En un magnÃfico pequeño libro sobre la historia de la lÃnea, Manlio BrusatÃn -arquitecto e historiador del arte, autor de un ya significativo libro titulado “Historia de los coloresâ€, hace el relato de un viajero que regresa a su lugar de nacimiento, en el campo. Sin embargo, el viajero no encuentra nada. Todo está cubierto por plantaciones. Su antigua casa ya no está. Decepcionado, se encuentra con un lugareño que al ver su estado de desazón, al saber que el hombre busca lo que fue su casa, su hogar de infancia, lo tranquiliza y le pide que lo siga. Ingresan ambos en la plantación y en un momento determinado, el lugareño le señala las lÃneas de la planta de lo que habÃa sido su casa, que los surcos de la plantación no habÃan podido borrar. La memoria del hogar habÃa permanecido en el nivel básico de lo que en construcción llamamos el “trazadoâ€.
Este es el primer relato. Mi segundo relato es el de un viaje que realicé en bicicleta, por la región de Queule, punta Nigue, Toltén Viejo. En efecto, he destinado gran parte de mis viajes en bicicleta a recorrer y explorar lugares severamente dañados por el maremoto de 1960. Es asà como fui a Corral, a Puerto Saavedra, y me encontré un buen dÃa, en Toltén. Pero era el nuevo Toltén, donde me señalaron que si tomaba un determinado camino hacia el norte, cercano a la playa, iba a llegar al lugar donde habÃa estado emplazado Toltén, llamado ahora, Toltén Viejo.
Lo que quedaba de este pueblo era la plaza. Un cuadrilátero de robles. El maremoto del 22 de mayo de 1960 habÃa arrasado con todo. Las aguas arremolinadas levantaron la tierra alrededor de las raÃces e incrustó en su trama los restos de casas y de objetos que las olas acarreaban consigo. De este modo, durante años, las raÃces se volvieron tronco y absorbieron los restos de edificaciones y de objetos que habÃan quedado prisioneros en la trama de raÃces inicialmente descubiertas. Solo una placa de metal instalada en una esquina de la plaza, recuerda los sucesos del 22 de mayo que arrasaron con el pueblo. En el resto de la plaza permanecen los bancos de cemento de plaza pública de la fiscalidad de los años cuarenta o cincuenta, y algunos pastelones que cubrÃan sus veredas.
El relato de la planta de la casa como memoria de un asentamiento, hace estado de una voluntad polÃtica de regresar al lugar para acudir a leer las marcas en el territorio. El valor no está en la planta, solo, sino principalmente en el acto del regreso a verificar su existencia. A esas trazas en el suelo las podemos llamar “capital culturalâ€. Pues bien: desde ese momento existe ese lugar como paisaje. El relato de Toltén apunta a reconocer en los efectos de una catástrofe natural, la existencia de una producción de arte inconciente. Es el viaje de un crÃtico de arte que construye el reconocimiento de dicho efecto en una obra de “land artâ€. La obra no existe por el maremoto, sino por el paso del crÃtico que puede incorporarla a una serie formal de reconocimiento. El crÃtico-viajero está habilitado por su estatuto en la comunidad del arte, para realizar el forzamiento conceptual y explicar que, dicha operación de arcialización ha sido terminada por su paso y por su mirada inscriptora. Solo en ese momento que los efectos de una catástrofe pasan a constituir un paisaje. Es decir, en mis dos relatos, lo que define el gesto es que el paisaje es una construcción que instituye una edificación intelectual que llamaremos paisaje. El paisaje es un encuadre cultural complejo, que permite que un territorio sea incorporado a una ensoñación social determinada.
El viajero del primer relato regresa al hogar perdido individual; el viajero del segundo relato regresa a un hogar perdido público. He hablado del trauma de la casa, de su borradura, y he hablado del trauma de la pérdida de la plaza pública, de la manera de reproducirse como ruina y edificarse como memoria alterada.
El paisaje, en su encuadramiento, incluye la memoria de una ruinificación. Gonzalo Cáceres, investigador del Instituto de Estudios Urbanos (PUC) me habla de los saqueos en Concepción para poner en estado teórico una hipótesis sobre las contenciones sociales; es decir, construye el paisaje de movilidades sociales perturbadas, que recogen los residuos arruinados de relaciones sociales averiadas. Es decir, la averÃa como residuo, como ruina mejorada por las empresas de operación polÃtica que hacen de la impostura su condición de existencia.
