Cambio de aceite (3).
Justo Pastor Mellado.
Marzo 2003

“Cambio de aceite” se enfrenta al poder de narrar del MAC. El poder de narrar de un museo lo define su planta, su justicia distributiva y la designación de sus espacios emblemáticos. En este aspecto, “Cambio de aceite” no alcanza a tener el espesor que la narración espacial-conceptual del MAC sostiene. Una exposición como “Frutos del país” tampoco estuvo a la altura, sabiendo todos que se trataba solo de una estrategia de promoción de matrículas para el magister de Artes Visuales. Que nadie se engañe. Pero “Cambio de aceite” hace visible, en la fragilidad de su guión, la determinación en ultima instancia de la poética de su espacio.

Debo adelantar que esta línea de análisis me ha sido sugerida por Antonio Silva, artista, quien fuera como estudiante, ayudante en mi curso “Textos de arte”, que impartí hace algunos años cuando era funcionario universitario. Antonio Silva es autor de un más que sugerente texto sobre las estructuras elementales del parentesco pictórico de Adolfo Couve, que el libro escrito por su “viuda académica” no podía, conceptualmente, asumir.

Antonio Silva me ha hecho ver que el poder de narrar del MAC está determinado por el nombre de las salas. Pues bien: “Cambio de aceite” ha quedado sobredeterminada, en la lógica de sus junturas, por cada una de estas denominaciones.

Veamos: Sala Valenzuela Llanos (Natalia Babarovic, Pablo Langlois, Manuel Torres); Sala Pedro Lira (Voluspa Jarpa, Jo Guilisasti, M. Victoria Polanco); Sala Pablo Burchard (E, Mathei, P. Jorquera); Sala Marta Colvin (J. E. Gabler, F. Valdés); Sala Juan Fco Gonzalez (Carlos Altamirano, Catalina Donoso, M. Elena Cárdenas); Sala Marco A. Bontá (S. Benmayor, Bororo, O. Gatica).

Entonces: cada nombre de sala, en la diagramaticidad referencial del estatuto pictórico que la designa, parece legitimar las junturas de obra dispuestas para cerrar el enunciado. Como si cada juntura de obras dependiera, en su inscripción, del poder de narrar de las designaciones patronímicas, como fondos de referencia filial. De este modo, debiéramos convenir que Valenzuela Llanos garantiza la juntura prescrita. Pero este argumento puede ser invertido de manera optimista, para poder concluir que, finalmente, cada juntura interpela las nominaciones de sala, que representan el universo de la tradición. Pero en ese combate, ya la obra de Dittborn o de Leppe, en los ochentas, la desarmaban con mayor radicalidad. Al parecer, no se puede ser tan optimista al respecto. Salvo que se reivindique, como el único artista histórico, que pasa por lo que “Cambio de aceite” llama “vanguardia”, a Carlos Altamirano. Es decir, “Cambio de aceite” lo usaría para demostrar que ha ganado un “transfuga”. Pero ni siquiera. Su obra ya ha interpelado el gesto de Juan Fco. González, como anómalo pintor clasemediano, perseguido por el oligarca Pedro Lira. Y acá, se presenta con una obra paródica que se desmarca de todos, permitiendo un aumento de consistencia de la sala en que Catalina Donoso y M. Elena Cárdenas comparecen. De verdad, las obras de éstas se ven favorecidas por la cercanía de Altamirano, porque las amarra –inconcientemente- a la expansión de su propio gesto. Pero cuidado: sus “realismos descreídos” se valen por lo que han sido, en sus propios procesos de construcción de obra. Pero cuidado: respecto de las tradiciones enseñantes “de la Chile”, basta con esto. De lo contrario, entrarán en la defensa gremial de la “mismidad”. O sea, más de los mismo. Que aquí, no es el caso. Pero señalan un cierre. En esta escena, quizás, sea el único espacio en que el nombre de sala sea interpelado en su articulación referencial, con lo cual, desmontan la hipótesis que la discursividad Galaz/Ivelic, desarrolla respecto de Juan Fco González como artífice de la “modernidad”. Dificil asunto. Y buen punto para esta juntura.

Ahora bien: si el poder de narrar del MAC se asegura en la poética de las nominaciones del espacio, “Cambio de aceite” intenta fijar una puntuación subordinada mediante la producción de una poética museográfica minima, que está satisfecha por los textos de Paz Aburto, que asumen el rol de un texto sub-versivo. No quiere decir con esto que sean textos de subversión, sino textos cuya versión está subordinada al efecto didáctico. Bajo esa medida, dependen de la ideología del comentario iconográfico-conceptual sostenida por la empresa discursiva Galaz/Ivelic. Es decir: no hay nuevas condiciones de reflexión de la coyuntura pictórica y lo pretende ser reconocido como una “revisión de la pintura”, debe recurrir a un discurso insuficiente.

Resulta loable el esfuerzo de Paz Aburto para describir las junturas, mediante afirmaciones generales, abusando con ligereza del concepto de desplazamiento, para asumir en ocasiones descripciones generacionales que relatan los procedimientos domésticos de una escena local extremadamente endógena. Es como si la lógica de los fragmentos, para cada sala, corriera en paralelo al guión implícito de la curatoría general, cuyo fundamento, enmarcado convenientemente en un muro, amenaza con la aparición de un libro-catálogo, al final de la muestra. Allí se esgrimen los nombres de unos encargados de escritura que, histórica y conceptualmente, tampoco proceden de la misma cuenca formal que los curadores. En tal caso, basta un mínimo conocimiento de las escrituras ofertadas, para saber que no sostendrán el guión de la exposición, sino que intentarán arreglar otras cuentas. En todo caso, los escritores acuden a esta garantización aportando –probablemente- un discurso prestado, que no comparte los supuestos “generacionales” de la curatoría. Situación que plantea, cuando menos, la pregunta de porqué, esas escrituras anunciadas, no asumieron por si mismas, la iniciativa de encabezar la revisión discursiva de la pintura, en el lugar de los artistas-curadores. ¿Era demasiado el riesgo?.

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