.

Sin embargo, la política de visitación no permitió el establecimiento de una distinción entre la didáctica de los curadores invitados y la práctica de aquellos que organizábamos extraños y curiosos proyectos expositivos. No fue posible establecer un piso mínimo para plantear la distinción, a causa de la gran ostentación mediática con que estas invitaciones fueron habilitadas. Finalmente, quedamos sin profesión. Al parecer, no satisfacíamos las pautas de acreditación que la política de salón de la artista y de la curadora en cuestión ponía en el horizonte, como condición de pasaje. El problema es que cuando pensábamos en la noción de pasaje como procedimiento de validación simbólica, ellas pensaban en pasajes literales, a Nueva York y Londres, basada en la ingenua pretensión de que cada visita se saldaría con una invitación de retribución consistente. Pero no hubo, que se sepa, invitación alguna. Toda esta inversión no condujo a aumento alguno de colocación de artistas en un circuito, digamos, relativamente eminente del arte internacional.

Dejándome de bromas, nunca fui curador de acuerdo a las pautas que la empresa en cuestión instaló y por las que dejé de ser reconocido como tal. Más que nada, porque de acuerdo a dichas pautas, yo soy el primero en no reconocerme. Tampoco expandí la curatoría al terreno de una deflacionada garantía académica, como es el caso en la actual coyuntura santiaguina. Ya escribía Siqueiros en 1942 que el arte chileno era un “arte de profesores“. Vuelvo a insistir: los profesores se deben, no al campo del arte, sino al mercado de la educación superior. Esa es la medida del arte que tenemos. La escolaridad del arte supera la crisis de crecimiento del galerismo, nuevo y antiguo. El nepotismo manifiesto de espacios públicos manejados hasta hace poco tiempo como cotos privados de caza le cobra a las asociaciones gremiales sus buenas prácticas de subordinación clasística, para mantener la mediocre impostura de sus incompletudes de carrera; por no decir, del fracaso referencial de sus afiliados más voraces.

Hace una década escribí un texto sobre una experiencia curatorial inquietante. Se trataba de “Cartografías”, el diagramático proyecto de Ivo Mesquita, realizado a fines de los años noventa. El texto alusivo fue leído en un coloquio en Guayaquil. Después, fue retomado por José Jiménez para una publicación que está actualmente en la imprenta. El hecho es que en dicho texto hice una distinción metodológica que ha tenido el valor de merecer una cierta atención crítica. Su título era “El curador como productor de infraestructura”. Debo hacer recordar que la noción de infraestructura estaba referida a la producción de insumos para el desarrollo de una crítica histórica de nuevo tipo.

Mi propósito apuntaba a resolver problemas dependientes de la ausencia de investigación histórica en forma; mucho antes de que algunos críticos ventrílocuos se pusieran a especular con el tema de los archivos, curiosamente, para legitimar las manipulaciones de los nuevos padres totémicos en crisis de reconocimiento. Cuando digo especulación no hablo de pensamiento, sino de operaciones de inflación. Las manipulaciones del pasado para servir a los acomodos del presente son un atributo de los comentaristas de glosa ya conocidos.

Pues bien: mi hipótesis de la producción de infraestructura apuntaba a resolver una carencia analítica en el terreno de la escritura de historia. Para cumplir con este objetivo resolví realizar solo exposiciones que cumplieran con esta solicitud analítica, porque al menos me permitía mantener durante un número de meses determinado a un equipo de investigación trabajando en torno al “tema” de la exposición en cuestión, con la amenaza siempre presente -claro está- de la ilustración discursiva.

Hace un mes fue publicado el catálogo de la exposición DISLOCACIÓN, que bajo la curatoria de Ingrid Wildi Merino y Kathleen Buhler fue inaugurada en el Kunstmuseum de Berna. Fue la segunda fase de un proyecto que había sido iniciado en Santiago, en octubre del año pasado y exhibido en diversos lugares (Museo Allende, Metropolitana, Librería Ulises, Bellas Artes, entre otros). Para dicho catálogo escribí un texto que titulé LA EXPOSICIÓN COMO PROCEDIMIENTO ANALÍTICO. Ingrid Wildi Merino traspasó al trabajo curatorial el modelo de investigación de obra, permitiéndose realizar una selección y una discusión de obra que apuntaba a producir un conocimiento específico, teniendo la migración como una plataforma de abordaje de la discontinuidad, el desplazamiento, la dislocación en sentido estricto. En este sentido, un artista es tácticamente un curador, en momentos específicos de su trabajo de obra. En mi trabajo de escritura, la curatoria es un momento de ejercicio analítico y no una carrera para la afirmación laboral.

