En la ruta de Nueva Imperial a Carahue, pedaleo entre dos secuencias de muerte. En esto consiste la soledad del corredor de fondo como la metáfora de una vida. Por un lado, la serie ininterrumpida de animitas al borde del camino. Ya son demasiados los muertos por atropello en zonas rurales. Por otro lado, sobre el pavimento, los perros planchados por los neumáticos de camiones de transporte forestal; curtiembre “encontrada” que hace que del animal no quede más que una silueta acartonada recortada contra el asfalto.
El parachoque del vehÃculo actuó como obturador de un extraño fallo fotográfico que definió la “lÃnea de muerte” de la imagen en movimiento. El cuerpo dislocado, primero, descuartizado después, será amasado una y otra vez por un dispositivo de fijación por presión sucesiva. Pienso en el trabajo que hace algunos años realizara el joven artista de ValparaÃso, Jorge Gronemeyer, que buscaba retener la indicialidad de las sombras por los caminos.
En cambio, las animitas modestas hacen el inventario del maltrato por exceso de disponibilidad de los cuerpos. En la bicicleta, no hay defensa, se está en total exposición. Va solo, con lo que más le une a la vida: la bicicleta. A veces se ha dicho que la bicicleta, como quizá sucede con ciertos aspectos de la cultura o con la fe religiosa, es lo que da cuando se ha olvidado todo. Cuando casi todo te ha fallado (Javier GarcÃa Sánchez, “El Alpe d’Huez”, Plaza y Janes editores, 1997, página 221).
Pienso en las ofrendas de unos deudos, cuyas flores dispuestas en maceteros provienen de fuera de la lÃnea de la flora silvestre de borde de camino, que también llaman “el potrero largo”; donde pastan los animales sueltos de los más pobres, en rutas del interior.
Pedaleo entre la continuidad de esta flora interminable y la definición programada de la lÃnea blanca que separa la calzada de la berma. Transito por esta frontera inestable para protegerme de la amenaza mecánica. Ese es mi espacio de avance. Por el costado. Las animitas introducen la discontinuidad que afirma la propia continuidad de la ruta. Disputan a tamaño reducido su función de la ofrenda con el tamaño natural de los paraderos rurales. En los primeros hay velas y flores, mientras en los segundos se acumula la pequeña basura de la espera del bus.
Los que declararon la “muerte de la pintura” por Mala Madre, culpables de crimen de Lesa Patria, levantaron una animita: fue el comienzo de la instalación chilena. Es un chiste muy viejo que traigo en las alforjas.
El camino jamás está solo; siempre hay poblamiento temporal. No hay flujo continuo asegurado. Antiguos caminos rurales convertidos por el asfalto en vÃa rápidas, pero extremadamente estrechas, con bermas insuficientes, cuando se detiene un bus, le quita al camión un cuarto de calzada. Si viene otro vehÃculo en contra, es colisión segura. Por eso, a veces, mi amenaza real son las frenadas descomunales de camiones de última generación que deben compartir su lugar con autobuses que han sido sacados de las ciudades para terminar su vida útil en los caminos interiores, introduciendo un factor adicional de peligro en la circulación.
Por la berma, la única tracción de sangre tolerada es la humana. Una bicicleta no ocupa más de sesenta centÃmetros de ancho. Solo hay que llenar las alforjas bien bajas y asegurarse de que no te vuelque la ráfaga producida por un camión con acoplado que pasa a cien por hora a un metro de tu cuerpo. Dimensión extrema de la fragilidad del pensamiento, disimulada en cada pedaleo. Tiembla el piso, se estremece tu humanidad precarizada en extremo, mantienes el equilibrio y continúas encogido, guardando una posición casi fetal, recogido sobre ti mismo, con el pasado detrás del sillón y con el futuro delante del manubrio (Javier GarcÃa Sánchez, op.cit. p.247).