COMPLEJO MUSEO DEL BARRO: UN CASO DE OBRA INSTITUYENTE.

Una bienal se debe a una ciudad como estrategia blanda  de inserción en la disputa por su reconocimiento como ciudad global. De lo contrario no habría tantas bienales en el mundo. Toda bienal está ligada a un modelo de especulación combinado. Me refiero tanto al aspecto conceptual como al ámbito de lo inmobiliario. Olvido el dispositivo de import/export sobre el que opera la valencia de una producción ampliada de la vanidad política. De todo eso ya se ha escrito demasiado. Frente a relativos ecos de versiones anteriores, marcados por las insignes presencias de quienes debían enseñar sus emblemas de garantía de contemporaneidad, ahora, las inversiones han sido  relocalizadas en aquella zona de retaguardia simbólica fundamental: las Américas, como noción operable a justificar entre patio trasero y retaguardia estratégica para la distribución de la industria editorial en lengua española.

Lo anterior no hace sino señalar que la palabra diferencia se pronuncia de modo diferenciado en las latitudes que corresponde. Esta evidencia banal se omite en los textos de reposición editorial. He montado esta propuesta para insistir en la diferenciación programada de superficie de recepción como política de recambio discursivo. Lo que conduce, necesariamente, a trabajar la deferencia como condición de reparación.

¿Qué se espera? ¿Qué “elaboremos” una Estética general desde la cual poder descender hacia la singularidad ilustrativa de los objetos precarios? Un cierto discurso académico hispano declara sus condiciones de enunciación normativa, indicando cómo tendríamos que operar para satisfacer las exigencias de completud de sus proyectos de validación, desde las cátedras de Estética Fundamental hasta los diplomados rápidos en Estudios Culturales y Estudios Visuales, en el seno de un mercado de gran “oferta epistemológica”.

Aprendimos sin embargo a leer muy mal a los franceses que no había que leer y descubrimos la ventaja de autorizarse desde sí mismos, como si fuéramos unos psicoanalistas no solo profanos, sino “de pacotilla”. Es decir, aquellos que leen no solo “mal”, sino que siguiendo las actitudes propias de los primeros nativos, escuchan el Verbo por un oído para proferir un Acervo (otro) por todos los orificios del cuerpo, modificando no solo las condiciones de enunciación de los efectos de lectura (consumo ritual del cuerpo de la letra) sino promoviendo la construcción de dispositivos de enunciación diferenciada.

Un museo, como ya se sabe, es como un acto de palabra. Digo: una performance instituyente. Lo lamento: solo se habla de musealidad desde la falta de museos. Hay que recordar: en las naciones americanas, en el supuesto que el Estado-Nación opere como concepto y realidad-de-los-pueblos, la formación del concepto de museo nacional sanciona simbólicamente la completación de la construcción de Estado. Museos faltos de plenitud no pueden sino ser el síntoma de la incompletud de los Estados.

En uno de los Encuentros Iberoamericanos, Eva Grinstein expuso su experiencia de diferenciación institucional en una coyuntura de crisis argentina respecto de la que se podía hablar de “colapso de Estado”. En nuestro ambiente sanitario siempre deficitario, se habla de colapso cuando se ha obstruido el funcionamiento de una estructura. ¡Vaya! La estructura no estaba preparada para acoger y dar curso a unas demandas que sobrepasan la capacidad de atención. Ya no era necesaria una “estética” de procedencia hispano-germana, sino simplemente una teoría accional simple, de esas que dan cuenta de las dinámicas de flujo en sistemas precarios de atención y asistencia social, para abordar las cuestiones relativas a la producción de arte en nuestra zona. De ahí que Eva Grinstein haya tenido que recurrir a las ficciones que sostuvieron su resistencia académica, durante sus estudios de letras y ciencias sociales en la UBA (Buenos Aires), para descubrir unas teorías alternativas y anticipativas de dicho colapso en las producciones discursivas de “nuestros finales de los sesenta”.

¿A qué apuntaba Eva Grinstein? Al simple hecho que, en nuestra zona, producir institución, en esta gran coyuntura, es ser radical. Y que, su experiencia con grupos de artistas alternativos de la península, la había hecho conocer un tipo de contra-institucionalidad que provenía de la sobredimensión providencialista de una escena que podía fabricar a su antojo, sus minorías de conveniencia. En nuestra zona, no puede haber minorías de conveniencia; hay solo mayorías excluidas del concepto de ciudadanía. En cuyo marco, la producción de institución se traduce como práctica de producción de ciudadanía.