En el caso de Toltén, las raÃces expuestas de los robles sirven de filtro para objetos retenidos como indicios probatorios de la catástrofe; pero la catástrofe nos resulta aprehensible solo a través de un relato encuadrado por la dimensión de la pérdida. Solo habrÃa paisaje cuando la pérdida social es inevitable y reproducible. Solo hay turismo, cuando los sujetos de una región ya no pueden sostener el paisaje, frente a la arremetida de la explotación, no del paisaje, sino de su des-paisajeamiento, mediante una paisajización ostentosa y salvaje de los referentes hasta ahora mantenidos por la ejecución de temporalidades sociales lentas. La eficacia de un paisaje convertido en mercancÃa está directamente vinculada a la aceleración de su usura. Por ejemplo: un turista es un sujeto que traslada su cuerpo banalizado, para recibir violentos choques de exotismo compensatorio. Para que exista turismo eficaz se requiere de que la vida cotidiana sea cada vez más miserable, para, justamente, poder invertir en un desplazamiento rápido que no requiere de ninguna densidad, sino disposición a la flotabilidad y ligereza.
Cuando tenemos un territorio hostil, donde la paisajización ha sido apenas completada, tenemos turismo Premium, por exceso de out-door. Es decir, una industria de la fuga rápida y organizada de lo hogareño, para recuperar la ilusión formateada del pionero de fines del siglo XIX, de cuando el planeta era todavÃa colonizable. Nosotros, que vivimos la lentitud de las ruinas memorables, no podemos hacer del patrimonio una industria, porque la reventamos. O sea, reventamos la industria, no el patrimonio. Por eso, Toltén, para el arte chileno, no tiene valor alguno. Queda muy lejos de los centros emisores de acreditación. Ni siquiera los estudiantes de arte de Valdivia o de Temuco saben que eso puede ser una landmark. No es incorporable a sus expectativas como sujetos locales. Y eso es dramáticamente decepcionante a la hora de pensar en la posibilidad de construir escenas locales de arte.
Lo que me anima a sugerir estas hipótesis es la posibilidad efectiva de construir un sujeto local. Dicho sujeto se construye a partir de una lectura del territorio. Esta es la exigencia que plantea Rodrigo Millán, estudiante de postgrado del instituto ya mencionado.
¿Qué significa leer un territorio? La operación llamada lectura lo designa en el momento de su conversión en paisaje. Es la lectura la que paisajea el territorio porque convierte la naturaleza en un dato cultural. Es decir, descubre la planta de la casa en el regreso del viajero a su infancia; instala el modelo de artificialización de la mirada a través de el ejercicio del arte contemporáneo.
¿Qué significa leer? Producir operaciones intertextuales. El territorio deviene texto al constituirse en paisaje mediante una operación concertada de artificialización.
Por ejemplo: ¿Cómo leer las textualidades que sostienen las prácticas del canto popular y los bailes de chinos, desde el cajón del Maipo hasta Petorca, sin que ello signifique su ruinificación? La ruina está inscrita desde ya en la manera en que se habla de ella. Esto quiere decir que la ruina social está ligada a la depreciación analÃtica que la industria cultural ejecuta como polÃtica.
La palabra industrializada del informe de rentabilidad social destituye la mirada sobre procesos de pregnancia fina, susceptibles de producir indicios para la lectura. No se lee cualquier cosa. Es preciso reconocer estructuras de construcción de paisaje legibles en las iniciativas anticipativas. Nuestro trabajo de lectura debe anticipar los signos de una estrategia en donde el paisaje se constituye de elementos que en una primera instancia son indeterminados. El clima no se traduce literalmente en carácter de un pueblo. Es una ficción literaria la que se monta en esta consideración.
La industria cultural relega el territorio a la recuperación de zonas ociosas, formulando la preeminencia del espectáculo y el entretenimiento como un territorio psÃquico que debe ser paisajeado directamente por la industria medial. Las poblaciones vulnerables son consideradas cada vez más fuera de la cultura; es decir, más cerca de la naturaleza, en su fragilizada condición de inestabilidad territorial. Sus procesos de paisajización están definidos por el autoritarismo blando de la inclusividad, donde la palabra “acceso†juega un rol decisivo.
Ocurre que siempre son los vulnerables los que deben ser “accedidos“, conducidos de la mano, hacia un estado de goce de bienes culturales de los que están marginados. La vieja teorÃa veckemansiana ha empleado cincuenta años en persistir con sus históricos objetivos de integración. Los vulnerables deben ser mudos, o a lo más, deben apenas murmurar sus demandas para que el operador social que sustituye la pragmática partidaria, en la era de su deflación máxima, pueda escucharlos y, en consecuencia, representarlos.
Por que, en definitiva, es aquà donde el rumor se convierte en dato para su elaboración como indicador constructivo de una polÃtica pública. ¿Cómo leer el territorio para reemplazar el rumor de la oralidad, por una operación intertextual? El territorio es la superficie sobre la que el operador de paisaje reconoce la planta de la casa del relato primero; la cultura es la operación de artificialización de los residuos de la catástrofe, en el caso del segundo relato.