Cultural Chandon, Tucumán 2005 (3)

Camino a la premiación del Cultural Chandon, en Tucumán, corté por la peatonal de las Muñecas en dirección a la Plaza San Martín. Unas zapatillas de infantes llamaron poderosamente mi atención. Al punto de provocar un dolor súbito e indescriptible. Me detuve frente a la vitrina. Allí estaban, el par de zapatillas, de número entre 22 y 24. Proporcionadas. Con su punta de goma y un largo de planta en un tercio mayor que el ancho de pie, dan la sensación de abrigar unas empanaditas. Cuando aumenta el número se pierde esta relación proporcional. La sola visión de este par de zapatillas infantiles atrajo sobre mi memoria el nombre “Championes”. Ingresé al local y le pedí a una de las jóvenes que atendía que me mostrara el par de “championes”. Ella se mostró sorprendida por mi solicitud y me corrigió la marca: “son Topper”, me dijo. A lo que repliqué: “Sí, pero se parecen mucho a las championes”. Ella volvió a insistir mientras me las enseñaba: “Pero estas son Topper”.

En 1971, se presentó en mi casa de Ñuble con San Diego, un hombre joven, aunque mayor que yo, que hablaba con acento uruguayo. Me pregunto: “¿Vos sos Justo? Vengo de parte de Alejandra, de Montevideo”. En efecto, Alejandra había venido de visita con unos compañeros de secundaria, dos años antes. Eso era, en el verano de 1970. El año de la elección de Allende. De ahí que ella le diera mi dirección a alguien de su confianza, en fuga.

La visita era un militante de una organización anarquista que había abandonado el Uruguay con documentos falsificados. Hablamos mucho para disipar la desconfianza. La hago corta: había dejado Uruguay con su compañera. Traían dos niñas, de cuatro y cinco años, de matrimonios diferentes. Eran la propia imagen de la derrota política, en un país que iniciaba una “experiencia socialista”. Bien. Eran derrotados. Solo querían recomponer sus vidas. Huían con las niñas. Buscaban trabajo. Buscaban un nuevo horizonte subjetivo. Nos hicimos amigos. Eran mayores que yo. Significaban el mito de la derrota que venía, que ya estaba escrita en los textos que no deseaba interpretar en un sentido real.

Se instalaron en Santiago. Las niñas comenzaron a ir al colegio. Ellos vivían de trabajos menores diversos. Hasta que en un momento, me confiesan que para obtener sus residencias deben arreglar sus papeles, puesto que ingresaron de modo irregular al país. Pese a mi juventud y a mi candidez política, poseía contactos que les permitieron regularizar sus antecedentes y proseguir con la vida que llevaban, en esta “tierra de asilo contra la opresión”.

Vino el Golpe Militar y ellos fueron citados a policía internacional. Antiguos militantes que eran, analizaron la situación y pensaron que en un segundo interrogatorio quedaría al descubierto su ingreso irregular. Ello podía significar una expulsión hacia el Uruguay. De ahí que resolvieron asilarse en la embajada de Finlandia, porque suponían que tenían un contacto que los podría trasladar desde allí hacia otra embajada.

Vivían en calle Salesianos. Tomaron el micro hacia el centro. Decidimos que yo los seguiría en bicicleta, para cubrir la retaguardia. Llegamos a Ahumada, frente al banco de Chile. Allí se bajaron, apurados, a mitad de cuadra. Se suponía que una oficina de la embajada quedaba en un edificio, frente al banco. No podían traer maletas, para no despertar sospechas. De este modo, llevaban unos bolsos de mercado. Entre ellos, una bolsa de papel kraft que se rasgó por entera en el momento del apurado descenso.

Dejé mi bicicleta apoyada contra el muro y corrí hacia el lugar en que se había esparcido el contenido de la bolsa. Era la ropita de las niñas, doblada con extrema delicadeza. Y entre ellas, un par de “championes” de una de las niñas. Recogí todo y lo volví a envolver en el resto del papel, mientras ellos tomaban a las chicas de la mano y cruzaban la calle. Apreté lo más que pude el papel y las prendas, de modo que quedaran como un paquete arrugado. Nos abrazamos a la entrada de la galería, en el edificio. Luego tomé la bicicleta y regresé a casa. Al cabo de unas horas, una amiga de ellos me telefoneó. Todo había salido mal. No habían podido asilarse. No regresarían a la casa, porque ya los habían allanado.

Al día siguiente, era sábado. Golpearon a mi puerta como a las once de la mañana dos personas. La amiga que había telefoneado el día anterior y un hombre que alguna vez me había sido presentado. Era sociólogo y trabajaba en la FAO. Venían a comunicarme que esa mañana los habían podido hacer ingresar a la embajada argentina. A los padres, a la niñas, con sus ropitas y sus “championes”.

En Tucumán, a treinta años de ese incidente de rotura de la bolsa de papel y de la disposición traumática de las “championes” sobre la vereda, se acelera mi conexión subjetiva con los objetos recuperados por esta poética de la delicadeza de la que hablaba Paulo Sergio en su conferencia.

Septiembre 2005

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