En el MNBA, Ramón Castillo prepara una nueva versión de la puesta en valor de la colección, al producir el montaje en una misma rotonda de “La carta” de Pedro Lira y de una aeropostal de Eugenio Dittborn. Se trata, sin duda, de la posibilidad efectiva de intervenir en las condiciones de montaje de las obras emblemáticas. Lo que importa aquà es la operación de exhibir dos obras que pertenecen a momentos de trato diferenciados en extremo, entre la obra y un público cooperante. En verdad, estas operaciones están destinadas, en primer lugar, a un público especÃfico. Lo que obliga a pensar en un trato a diseñar respecto de la pertinencia del aparato educativo en su trabajo para formación de cÃrculos de públicos más amplios. Ese es el desafÃo: exhibir, no ya obras, sino presentar problemas. A un público amplio se le presentan obras bajo condiciones pedagógicas de exhibición, mientras que a los públicos especÃficos se les presentan problemas que tienen relación con la construcción de su propia posición como público.
Vamos al punto, en este caso: “La carta” es una pintura emblemática del MNBA. Eso quiere decir que tiene su lugar asegurado como anclaje de una cierta historia de la “exhibitividad” museal chilena. Representa un modelo de representación social finisecular. Reproduce la imagen de una mujer que presenta la espalda, de frente; en cambio, en la aeropostal, las imágenes siempre están “de frente”.
Cuestión de posicionamiento polÃtico básico: la mujer dirige su mirada hacia el lugar del que proviene la amenaza; mientras en la aeropostal, las imágenes son, por si mismas, una amenaza para el sistema de arte. La mujer, simplemente, esconde la carta, mientras que en las aeropostales lo que se exhibe, justamente, es la letra. “Para levantar un objeto es preciso realizar un esfuerzo; si se abandona el objeto a si mismo, cae al suelo”. Esta es la inscripción que inserta en un “globo” bordado, sostiene la imagen en la Aeropostal número 150. Digo que la sostiene a mismo tÃtulo que las imágenes de dos ahorcados, uno de Pisanelo y el otro de una fotografÃa anónima tomada durante la revolución mexicana. Ambas imágenes que representan cuerpos que cuelgan, a su vez están colgadas de la frase que describe la ley de los graves. Asà mismo, para analizar un cuadro, es decir, levantar una interpretación, es preciso realizar un esfuerzo de lectura; si se abandona la pintura a si misma, el discurso implÃcito que sostiene se cae al suelo.
La mujer, en el cuadro de Lira está sostenida por el vestido teatral que la porta “fuera de época”. Se sabe que Lira gustaba de pintar a personajes vestidos con los trajes de otra época. Por ejemplo, este vestido parece sacado de la utilerÃa de un teatro y combina fragmentos neo-renacentistas. En todo caso, la escena podrÃa situarse en un espacio cortesano, en los aposentos privados de alguien que ha estado dispuesta a cometer traición.
No cometeré el gesto forzado de someter este cuadro a un análisis basado en “La Carta Robada” de Edgar Alan Poe. Pero pasaré de inmediato a mencionar la frase lacaniana que lo consagra como modelo de transferencia: toda carta llega a destino. Pero en esta escena de Pedro Lira, la carta no ha demorado en llegar. Su posesión ya señala la incomodidad de guardar una “papa caliente”. Solo con una ropa en la que abundfan los pliegues se pueden alojar intrigas. Mientras que en la aeropostal las imágenes fabrican la época de su presentatividad y el vestuario viene a operar como puntuación de la actualidad.
Proporcionemos un poco de información para un curso de historia del arte, de esos en que se acostumbra rebajar el discurso para sobredimensionar las diapositivas. Ya saben a que me refiero: cursos universitarios pero impartidos con espÃritu de instituto-cultural para señoras. La universidad trabaja la historia como cursos para señoras. Todo bien. LegÃtimo. Lástima por las señoras, digo. Pero más que nada, por los estudiantes. Pero hay quienes han hecho de esto una carrera. ¿O no?.
Pues bien, uno de los ahorcados que imprime Dittborn proviene de un detalle del cuadro de Pisanello, realizado en torno a 1437 y que se conoce bajo el tÃtulo “San jorge y la princesa de Trebizond”. ¡Estudiantes! Pongan atención en el gesto de Dittborn. Extrae de un cuadro famoso una escena marginal de su economÃa. Sin embargo, pregúntense para qué Dittborn insiste en esa escena micro punteada. Se trata de una reproducción fotomecánica de un detalle pictórico que es impreso al revés de su posición original en el cuadro, mientras el cuerpo del ahorcado mexicano cuelga de un modo extraño; sus pies parecen tocar el suelo.
Sin embargo, es preciso hacerse otra pregunta: ¿para qué colgar estas dos pinturas en un mismo espacio? Es necesario explicar que ésta es una ejercitación ejemplarizante de parte de un responsable de una maestrÃa en museografÃa. De este modo, el montaje es un laboratorio en el que se experimentan junturas indebidas.
¿Qué serÃa una juntura debida? ¿Existe acaso una especie de “obediencia debida” cuando se exhiben pinturas que provienen de modos tan diferentes de relacionarse con el conocimiento?.
Esto es lo que denomino “trabajar una colección”. No “sobre”, sino “una”. O sea, hacer que la propia colección produzca sus condiciones de legibilidad. Lo cual obliga a forzar relaciones que solo funcionan a partir del conocimiento más o menos pormenorizado que una comunidad tenga sobre ambos artistas. Pero sobre todo, que se comparta al menos una certeza sobre el rol del drapeado en la historia republicana. Más que nada, a propósito de estas dos obras, hay que producir la diferencia entre ropa pintada y ropa fotografiada. O bien, ropa impresa.