La Estructura

El libro no es un libro de historia, sino una guía promocional. Esta asociación proviene de una frase de Luis Felipe Noé, artista argentino, por si se sabe, ya que dudo que los estudiantes de arte lo conozcan en esta escena. También tengo mis dudas de que los artistas emergentes lo conozcan, ya que para casi todos ellos la historia parece comenzar con ellos. Este tipo de libros favorece el desarrollo de estos sentimientos, porque con su monumentalidad editorial los hace vivir la ilusión de que están férreamente inscritos en una historia.

La alusión a Luis Felipe Noé se justifica porque éste siempre se refería a los libros generalistas de arte nacional, como una guía telefónica en la que los números estaban cambiados. En este sentido, Copiar el Edén se parece a una guía telefónica con los números, los argumentos, las redimensiones, la lista, en fin, todo, cambiado. O sea, que nada corresponde a las ideas que los propios agentes se han hecho de las genealogías de sus propias micro-escenas.

La estructura del libro es elocuente: las páginas iniciales del tatuaje definen la lectura del índice. De hecho hay varios índices. Uno, manifiestos. Otros dos, al menos, ocultos. Por ejemplo, el manifiesto señala aquello que debe aparecer en la secuencia de su publicación. Viene primero el grupo de textos, y luego, la guía, el panorama delimitado, en orden alfabético. Todo bien, hasta aquí. Un libro clásico. Los textos anuncian y legitiman lo que viene.

Aquí viene el problema. Los textos no están destinados a proporcionar una “visión de conjunto”, sino que se ordenan por tareas. A Adriana Valdés se le encomienda la tarea de escribir sobre arte y textos; a Machuca se le pide escribir sobre circuitos artísticos; a Nelly Richard se le autoriza el relato de su epopeya; a mi se me pide un texto sobre la escena de los noventa y a Catalina Mena se le encomienda un estudio sobre las producciones más recientes.

La estructura del índice señala una secuencia imposible. Todo se ha armado como si cada uno de los autores perteneciera a un equipo homogéneo de investigación, a cuyos miembros se les ordena el trabajo de cubrir cronológicamente el desarrollo de la escena, desde 1973 hasta el 2007. Esto daría a suponer que existe entre los autores una complicidad epistemológica y política, cuya analítica le proporcionaría al libro una unidad de propósito. El libro carece de esa unidad. Armar una secuencia cronológica de temas, segmentarlos y luego encargar a autores disímiles el abordamiento de cada segmento, no aporta a la diversidad del análisis de conjunto, sino tan solo reproduce la posición ya conocida de cada uno de ellos en la escena interna.

Si el propósito del libro es la promoción del arte chileno en el exterior, esta modalidad de trato con la textualidad resulta conceptualmente ineficaz. Mosquera solo pudo reunir a estos autores porque se trataba de un libro “para el extranjero”. No hubiera sido posible convocarlos de manera manifiesta para cubrir un soporte editorial de circulación interna. A menos que todos hubiesen sido invitados para discutir sobre una misma problemática. ¿Cuál sería esa? ¿El legado de La Avanzada? ¿Los obstáculos que ésta construyó para impedir el desarrollo internacional del arte chileno? Esta última pregunta, que es la que a mi me interesa, no habría tenido curso entre los otros autores, que en su mayoría manifiestan una dependencia casi enfermiza respecto de la garantización totémica richardiana.

Mosquera, al segmentar los temas y estirarlos como un chicle para que alcanzaran a cubrir un periodo de treinta años, no logra reproducir el espesor de una producción compleja. Al contrario, la estigmatiza, caracterizándola ofensivamente como un “tsunami de tinta”, por no decir, tipificando una producción compleja como inutilidad discursiva. Lo cual resulta paradojal que, desde Chile se produzca un libro en que ya desde su introducción, el propio editor señale su aversión simbólica por la escena local.

This entry was posted in escritos de contingencia and tagged , , , , , , , , . Bookmark the permalink.