I, 6. Las políticas del Verbo en la configuración del estatuto ilustrativo.
Justo Pastor Mellado

En numerosos textos he denominado Artes de la Huella, la fase de aceleración decisiva de la información plástica conducente a la configuración de la contemporaneidad pictórica. Este título permite en los años inmediatamente siguientes al golpe militar, formular una consecuencia -las Artes de la Excavación-, caracterizada por la pulsión del registro. En este caso, la principal obra verificadora será la del artista Eugenio Dittborn, cuya diagramaticidad permite comprender la magnitud del corte efectuado por la autonomización formal del espacio pictórico chileno, en lo que respecta a un período anterior a los años 60´s. Es decir, prácticamente, al período en que se concreta la disolución de la pintura aristocrática (1930-1940). Respecto de esta última, la reacción de los jóvenes artistas de entonces resulta sintomática: en ausencia de fortaleza institucional, crearon una organización que les permitió establecer vías de conexión transversal con el espacio literario y de las ciencias humanas en constitución, alcanzando a fines de los años 60´s la conquista del poder académico y político de la Facultad de Bellas Artes; que era, orgánicamente, la instancia definitoria del arte chileno. Mejor dicho, es por la actividad originada una década antes en el Grupo de Estudiantes Plásticos, que la Facultad pasa a definir las coordenadas del campo plástico chileno. No es el mercado, no es el museo, no es el coleccionismo; sino la universidad, quien delimita el lugar del arte, en la misma década que José Donoso escribe El lugar sin limites. Esto permite comprender la intensidad alcanzada en el desmantelamiento del aparto universitario en lo que a artes visuales se refiere, durante la dictadura.

Al cabo de dos décadas de desmantelamiento, la universidad se ve despojada del poder de nominación anterior, siendo marginada del circuito decisional. Hoy día, una musealidad agredida por la política del espectáculo, una prensa que carece de vigilancia epistemológica, un mercado de galerías que busca a duras penas ingresar a las "primeras ligas", un coleccionismo incipiente y sobredimensionado, junto a la aparición de la gestión cultural como categoría de intermediación institucional, se disputan en una lucha sorda y no menos sórdida, el poder de nominación del arte chileno.

Hoy día, ¿cómo luchar, desde las obras, contra la "fatalidad" de la espectacularización del espacio plástico? Por cierto, afirmando el único espacio editorial y de productividad de obra que diseña las polémicas y sistematiza las problemáticas operacionales del campo plástico; es decir, aquel que, filtrándose por los intersticios que se abren en las fricciones de los agentes antes mencionados, apunta, anota, registra, clasifica y proyecta, las intensidades simbólicas de unas obras que al afirmar el lugar del arte, lo hacen poniendo en escena las propias condiciones de afirmación topográfica. Se trata de las Artes de la Disposición, nacidas de la profundización problemática de las Artes de la Huella y de las Artes de la Excavación.

Las tres denominaciones anteriores permiten re-periodizar la producción artística chilena de la última cuarentena. Y decir "cuarentena" no está de más. La autonomización del espacio plástico ha significado su puesta en "cuarentena" permanente, por parte de la clase política durante la totalidad de los períodos mencionados. La garantía de la modernidad artística chilena en artes visuales ha residido en la disolución de su subordinación literaria. Las conquistas formales a partir de entonces han consolidado un espacio institucional forjado en un ascético optimismo, dispuesto a practicar paródicas y retorcidas estrategias de inscripción, pudiendo instalar anticipadamente los problemas metodológicos necesarios para la delimitación del lugar del arte en la sociedad chilena de este fin de siglo. Pero la garantía a la que se puede apelar resulta dudosa. La modernidad así pesquizada no corresponde a un estadio determinado en el desarrollo de su proceso de inscripción. Lo que en un momento parece adquirir condiciones de inscripción irreversible, en otro momento, dichas condiciones sufren averías y percances que abren la vía a situaciones de reversibilidad bajo la forma de un "avance regresivo". Si la universitarización del espacio artístico entre los años 40-50´s no asegura la modernidad transfrencial de las prácticas, la hipótesis de la desilustración que pongo en funcionamiento respecto de la situación pictórica de los años 60´s, no implica de modo necesario la irrversibilidad de tal situación. Aquí no es concebible la noción de "punto de no retorno". Todo puede "retornar" en el complejo de una historización problemática, en la que no se puede dejar de considerar la articulación de las artes visuales, ka literatura y la técnica (economía). Interrogar la modernidad significa, en esta escena, interrogar el poder que cada una de estas producciones subjetivas (arte, literatura, ecnomía) ejerce en cada coyuntura. Y si de poder se trata, entonces lo que se presenta es una articulación jerarquizada y contradictoria. Así, la estabilización universitaria de los años 40-50´s tiene como resolución un determinado estado de aceleración de la coyuntura poética y narrativa, mientras se prepara el inicio de un ascenso de un movimiento de masas sin precedentes en la historia del país. En el terreno de la economía, los años 60´s acogen la fábula del "desarrollo industrial hacia adentro" y de la Alianza para el Progreso, que es la política kennediana para América Latina. Es en el seno de esta articulación que adquiere fuerza la hipótesis por la cual la pintura chilena no ha sido más que la ilustración del discurso de la historia; es decir, la puesta en relación ventríloca del espacio plástico respecto del espacio político y literario chileno, desde su constitución como ficción estatal. Siendo éste, un fenómeno cuya eficacia se advierte ya desde el siglo XVII. No es una casualidad que una de las primeras obras que rinden cuenta del territorio cultural y geográfico de la Capitanía General de Chile tenga por objeto la descripción persuasiva de un paisaje, destinada a aquellos clérigos que pudieran eventualmente estar ineteresados en venir a esta tierras con el propósito de fortalecer la actividad misionera de los jesuitas.