El estudio de la experiencia instituyente del Museo del Barro de Asunción se convirtió en la simple demostración de que la  institucionalización es un trabajo de producción de infraestructura. Más que una edificación material, es un programa de producción subjetiva de colectividad que habilita la reproducción de “modos de hacer” que expanden y desplazan las fronteras disciplinares: estética, historia del arte, estudios visuales. La humedad de la selva llena de hongos las páginas de sus ediciones con eruditos y obsesivos pie de página destinados a sazonar una cazuela ya cocida. Por eso, hemos tenido que refugiarnos en una ficción llamada “estudios de campo”. Aunque su comprensión era, por cierto, pre-bourdieuana. Si bien, su contextualización nos permitió delimitar unos rangos de problemas y articular unas herramientas que habían sido forjadas para operar en otros “campos”. Estos préstamos revelaron ser de una utilidad extrema en la definición de nuestras expansiones metodológicas. Es así como descubrimos con gracia que la teoría de los campos de Bourdieu ya estaba implicada en las observaciones que Ticio Escobar había realizado en la década de los ochenta en diversos “yacimientos antropológicos” del  Chaco Boreal. Lo que no se sabe, suficientemente, es que la teoría de los campos en Ticio Escobar proviene de su formación política anterior, que lo había llevado a Chile a comienzos de los setenta y de donde tuvo que salir apresuradamente por motivos que es fácil imaginar.

En el Chile de hoy la clase política sabe demasiado bien por qué no debe tener musealidad consistente. La expansión de las prácticas de arte puede acarrear un potencial de auto-organización social que dificulte las estrategias de manejo de las vulnerabilidades sociales y políticas. De ahí que toda política de cultura se ponga como destino la formación de industria. En estos países, digamos, las musealidades no están incluidas en dichas estrategias espectacularizantes de control  de población.

Sin embargo hay que ser optimistas: una bienal es un dispositivo de aceleración de transferencias. De este modo, es mi deber exhibir en este formato la reversión editorial de un modelo de recomposición discursiva que afecta la recepción que se puede tener, en la escena española, de una experiencia límite del arte latinoamericano. ¡Por favor! No nos vayan a salir después con que trajimos  “arte chamánico” en su sentido bueysiano.  Puede ser que le atribuyamos un rol “verdaderamente” importante al chamán. No tenemos otros efectos de guerra que la memoria congelada de las intervenciones  pre-post-coloniales. En el cuadrilátero de montaje se exhibe una fotografía de un encuentro entre tribus que no habían tenido contacto con el hombre blanco y una cuadrilla de obreros de las petrolíferas. Es una foto de mediados de los años cincuenta. ¡Qué no nos vengan a hablar de “coyotes”! No estamos en la ribera del Río Grande. Habrá que distribuir un mapa de intensidades dislocadas que supere los diagramas de viaje de Iberia y su rol en la construcción del ocio peninsular. De este modo, podríamos desplegar el dispositivo del Museo del Barro hacia la cuenca semántica que habilitó la construcción, en Extremadura, del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC). Podríamos pensar que la península hay “zonas paraguayas” de desarrollo institucional. ¿Qué sería una “zona paraguaya”? Una articulación de extremos:  capitalismo de punta y capitalismo de  retaguardia. Entre medio, instituciones plenas de diversa intensidad orgánica, pero que operan por sobre la línea de flotación  identitaria. Mal que mal, se someten al juego y a la fricción de los capitalismos autonómicos en expansión extra Comunitaria. Todo bien.

En la abundancia de Estado las experiencias límites están directamente vinculadas a la noción de infracción (razonable).  En cambio, existen formaciones sociales en las que una iniciativa de institucionalización produce infracciones en el propio aparato estatal. No me he cansado de repetirlo: no es lo mismo y no es lo mismo. O sea, trabajar de curador o director de museo en una formación social vulnerabilizada, que operar como agente de gestión curatorial para las ficciones orgánicas de completud Comunitaria o Anglo-estadounidense, aunque pasen por el descalabro de la mediterraneización de un debate ya nordificado en el imaginario de la política de las nociones.

El arte en la época de la hegemonía socialdemócrata resulta ser tan solo la continuación de la política por otros medios. Para nosotros, desde posiciones institucionales fragilizadas por los efectos locales de la hegemonía socialdemócrata referencial, ciertas prácticas artísticas sostienen la posibilidad de pensar en la ciudadanía, como respuesta a la defección de las ciencias sociales,  convertidas en productoras de insumos para la industria de la gobernabilidad.

Vamos al punto: la propuesta denominada “Complejo Museo del Barro / Obra institucional” apunta a demostrar la existencia de una plataforma de resistencia ética, formal y política, en una zona de práctica curatorial minoritaria, que combina diversas experiencias de rearticulación discursiva en el cono sur, abordando el análisis de  escenas disímiles, tanto si comparamos formaciones artísticas en países determinados, como si dentro de dichos países tomáramos en consideración sus propias escenas locales-locales.

No hay otro modo más eficaz de trabajar la pregunta “¿de quién soy contemporáneo? ¿con quién vivo?” que tomar como punto de amarre un viejo artículo de Ticio Escobar aparecido en una revista de antropología editada en Mendoza (Argentina) a comienzos de la década del noventa. Su título “El mito de la dominación en el arte” escrito hace quince años se articula con los propósitos de Francesc Torres, respondiendo al dossier Arte y Política preparado por Exit Express en el mes de octubre del 2006, donde señala que “el arte contemporáneo es el arte oficial de la socialdemocracia y de la derecha política occidentales”.

