MANUFACTURAS DE LA POSE Y ARTIFICIO DEL PAISAJE EN LAS OBRAS DE MÓNICA BENGOA, BETTINA BRIZUELA, CLAUDIA CASARINO Y FRANCISCA GARCÍA.
Justo Pastor Mellado
Diciembre 2002

Mónica Bengoa, Bettina Brizuela y Claudia Casarino han realizado trabajos que ponen en escena la autorepresentación de los cuerpos. Francisca García, sin embargo, fija un “paisaje de mesa”. Estas cuatro artistas, chilenas y paraguayas, entablan estrechas relaciones de interlocución en las bienales del Mercosur (Porto Alegre), marcando un bloque de trabajos que se está haciendo ineludible en la escena emergente del cono sur. Para esta exposición en el Museo del Barro (Asunción), han trabajado sobre los códigos de adiestramiento de la representación. Pero, de una representación post-puesta. Bengoa y Casarino se ponen, como sujetos, en la propia escena de la enunciación. La primera, en posición de “lavandera”, la segunda, en disposición de retoque de la pose de acompañamiento. En efecto, su pose afirma el polo invariable de la composición, mientras la pareja variable sostiene la amenaza fantasmal de las variantes fisiognómicas que alteran la percepción de una continuidad afectiva. Bettina Brizuela se abstiene del “crimen” de autopresentación, para disimular el objeto de su declinación mediante la captura de una disponibilidad que impide el reconocimiento facial. El “detrás” vestimentario pasa a configurar una facialidad desplazada, marcada por el apego al animal que parece conducirlos. Brizuela “fabrica” dos ciegos, apuntalando la pose mediante la mención simbólica a un emblema pictórico, el perro, que los conduce “hacia adentro” del cuadro; es decir, hacia el polo opuesto de la fuente de poder que “ilumina” la superficie del soporte fotográfico pegado a la caja de luz.

Hay algo decisivo en estos tres trabajos: “grandeur nature”. Estas palabras ajenas pero que designan una escala, permiten introducir, mediante un forzamiento lenguajero –“grandeur (de la) nature”-, el trabajo de Francisca García. Esta es la única obra que ha deportado la vegetación artificial a una fotografía del paisaje, para formar un dispositivo nuevo, que reproduce la maqueta de su representación diferida. La fotografía se delata como “zona protegida” (reserva artificial de la memoria del paisaje). Brizuela difiere, por su parte, la presentación de su cuerpo para representar la fuga de la identificación. Bengoa, en cambio, fija el pliegue de su cuerpo y repite una pose de lavado para ensayar el distanciamiento del dispositivo de reflejo doméstico, concentrado en la tangibilidad de una prenda que debe ser frotada-estrujada, como la imagen de si. Casarino, por el contrario, fija la facialidad trasvestida con el propósito de restar credibilidad a la lógica de las afinidades sustitutas. La variabilidad de la compañía asegura la obsesión de permanencia. No solo en la fotografía en cuestión, sino en el espacio de exhibición. En este lugar de cruce del arte indígena/popular/contemporáneo, el gesto de estas expositoras responde a una interpelación distintiva y de género, que las hace compartir un acuerdo de trabajo sobre el andamiaje de su propia posición, de escepticismo y desconfianza en las ortopedias visuales que consolidan los roles imaginarios implícitos en la manufactura de la pose.

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