LECTURAS ENCADENADAS (1).

El Mercurio está concebido para ser leído (también) en secuencias cortas encadenadas. En la edición del primero de febrero (2009), “Espiados por la Stasi con los ojos tapados”, pequeña columna sin nombre de autor situada en las primeras páginas, debe ser leída como nota al margen anticipada que delimita el contexto para la lectura de la carta de Roberto Ampuero a la Presidenta Michelle Bachelet, reproducida más adelante en cuatro columnas.

Roberto Ampuero es a juicio de Camilo Marks, un escritor que escribe pésimo y que, además, escribe contra los que otrora le dieran de comer. Esta consideración la sostuvo el crítico literario al ser consultado sobre la negativa manifestada por Roberto Ampuero y Jorge Edwards, a integrar la delegación de escritores a la Feria del Libro de La Habana. A juicio de estos últimos, mientras exista censura para libros de autores chilenos en la isla, no corresponde que ellos viajen, ni que otros intelectuales lo hagan. Respecto del tema, el propio canciller Alejandro Foxley declaró que no había hechos objetivos fundados para sostener una hipótesis en ese sentido, en un intento por demostrar que la actitud de los mencionados escritores obedecía, más que nada, puesto que carecían de pruebas, a una impostura ligada a complejos problemas de carácter. En tal modo, tanto el crítico literario como el canciller compartían un elemento descalificatorio común: Roberto Ampuero y Jorge Edwards eran malos escritores y daba lo mismo que viajaran o no viajaran a Cuba.

A El Mercurio no le da lo mismo, sin embargo, porque publica la carta de Roberto Ampuero; aquel que a juicio del critico literario, no debía escribir lo que escribió sobre Cuba, justamente porque residió en la isla y fue cercano a ciertos círculos de poder. Este comentario resulta crucial si lo colocamos en relación con la famosa tesis de Insulza acerca de la imposibilidad que tenía Carmen Soria para hablar, porque era víctima. Lo que rescato en estos residuos de habla es una polémica implícita sobre las condiciones de enunciación; es decir, por las garantizaciones que se tejen en torno a lo que puede y a lo que debe ser dicho en la escena intelectual chilena.

¿Por qué Roberto Ampuero no podría “decir” unas cuantas cosas teniendo como fondo de referencia al régimen cubano? ¿Por qué Jorge Edwards sería descalificado para “decir” a partir de su experiencia diplomática? Lo curioso es que en este caso, la categoría de “lo vivido” descalificaría a los sujetos de enunciación, a sostener dichas enunciaciones, porque su extrema cercanía de los hechos se lo impediría. Pero Ampuero y Edwards son “novelistas” y operan en el terreno de la ficción narrativa. Otra cosa es que las novelas que ellos escriban sean “buenas” o “malas”. No se les puede descalificar políticamente apelando a supuestas inhabilitaciones narrativas, sin entrar siquiera un instante a pensar en los argumentos que estos entregan para objetar el viaje de escritores a Cuba.

Las discusiones sobre el viaje a Cuba de escritores y políticos generan una gran odiosidad, en la medida que revela las dificultades que estos mismos deben enfrentar para explicar cuestiones que resultan inexplicables, sobre todo en relación a los silencios y semi-verdades que levantan acerca de las relaciones que han sostenido en sus vidas literarias y políticas con realidades complejas de sociedades que, habiéndoles proporcionado asilo político, estaban encuadradas por regímenes totalitarios. Ni escritores ni políticos han escrito una sola línea sobre el carácter de dichos regímenes, antes de su disolución. Tendríamos que haber sido unos huevones, me dice un veterano combatiente, con el razonable cinismo que corresponde a un funcionario que ya viene de regreso de todo, pero ahora conduciendo un Audi. Aún así, cuando el derrumbe del Muro tuvo lugar, tampoco ha habido una cantidad razonable siquiera de aproximaciones, digamos, en un sentido libertario.

La odiosidad contra Ampuero y Edwards se basa en el hecho de que “lo han dicho”, sin haber solicitado autorización a quienes definen el rango de lo “decible”. Subsiste en la izquierda el dilema que Simone de Beauvoir retrata tan brillantemente en “Los mandarines”, la gran novela francesa de post-guerra, en que hablar de la existencia de los campos de trabajo en la Unión Soviética era una obligación ética, pero si ello significaba entregarle argumentos al imperialismo americano, la restricción enunciativa se hacía evidente. De ahí que más de unos cuantos callaran para no proporcionar armas al enemigo. Falaz razonamiento que ponía a la crítica bajo vigilancia orgánica, terminando a su vez por legitimar la omisión. De ahí que hablar hoy día sobre Cuba como una “sociedad totalitaria” significaría proporcionar argumentos a un enemigo que sigue siendo tratado con criterios de guerra fría, como si la realidad del bloqueo fuese una excusa para la abstención analítica. Sin embargo, no es posible dejar de ejercer la crítica política más certera posible, bajo amenaza simbólica de colusión con el enemigo.

Respecto de esto último, los enemigos literarios no coinciden, no debieran coincidir, con los enemigos políticos. Cuando ello ocurre, entonces nos queda ejercer la más tenaz crítica literaria a las condiciones de enunciación y de circulación de las narrativas políticas que encuadran la legibilidad de todas las justificaciones posibles.

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