El párrafo con que el editor de la revista destaca el artículo de Ticio Escobar resulta de una utilidad sorprendente para nuestro cometido: “El destino del arte popular, sus relaciones conflictivas, con las formas eruditas y oficiales, su capacidad de réplica y creatividad, son temas que desvelan al autor”. Ticio Escobar lleva décadas desvelado. Él en los noventa estaba más orientado a las artes populares. Pero esto le venía desde sus investigaciones de campo sobre “la belleza de los otros”. De todos modos, desde el arte popular y el arte indígena forjó su posición para sostener un discurso sobre el destino del arte contemporáneo que se construye en las antípodas metodológicas de lo que sostiene Francesc Torres. No es que desmienta la posición de éste último, solo que descubro en el texto de Francesc Torres la confirmación de la decisión de traer este trabajo a la Bienal de Valencia, cuya trama sustentable se localiza en este artículo de Ticio Escobar para la revista de Mendoza. Más que nada, en la medida que hago jugar a este envío el mismo rol que Ticio Escobar le atribuye en esa coyuntura al arte popular, en sus relaciones conflictivas con las formas eruditas y oficiales; es decir, con una bienal, hoy. Justamente, el arte popular como plataforma discursiva nos permite apelar a la embrollada imbricancia de diversos tiempos históricos, donde muchas formas culturales, pero sobre todo formas artísticas, cabalgan firmes entre uno y otro lado de una historia de transferencias.

Hay otra cosa: la conexión entre la formación artística paraguaya y el modernismo brasilero, a comienzos de la década de los cincuenta, cuando se inventa la Bienal de Sao Paulo. El primer envío paraguayo se realiza a bordo de un avión de la fuerza aérea brasilera, como efecto de contemporaneidad de la Misión Brasilera en Asunción, a cien años del ingreso a esa capital del contingente  del duque de Caxias. No está del todo mal poner en relación estas situaciones, porque siempre hay un factor que podemos designar bajo el nombre de Duque de Caxias, en el arte contemporáneo. Esta relación debe adquirir una forma de visibilidad en la Bienal de Valencia del 2006, que articula el eje de la propia XXVII Bienal de Sao Paulo. A la hipótesis de “¿Cómo vivir juntos?” se responde con la prótesis de “¿Quién es mi contemporáneo?”.

Ticio Escobar sostiene en este artículo al que hago referencia, que la utilización del concepto de hegemonía sirve para cuestionar el supuesto de que lo dominante puede ser considerado como una fuerza todopoderosa, capaz de cubrir todos los espacios y devorar todo lo que se ponga por delante. Es decir, señalo la importancia de haber insistido desde comienzos de los noventa en el empleo de una prótesis gramsciana para analizar, en la víspera de la celebración del Quinto Centenario, la situación del arte como el único espacio no oficial posible en una escena paradigmática, como la paraguaya, donde se combina la contemporaneidad de lo a-capitalista (arte indígena), con lo pre-capitalista (arte popular) y capitalista (arte contemporáneo). Lo que no aparece en este recuento es la contemporaneidad de la piratería como efecto del hiper capitalismo invertido en la zona de Ciudad del Este, como plataforma extra nacional de acumulación acelerada. Entonces, el Paraguay es un laboratorio social y político en que las formas de dominio no emergen como una casualidad histórica, sino como necesidad extrema del propio aparato de acumulación. Es evidente que ciertas formas precapitalistas de desarrollo son necesarias para una reproducción equilibrada del sistema. En el terreno del arte contemporáneo, la ausencia de políticas estatales responde a la necesidad que las élites poseen de convertir directamente sus gustos privados en políticas públicas. En sociedades más socialdemocratizadas esta conversión cuenta con mediaciones extremadamente diversificadas.

La base del análisis de Ticio Escobar supera el maniqueísmo de la dupla centro-periferia que alcanzó un sorprendente éxito analítico en la década pasada. El trabajo que ha realizado sobre la superposición estratificada de tiempos productivos, en la articulación de las áreas del arte popular, arte indígena y arte contemporáneo, permite sostener hoy día una plataforma de análisis similar, pero desplazada hacia las relaciones institucionales del arte contemporáneo bajo hegemonía socialdemócrata.  El precio que debemos pagar por ingresar en posiciones de prestigio en el seno de los mercados de las instituciones culturales metropolitanas es el que han experimentado las antiguas “formas tradicionales”, a las que se perdona la vida en la medida de su adaptación al mecanismo general del sistema. Lo que un envío de esta naturaleza trabaja, entonces, es nada más que una adaptabilidad expandida, de negociación no traumatizante.  Desde este punto de vista, la resistencia artística en los países en que se combina de manera brutal periferia y centralidad, estudia el modelo de producción  social de un industria cultural que opera sobre vastas zonas de cultura popular. De este modo, la estrategia de formación de este envío ha sido el comportamiento ambiguo del arte popular y su fecundo carácter conflictivo, que corre el riesgo de perder su coherencia y oscurecer su comprensión, llegando a configurar un mundo residual y sin fronteras donde las producciones subjetivas del pueblo se mimetizan y se protegen asumiendo formas híbridas que crecen más allá del control que pudieran ejercer las instituciones de vigilancia cultural.

