Sobre las Difíciles y Complejas Relaciones entre los Centros de Arte y el Aparato Estatal (2)

 

En Asunción, en el 2005, monté en el Museo del Barro una exposición de Balmes que inauguró el presidente Lagos. Se bajó del avión y se fue al museo. Esto lo hizo antes de dirigirse al hotel donde debía encontrarse con sus colegas. El presidente de Chile iniciaba sus actividades de una cumbre de presidentes, inaugurando una exposición de pintura. Pero el gesto de asistir al Museo del Barro implicaba dar un espaldarazo directo a la estrategia de trabajo del propio museo. En esto, no hacía más que seguir la senda de apoyo que sus Majestades y fundaciones holandesas y alemanas habían expresado con anterioridad. Lo cual deja muy en claro que los centros de arte independientes dependen más del apoyo externo. Mientras que el apoyo interno se ocupa de los centros culturales. Ni que se hubieran puesto de acuerdo.

 

 

Durante la Transición chilena, el propio Estado canceló la hipótesis sobre la necesidad de apoyo externo para cierto tipo de iniciativas. Como ya no había dictadura, no se justificaba que hubiese apoyo fuera de lo gubernamental. De este modo, quedó en evidencia que las iniciativas ciudadanas son en extremo frágiles, pero sobre todo, se verifican como plataformas que dependen de fondos externos. Así las cosas, los Estados podrían plantear que todo apoyo externo al desarrollo de iniciativas independientes implica una intromisión en asuntos internos. Sobre todo, porque las iniciativas independientes son, antes que nada, contra culturales. Es decir, contra la cultura de gestión política de la clase política.

El presidente Lagos con su visita al Museo del Barro manifestó un apoyo directo a un modelo de intervención de iniciativas ciudadanas. Se le puede reprochar que en nuestro plano interno fomentó la desinformación y actuó contra el sentido común artístico al instalar contra viento y marea un centro cultural que nació con falencias de sustentabilidad político-cultural. No hubo información. No hubo debate. No hubo transparencia discursiva.

Sin embargo, el presidente Lagos posee el atributo de los Príncipes. Cuando habla, fuera de esta escena endogámica que llega a empantanarlo a él mismo, es un gran conductor, un dispensador de orientación estratégica, un simulador genial, un hombre que puede fabricar su sencillez como la gran figura política que es.

El esa ocasión, el presidente Lagos saludó la presencia de Gracia Barrios. Por cierto, saludó al cuerpo diplomático, a las autoridades locales, a Balmes, y luego se dedicó a contar la historia de un cuadro. Hizo el relato de la historia de una pintura que le había pedido a Gracia Barrios para decorar su oficina cuando fue Ministro de Educación. Al ser nombrado Ministro de Obras Públicas, llamó a Gracia Barrios para devolver la pintura; sin embargo ésta no aceptó. Entonces, Lagos se la llevó a Obras Públicas. Y luego, a su oficina en La Moneda. Fue en ese momento que, dirigiéndose a la Ministra de Educación del Paraguay, bajando la voz como si fuera a pronunciar una frase que no debiera pronunciar en un espacio publico, le dice da a entender que desde ese Ministerio bien se puede llegar a la primera magistratura, provocando una risotada general que ayudó a distender más aún el ambiente.

Sin embargo, todavía no habíamos escuchado nada. Lagos prosiguió con su historia del cuadro. Comenzó a describirlo. Habló de las siluetas de Gracia Barrios, de los cuerpos faltantes, de esas inquietantes cabezas frente a las cuáles se dejaba interpelar cuando debía tomar importantes decisiones que debían afectar la vida de miles de compatriotas. Así lo dijo: cuando debo tomar decisiones importantes me dirijo hacia esa pintura que me recuerda con sus siluetas lo que mis ciudadanos esperan de mi. O algo así. Pero fue decisivo. No se podía creer. Mis amigos del Museo del Barro obtenían un apoyo político más que esperado, porque en el plano interno enfrentan la crítica solapada desde las instituciones estatales locales.

Las iniciativas ciudadanas poseen un componente que las instituciones difícilmente soportan, ya que su sola existencia señala la dimensión de la ausencia de política.

Si el Estado fuese “completo”, los ciudadanos no tendrían necesidad de manifestar sus deseos bajo formas de iniciativas constructivas que hacen visible su “incompletud”. Lo que Lagos sostuvo, en el extranjero, fue un lapsus que en la escena interna no es posible declarar. Lo convierte en un “humano” que exhibe sus fallos y los hace trabajar. Admitir que una pintura lo interpela podría ser interpretado como un gesto de debilidad. Su fortaleza reside, justamente, en edificar una posición que reconoce en la pintura un elemento inquietante que él mismo acepta introducir en el privado de su función política, porque la pintura le señala aquello que puede constituir la base de su inestabilidad. Hay pinturas que cumplen la función de presentificar en el espacio interior la amenaza simbólica del fantasma cuyo rumor produce la argamasa de la legitimidad pública.

 

 

 

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