Me parece que el carácter del debate implícito que se da en torno a esta cuestión, en la actual coyuntura local, me valida para hacer referencia a ciertos conceptos cuya elaboración parece haber resistido a la merma de una década. En la certeza de que cuando los actuales artistas-curadores definen su trabajo, lo que hacen es re-editar las formas de lo que he definido como “curatorias de servicio”. Lo que la curatoria de artista repara en nuestra escena es la crisis de inserción mercantil y la ausencia de carrera, en un momento en que ya no es posible seguir apostando a colocación alguna, en circuito alguno.

En mi trabajo como curador independiente en zonas de institucionalidad artística vulnerable, he podido montar esta distinción entre “curatoría de servicio” y “curatoría como producción de infraestructura”. La primera está referida al curador como agente de servicios para las nuevas categorías laborales emergentes de las ciudades con pretensión global, mientras que la segunda está directamente ligada a la producción de insumos para el trabajo de historia. Esto quiere decir que una exhibición involucra una empresa de producción historiográfica que la academia no está en medida de realizar. De este modo, mal podía reconocerme como curador en el sentido de lo que la artista y la curadora mencionadas al comienzo de esta entrega pretendían acreditar. Lo que ellas afirmaban era la norma de una curatoria de servicio. Por eso mismo, al cabo de un tiempo, la política de visitas no significó efecto orgánico alguno en la escena interna. Para curadores de servicio, en un país con “falta de historia”, ya estamos vacunados. Aunque el punto de máximo delirio fue alcanzado por un centro cultural binacional que reprodujo el gesto brillante de una segunda política de visitas, casi corcheteada en la extensión de un pasaje aéreo desde Buenos Aires.

Es una estupidez pensar que aquello que conviene a Buenos Aires conviene, necesariamente, a Santiago de Chile. Hay una dimensión de masa crítica que hace la diferencia. A tal punto, que el público de las intervenciones en dicho centro cultural estuvo formado mayoritariamente por estudiantes de arte acarreados, a quienes no solo les faltaba lectura, sino que carecían de horas de navegación por internet en la sección de exposiciones internacionales. Resulta extremadamente caro traer conferencistas de primer nivel para hacerlos trabajar con públicos del nivel más bajo. Hay un error de concepto en lo que a mediación se refiere. El punto no es traer a alguien, sino cómo hacer que su palabra tenga un efecto instituyente.

He trabajado, durante estos años, en el reverso de las curatorias de servicio, montando iniciativas destinadas a satisfacer dos cuestiones básicas: producción de archivo y construcción de escenas locales. Es decir, buscando producir la visibilidad responsable de documentos que han experimentado la presión de severas operaciones de encubrimiento y poner en forma un conocimiento práctico de cada espacio local, a través de viajes, recorridos, intervenciones múltiples, en formatos variados, en temporalidades más o menos largas, cubriendo el territorio, abriendo el camino a prácticas estéticas contemporáneas. De eso no es posible hablar en las curatorías de servicio. El trabajo de infraestructura tiene que ver con el montaje de condiciones de reproducción de momentos instituyentes, en escenas alejadas de la frustración inscriptiva de grupos decisionales metropolitanos que de ello hacen escuela. Lo que más afecta a la escena chilena de arte es la hegemonía académica de artistas cuyo fracaso inscriptivo se ha convertido en una poética de la delegación subordinada. Volvimos a reproducir épicas y épocas en las que la sobrevivencia depende del permiso otorgado. El problema, sin embargo, no reside en quienes otorgan las garantías, sino en la defección inicial de quienes las solicitan.

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