La base del envío es el diagrama del montaje, distribuido en un rectángulo de diez metros por doce, con aperturas en sus ángulos, pero proporcionando la disponibilidad de cuatro muros sobre los que serán dispuestas las siguientes piezas: un mural de Carlos Colombino, cinco o seis trajes ceremoniales chamacoco, una centenar de máscaras de madera y las pinturas de Núñez Soler. En términos estrictos, cada pieza es el complejo sensible que relata las condiciones de articulación de un espacio ceremonial.

Las piezas provienen de las colecciones del Museo del Barro, de Asunción. Originalmente, se constituyó como un Centro de Artes Visuales. Pero este centro abandonó su condición y se transformó en un receptáculo de piezas de diverso origen, dando pie a lo que podría denominarse un “gabinete de curiosidades”, en el que piezas de arte indígena eran guardadas junto a piezas de arte popular, a impresos populares del siglo XIX, a libros raros, a trozos de encajería del siglo XVIII, esculturas jesuíticas policromadas, máscaras rituales, grabados contemporáneos, pinturas, fotografías de guerra, por nombrar las más significativas. Sin embargo, hubo un hecho que impidió que este conjunto se estatuyera como un simple “gabinete de curiosidades”. Lo que demuestra que un conjunto de colecciones reunidas no hacen un museo, sino el guión que las conecta, que las relaciona, que las convierte en una institución de enunciación. De este modo, la obra del propio Carlos Colombino se pudo leer como condición de lectura de la malla relacional que el resto de las piezas autorizaba. Este envío no es más que la trasposición de este gesto inicial.

La pieza mural de Carlos Colombino es una gran xilo-(picto)-grafía. Pone en escena más de cuarenta años de trabajo y obliga a remitir su factura a la historia de la mirada que el propio Colombino fijó sobre una matriz xilográfica y “descubrió” un uso desplazado. La escena tenía lugar en el taller de Olga Blinder. La exhibición de la matriz en cuestión bastaba para dar cuenta de la imagen. En la base de su “descubrimiento” hubo una abstención, una renuncia a la tecnología del traslado, una reversión del dispositivo del grabado, una regresión territorial que daría nacimiento a un vocablo: xilo-pintura. Desde entonces, la práctica pictórica de Colombino se afirmó transgrediendo las leyes del oficio del grabador esencial.

La escena en el taller de Olga Blinder ya estaba preparada. Colombino revierte la transferencia informativa de Livio Abramo, desde un comienzo, a través de la negativa a reproducir la copia de su enseñanza, que puede ser tomada como sinónimo de una transferencia directa del modernismo brasilero. Colombino trabaja el rencor histórico y lo  convierte en fuerza de una resistencia cultural que adquiere rasgos tan elaborados como la retórica paródica del Kamba Ra’Anga. Como se sabe, Abramo se instaló en el Paraguay para ser atravesado formalmente por la geometría sensible que sostiene la ornamentalidad pesada y compleja de la cestería indígena. Pero la posición formal de Abramo implicó realizar un salto por sobre la estética  de la recuperación republicana. Colombino, en ese sentido, puso sobre la mesa la cuestión de la merma propia de las copias y regresó a la reconstrucción de las readecuaciones ya mermadas de la transferencia colonial. En ese sentido, Abramo blanqueó el siglo XIX y la guerra contra la Triple Alianza. Colombino no hizo más que hacerlo recordar en todo momento.

Desde sus primeras obras, en las que  manifestó una evidente referencia al naturalismo caótico, se fue deslizando hacia obras de figuración en las que la naturaleza imprimió su carácter, dando lugar a imágenes caóticas dotadas de una tasa mínima de  reconocimiento. El aparente naturalismo de los comienzos resultó ser una vía desviada para abordar la crítica política por la pintura, de una situación jurídico-política represiva. Es así como el naturalismo de fines de los años cincuenta dio paso a un “culturalismo” extremadamente historizado  que tomó luego direcciones múltiples, pero hilvanadas por el procedimiento y fortalecidas por las referencias sostenidas a instancias de soporte.

En el mural que se ha dispuesto, las erupciones retenidas de figuración deformada remiten a las alteraciones experimentadas por un plinto que en sus modificaciones evoca el malestar de sostener eso que debiendo estar sumergido, sin embargo emerge, inestable,  sobre la plataforma; tan inestable que requiere de apuntalamientos y amarres para sostener la erupción bajo una forma terminal determinada.

Colombino talla todos los detalles de sus figuras (mentón, boca, nariz, ojos cerrados, frente) para proporcionar un carácter de masa relativamente informe a cabezas que emergen apenas desde un volumen de loca geometría, sin boca, los ojos cerrados o cosidos, como si fueran esculturas de seres no nacidos o nacidos-muertos. Debo señalar que Carlos Colombino es, además de pintor, autor de un libro: Kamba Ra’Anga (Las últimas máscaras). Por cierto, qué duda cabe, la casa editora es el propio Museo del Barro. El museo opera, en este terreno, como habilitador  de un determinado “régimen de las artes”. De ahí que este Complejo adquiere carácter “regimental”: pienso en Huarte de San Juan. De este modo, un “régimen textual” como éste no sería más que un complejo articulado de industriosidades indefinidas, pero que están próximas a saberes menores reunidos en una “caja de herramientas”, de un mecánico o de un bricoleur. Era la  palabra que faltaba para convertir al Complejo Museo del Barro en una nota organizacional en un nuevo capítulo de Ciencia de lo Concreto. De tal manera, Rancière acude a nuestro auxilio para declarar, según nuestra conveniencia argumental, descontextualizada como tiene que ser, que un “régimen de las artes” consiste en “un tipo específico de vínculo entre modos de producción de obras o prácticas, formas de visibilidad de estas prácticas y modos de conceptualización de unas y otras”.

El Museo del Barro se valida como un Complejo, en la medida que produce este vínculo en una zona donde no hay historiografía consistente, afirma prácticas de documentación y de archivo donde no existen fuentes primeras para la construcción de dicha historia, así como formaliza la visibilidad de prácticas artísticas que dan cuenta de un “arte de la organización” de dispositivos  portadores de potencias que expanden los límites del espacio artístico. Es decir, configura por sí solo la figura de un examen de ingenios para sobrevivir en los tiempos de(l) cólera, cabalgando entre un diccionario de autoridades del arte contemporáneo y las descripciones iconográficas de los emblemas. (De Saavedra Fajardo, por cierto). Más de algún analista-trapero me remitiría a la “enseña” de Gersaint, como modelo perentorio de marchand, en una coyuntura de reposición identitaria.  Grave: un cuadro en el que se reproduce la escena del embalaje de un cuadro, como quien introduce la marca de ese rostro representado en el ataúd que le ha sido destinado. ¡Esa es una enseñanza estratégica! Pero que se resuelve en una lucha táctica entre Velázquez y Watteau. ¡Quién lo iría a pensar! Las monarquías se lo disputan en el terreno del retrato emblemático. De este modo, Colombino sustituye el pincel por la gubia corto-punzante, para trasladarse del campo léxico del arte al del las ciencias criminales y rendir un homenaje a Bertillon sin tener que pasar por la fotografía policial. Porque para lo que hay que retratar, ya ha habido un soporte de representación que lo fija a un pasado en que peligró la condición de reproducción de los nombres. Y eso estaba grabado. Literalmente. En madera.

Lo anterior nos enseña la política instituyente de Carlos Colombino: ¿de qué trata este libro sobre “las últimas máscaras” que serán materialmente dispuestas en uno de los muros del cuadrilátero de montaje?  De las supervivencias de manifestaciones populares del interior del país, en las que ya se ha olvidado el contenido original por quienes hoy las realizan; “son lejanas formas que se cargan de nuevas razones o que continúan degradadas o desprovistas de la antigua fuerza que le otorgaba su raíz vital, su entronque con la historia, su poder de aventar los temores colectivos y de convertirlos, con el acto mágico de la puesta en escena, en una obra de arte”.

En el siglo XVIII se inició en Asunción la fiesta de la Rua, festividad de origen hispánico parecida a un auto-sacramental. Ya en esa época los cronistas se asombran de la sobrevivencia en América de esta fiesta en la que participan kamba ra’anga, guaikuri, turcos, moros y húngaros. El kamba ra’anga es un individuo que se presenta disfrazado de negro, con trapos y ropas viejas. ¡Uf! Anticipación del artista-trapero y del cajón de sastre como un método clasificatorio débil.  En algunas ocasiones, es un individuo que viste ropas femeninas y lleva el rostro cubierto con una máscara.  El arte corporal ya estaba inscrito en estas comunidades que montaban las escenas de reparación simbólica en dominios desprotegidos.  Se trata, entonces, de blancos o mestizos disfrazados de negros, que en el desfile de la rua precedían a los guaikurú. La palabra kamba designa al enemigo. Es decir, a los enviados negros que preceden la llegada de los bandeirantes.

Colombino trabaja la figura del kamba ra’anga como sinónimo de otra figura amenazante, que corresponde a la del pombero. Esta palabra proviene del “pombeiro”, que ocupa el Paraguay de manera sucesiva desolando las Misiones Jesuíticas a la caza de indios destinados al comercio de esclavos. El indio tiene un terror pánico al “pombeiro”, que es una adelantado de los bandeirantes. De tal manera, Colombino escribe un libro sobre estas figuras para montar una ficción crítica destinada a situar las relaciones del propio arte paraguayo con las determinaciones modernistas brasileras, tipificadas  como kamba, enemigo, en todo caso, amenaza, frente a la cual, las formas artísticas se recargan de nuevas razones degradando las determinaciones de ese modernismo referencial.

La genealogía de la figuración del mural de Colombino se remonta al kamba ra’anga como un modelo de la reversión hospitalaria que define el trato con el “otro”, con la amenaza, venga de donde venga. Es más: la teoría política de Colombino se asienta en el modelo del kamba ra’anga. Justamente, el libro fue editado en 1989. Un año antes de la publicación del artículo de Ticio Escobar en la revista que he mencionado. Pero la investigación fue realizada en forma paralela en 1985 y 1986, con el propósito de poner en orden el conocimiento que el propio Colombino tenía de las piezas. Por esta razón, el libro de Colombino-historiador-trapero no es el compendio de un capítulo sobre artes populares, sino la evidencia de la dependencia estructural que el arte contemporáneo del Paraguay sostiene, tanto  respecto de las artes populares como de las artes indígenas.

La fiesta de la Rua viene a ser recuperada por Colombino como un modelo de crítica política montado desde el empleo de prácticas hispanas residuales que en su pervivencia permiten armar la ficción de  resistencia con el arma  de la parodia.

Desde ya, lo primero que recupera Colombino es la deformación ostentatoria de esas máscaras. De algún modo, realiza una investigación en la que asume el papel del erudito que necesita exponer los fundamentos sobre los que se sostiene su sarcasmo político, cuya historia se remonta a la pintura que realiza en los 60’s. En 1983, en cambio,  su memoria de lo grotesco ha habilitado el paso a una dureza formal que reproduce condiciones iconográficas que denotan una gran fragilidad institucional. La reivindicación del Kamba Ra’Anga como “procedimiento cultural” remite a la existencia de su propio trabajo como productor institucional.

Este mural se arma como dos placas superpuestas: un fondo violentado, sin uniformidad, con gruesas marcas de incisión salvaje; una primera capa lisa, uniforme, que reproduce en relieve el dibujo marcado por la acción regular de  la gubia. El fondo de la memoria ha sido domesticado por una figuración que a nivel del dibujo, su masa gráfica reproduce la condición de un pedestal que sostiene un busto extremadamente rebajado, al punto de sumergirse parcialmente en él. ¿Desde cuándo se ha visto que los bustos se incrustan en el pedestal? Lo único que expresan es una imposibilidad de alcanzar una figuración completa. Una especie de retrato a medio camino que pone en crisis la noción de despiece de la efigie.  Lo cierto es que se trata de una representación de la talla ilusoria de un pedestal, que de esa manera escapa a su petrificación. Esta viene a ser la puesta en escena gráfica más exacta de lo kamba (enemigo).

Stroessner es depuesto en 1989. El pedestal se yergue como una urna que difícilmente contiene el cadáver. Por eso está marcado por fisuras que amenazan con dejar libre la representación del cuerpo referido. Lo que emerge  como  una disolución de la representación de un retratado se acerca a la máscara que en las sociedades primitivas cumplen un papel profiláctico y curativo: “sirven para curar los síntomas y también para ahuyentar, para expulsar al enemigo que trajo el mal” [1].

Una curaduría es un modelo editorial complejo. El mural de Colombino y el muro de las mascaras kamba señalan un momento de densidad institucional específico en la construcción de la contemporaneidad de la escena artística del Paraguay. Esta es una escena en que las instituciones nacionales aparecen exhibiendo un tipo de fragilidad que no debe ser leída como fatalidad. Por el contrario, se trata de construcciones institucionales buscadas para reproducir un sistema precarizado desde la partida. La Misión Brasilera no debe ser entendida como el momento desencadenador de una escena moderna, como extensión colonial regional. La existencia del trabajo realizado por el Museo del Barro, convertido en Complejo acelerador de transferencia artística, afirma una recomposición discursiva desarmando los criterios de escritura de las historias académicas; es decir, las que se escriben como réplica tardía de las epopeyas del vanguardismo europeo en tierras lejanas. Esto es lo que se ha venido verificando como desfases, en el nivel del discurso, entre modernidades metropolitanas y modernidades periféricas, en cuyo diferimiento éstas últimas  tuercen el sentido originario señalado por las primeras.

El propio Carlos Colombino se encarga de montar la importancia decisiva, como distorsión estructurante,  que posee un fragmento de historia popular en la construcción de su ficción pictográfica.

Ahora bien: en el primer capítulo de su libro “El arte fuera de sí”, editado en el 2005, Ticio Escobar sostiene la existencia de sujetos “sub-periféricos”, sectores populares, suburbanas e indígenas “que no pretenden imitar o construir versiones particulares de las señales euro-norteamericanas, sino proseguir sus propios caminos históricos, generalmente de origen tradicional (colonial o prehispánico), y asumir con naturalidad que las oscuras razones del tiempo los llevan, cada vez con más frecuencia, a internarse en territorios regidos por códigos modernos (códigos económicos, sociales, culturales, estéticos). Es decir, a estos colectivos  o a estas personas no les desvela la preocupación de ser modernos, pero tampoco la ansiedad por conservar la “autenticidad”. Ni les incomoda conservar, obstinadamente, formas arcaicas cuando mantuvieren ellas vigencia”. Y agrega. “Las atrevidas incautaciones que hacen ciertos sectores populares de la compleja iconografía de la modernidad ni implican la adscripción al programa moderno, ni mucho menos, la afiliación a principios vanguardísticos o el reconocimiento de la autonomía de lo estético. Los artistas populares no conciben sus producciones como secuencias de una historia linealmente ordenada: toman directamente las figuras necesarias y las insertan en el curso de un camino diferente, el propio, y a la altura de tiempos distintos”.

Para los efectos de la concepción y producción editorial de la obra “Complejo Museo del Barro / Obra institucional”  he tomado en cuenta dos escenarios: el primero, la producción de la obra de Carlos Colombino; el segundo, el modelo designativo de los kamba ra’anga, en el límite de las artes populares.

Debo recurrir a otros dos escenarios suplementarios: Núñez Soler y el debylyly. Tal como señala el diagrama de montaje, la presencia de un pintor imaginero aparece conectada a  un ceremonial indígena. De todos modos, ya hemos saltado de un ceremonial popular como la fiesta de la Rua para reforzar el poder del rito. Y por otro lado, se ha establecido una línea de trabajo entre dos artistas: Colombino y Núñez Soler, en que el primero protesta contra la amenaza ominosa del modernismo brasilero y el segundo es trabajado por Ticio Escobar, como un caso ejemplar en que “ciertos artistas urbanos o suburbanos cuyas sensibilidades se encuentran fraguadas en matrices populares, aunque sus obras lleguen a circular en las instituciones cultas del arte”. Ignacio Núñez Soler, en efecto, creció sin ningún contacto con el desarrollo de la modernización  artística, mientras Colombino -lo repito- tuvo que soportar un exceso de referencialidad modernista.

¿Qué es lo que amarra estas articulaciones? La representación de los rostros: solo que en el caso de los trajes chamacoco, las cabezas están cubiertas. En las máscaras, en el mural de Colombino y en Núñez Soler, el retrato resulta ser simplemente un atributo cartográfico.

Roberto Amigo, crítico e historiador argentino ha insistido en el hecho de que  “Núñez Soler se torna artista cuando el anarcosindicalismo ha sido desplazado de cualquier posibilidad de hegemonía como organización  clasista por el comunismo desde fines de la década del veinte” [2]. La pintura resulta ser una actividad simbólica que repara una derrota política. Es a través de la práctica de producción “imaginera” que Núñez Soler va a realizar muchos retratos de personas a quienes respeta: “El conjunto, que lleva el título general de Mis personajes, integra dos series, compuestas a su vez de muchos cuadros cada una. La una se llama Pensadores, sociólogos, escritores, maestros, oradores y sindicalistas; y la otra, Hombres y mujeres que se destacaron como artistas en el arte de la pintura en el Paraguay desde 1890 hasta 1971” [3].

Los personajes aparecen alineados como si fueran parte de un fichero, de un inventario fisiognómico realizado de acuerdo a criterios que desafían las continuidades temporales, de un modo similar a cómo se ha montado en el Museo del Barro un muro completo de máscaras kamba ra’anga. De este modo, los retratos de Núñez Soler, en el terreno de la reparación personal, son el anverso de la amenaza representada por el  pombero. En este sentido Ticio Escobar sostiene que “convocados por el artista desde sus diferentes tiempos y lugares y, como piezas de un collage o las efigies de un álbum fotográfico, los anónimos o prominentes retratados son destinados a compartir un lugar y coincidir para siempre en un tiempo abierto sólo para resguardar sus renombres reales o soñados” [4].

La diferencia de tiempos y lugares comprime las percepciones locales de las prácticas de arte contemporáneo y devuelven sus efectos orgánicos para una lectura institucional diferida.  Los últimos sobrevivientes tomáraho huyen de la explotación de los obrajes e inician su sedentarización forzada para volverse agricultores. Núñez Soler huye de las determinaciones del comunismo partidario para resistir al sedentarismo de la política a través de la pintura como síntoma de su derrota. La propia pintura adquiere un carácter ritual para conjurar la amenaza. Los tomáraho continúan representando sus ritos que pertenecen a un estadio anterior de producción subjetiva. Realizan una ceremonia de cazadores y sostienen un andamiaje simbólico en un mundo que les resulta estructuralmente adverso. Al respecto, la reciente historia de los ebytoso demuestra la implacable desaparición del ritual cuando el grupo es diezmado simbólicamente por los misioneros y por la explotación de mano de obra que los ha convertido en sombras de una historia. Las enseñanzas que estas experiencias proporcionan a las prácticas de arte contemporánea no son menores. Cuando un grupo logra conservar un espacio de producción significante, puede reconstruir un imaginario social que incorpora las nuevas condiciones, reacomodando el culto, adaptando las explicaciones de los orígenes y empleando otras figuras para denominar nuevas situaciones.

Desde esta perspectiva, la cuestión no radica en conservar o proteger, incluso integrar el arte popular o el arte indígena, sino en convertirlos en plataforma de reposición de sus existencias, como factores indicativos de una producción formal que pone en tela de juicio las propias condiciones de producción de los imaginaros locales. El arte contemporáneo en la escena paraguaya es un paradigma de bolsillo que permite habilitar la desconfianza estructural que podemos proyectar, en el resto del sub-continente, sobre las producciones institucionales de sociedades que viven las ficciones de su completud.

Frente a la amenaza espectral de la completud museal, de referencia europeonoramericano, las experiencias de campo de la escena paraguaya permiten levantar y sostener experiencias de sobrevivencia como hay pocas. Si hay algo que debe ser reivindicado, en este terreno, es esta noción de experiencia de campo. Es allí donde nace la experiencia de los antropólogos, que deben depender del poder de narración de los informantes. Estos, en posesión desigual de varias lenguas, relatan a los investigadores lo que éstos desean escuchar, porque no saben nada nuevo más que lo que aquellos  necesitan confirmar.

La existencia en Asunción de un dispositivo ritual denominado  Museo del Barro, pero que alberga un Centro de Artes Visuales y la Fundación Migliorisi,  configura una anomalía instituyente que ha sido preciso tomar en cuenta como un modelo flexible de Obra Institucional. Esto significa atribuir a la acción sistemática de edificación de una alternativa práctica de recolección, acopio, clasificación, disposición y disponibilidad de colecciones diversas, el rol de Obra Instituyente. Asunción, en este aspecto, es un “más-que-Asunción”, puesto que se ha convertido para quienes realizamos un trabajo crítico en la producción de infraestructura en un precedente que posee unos efectos metodológicos que apuntan a convertirse en efectos de política pública, tanto en el dominio de los archivos como de la clasificación de nuevos espacios de conocimiento.

En la vitrina del cuarto muro del montaje en sala, serán dispuestos cinco o seis trajes ceremoniales que son utilizados entre los ishir en la gran ceremonia anual llamada debylyby. Esta gran ceremonia  renueva las condiciones de los pactos sociales. También tiene que ver con el duelo. Es decir, pacto social y duelo se anudan en una ceremonia de conjuración extremadamente compleja, en que los varones se visten con prendas de mujeres, para así engañarlas ocupando el lugar de los dioses que ellos asesinaron. Sin embargo cuando estas prendas y utensilios domésticos ingresan al espacio del harra, la escena ceremonial, dejan de ser bolsos y esteras y pasan a ser  ostentosas piezas de una indumentaria ritual. Esto quiere decir que partes de esta indumentaria se llenan de woso, esa extraña y potente energía que puede ser adversa o propicia y que los arranca de su banal facticidad.

El guión referencial relata la escena de Ashnuwerta, la diosa del resplandor rojo, señora de los anábsoro, cuyo nombre conviene en lo posible no pronunciar y que encarna la mediación, el desdoblamiento y la identificación. Ashnuwerta introduce los cánones y los códigos que rigen la convivencia, los tabúes, las formas del rito y las prohibiciones. Si con la restricción surge el deseo, con el deseo, el arte, la cultura. Aquí emerge el rol del personaje Nemur, que significa el complemento y la contrapartida de  Ashnuwerta. Si ésta representa el papel benefactor de dar la palabra e instaure la Ley, recalcando la mediación, Nemur marca el momento del castigo ante la norma violada; es el gran administrador del castigo, el portador de la tristeza, el vigilante del tobich, que es el espacio ceremonial, el centro iniciatico donde se localiza la sede del mito, la casa del verbo.

La maldición de Nemur es aquella mediante la cual éste le recuerda a los ishir que, pese a haberse desembarazado de sus dioses, “quedaban obligados a ocupar sus lugares y suplantarlos en el rito para no olvidar las oscuras razones del pacto social ni perder el rumbo incierto del sentido”.

He mencionado de manera forzada y libre ciertas nociones que provienen de los trabajos que Ticio Escobar ha elaborado a partir de su experiencia de campo, transmitiendo los relatos de los shamanes, poniendo en riesgo su posición de “interpretante”, asumiendo su condición de exhibirse en la escena de la enunciación como un traductor ritual que modifica el sentido de la lengua de partida en sus negociaciones  con la lengua de recepción. El tobich es el espacio de los iniciados en el arte contemporáneo que producen la necesidad de la escena ceremonial de la crítica y del montaje museográfico, para sostener un guión confeccionado a la medida simbólica de la institución convocante. No se participa en una bienal como “obra (re)forzada”, sino a condición de dejar establecido los términos de la producción de forzamiento.  LA diosa de las prácticas sociales tiene como contraparte al Nemur que vigila el cumplimiento del pacto social, cuyas oscuras determinaciones  encubren el acceso al harra, como metáfora de las definiciones del arte contemporáneo.

Para terminar, solo queda señalar que este montaje se legitima en la medida que hacemos operar sus piezas como núcleos generativos de producción de relaciones que dan lugar al montaje de instituciones de archivo, en una escena donde el olvido y el escamoteo de las huellas resulta ser la condición del dominio simbólico de las poblaciones sub-alternas a las que se arrebata cada día su práctica de producción de ciudadanía.


NOTAS

1 Jean CLAIR, Elogio de lo visible, Seix Barral, 1999, página 166.

2 Roberto Amigo, “Guerra, anarquía y goce” (Tres episodios de la relación entre cultura popular y arte moderno en el paraguay), Centro de Artes Visuales / Museo del Barro, Asunción, 2002, página 38.

3 Ticio Escobar, “Ignacio Núñez Soler”, Banco Alemán, Asunción, Paraguay, 1999, página 25.

4 Ticio Escobar,  ibid., página 26.

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