El padre Alonso de Ovalle publica su Histórica Relación del Reino de Chile, en Roma, siendo sus láminas realizadas en talleres de grabados romanos, a partir del relato-hablado de las escenas referidas por el mismo padre Ovalle en persona. Pero el padre Ovalle es el primer jesuita formado en esta tierras: un intelectual al servicio de la propagación de la fé.

En verdad, el primer monumento literario sobre la idea que podremos tener de Chile es escrito por un poeta español, hombre de corte, que ha venido a estas tierras en busca de condiciones que le permitan un retorno consistente. Historia demasiado común de conquistador que en la medida de su permanencia en América, la frustración, el fracaso, la miseria, terminan siendo el único horizonte de destino. Alonso de Ercilla viene a Chile a hacerse un lugar, porque en su madre patria carece de uno. Lo que obtiene es un lugar en la literatura, como sucedáneo de ocupación territorial. Definitivamente, lo que hace lugar, es la literatura, inscribiendo un nombre de país . La pintura, en esta epopeya inscriptiva, solo aporta la tecnología de la veladura. Quizás ésta sea una clave suplementaria para abordar efectos de transferencia primordiales, que incidirán posteriormente en la invención de un país.

En un segundo momento, tenemos a un clérigo ya formado en el reino de Chile, discipulo de los primeros colegios jesuitas, escribiendo la historia como relato de las primeras divisiones parroquiales. Estas divisiones establecen a nivel global la extensión del primer reticulado de las ciudades, haciendo calzar los dominios espirituales y temporales de acuerdo a las reparticiones de sus potestatdes, cuya fundamentación se puede encontrar en el discurso de la escolástica decadente. Esta sería, pues, la única manera de señalar el estado real de la evangelización -diseminación del Verbo-, teniendo como propósito lograr que un mayor número de clérigos europeos viajen a Chile a proseguir la empresa.

Las láminas desplegadas en Histórica Relación del Reino de Chile no hacen sino ilustrar un territorio por acometer militar y clericalmente; un territorio señalado por la fertilidad de una sanción gráfica; refrendada por el discurso literario, pero sobre todo jurídico -como extensión de derecho canónigo-, legitimando el derecho de la Corona sobre las tierras habitadas por paganos.

La discursividad de la conquista viene a ser un efecto de escolástica decadente. En este terreno, la visualidad jamás ocupará un lugar preponderante: las estampas religiosas de consumo habitual serán traídas a Chile desde Cuzco y Quito. En el reino de Chile jamás habrá autonomía de producción imaginera. Su condición de Capitanía y la persistencia de las Guerras de Arauco harán que la vida urbana naciente sea extremadamente austera. Tan austera, que una vez declarada la república no habría en Chile artistas ni artesanos en número y calidad suficiente para cartografiar a los grupos sociales ascendentes. Esa será la tarea de los extranjeros: realizar la instalación de la pintura como empresa del retrato.

Pero, decir extranjero, respecto de la coyuntura de los años 1820, es apenas plantear una distancia respeto de las filiaciones de origen, en la medida que las familias eminentes -con escasas generaciones criollas- descubren en la pintura un modo consagratorio de ingresar en una historia que se está fabricando a la medida de su pose. Pintura académica que repite sobre ciertos personajes el mismo gesto que Alonso de Ovalle hace ejecutar a los artesanos romanos del grabado: relatar y retratar una imagen de país. Con una diferencia, sin embargo: los artistas viajeros que vendrán desde 1830 en adelante importan un sentido común romántico que conviene a la actitud intelectual de un grupo social que tiene en sus manos la recomposición del poder político. La producción de los pintores viajeros, aparte de la figura de artistas como Monvoisin y Rugendas, solo destinaron sus esfuerzos a retratar escenas menores relativas al desarrollo de aspectos curiosos de la vida cotidiana en las ciudades emergentes de la nueva república.

El fervor cívico de la lucha emancipadora que vive Chile a comienzos del siglo XIX se inmortaliza en los personajes que retrata José Gil de Castro (1785-1841). No obstante su origen peruano, el Mulato Gil es el primer pintor chileno. Avecindado en Santiago desde 1807, instala su taller y se dedica a retratar a los personajes públicos y sus familias.

En el período convulsivo de emergencia de la República, que significa la visibilidad en la primera línea de la escena política y social de los grupos que -a veces a pesar de si mismos- adelantan la Independencia, Gil de Castro marca la frontera entre la pintura colonial, destinada a difundir en imágenes el Evangelio o la vida de los santos, y una pintura civil, que reproduce el deseo de poder de las nuevas vidas ejemplares de la República. Esta frontera, por el solo hecho de señalar una diferencia temática, permite entender cómo un hombre que emplea recursos estilísticos que pertenecen a la pintura colonial hace de ellos un uso que lo convierten en el cartógrafo de la clase ascendente. La razón de esto reside en quye Gil de Castro había forjado sus medios plásticos en el ejercicio de su profesión de topógrafo, al servicio de la Corona española. Se podría afirmar, entonces, que el nacimiento de la pintura chilena seería un efecto de ingeniería militar, ciencia encargada de construir las vías de acceso de las tropas que ocupan el territorio; en este caso, el territorio subjetivo en que se invierte la formación del Estado.

El primer pintor chileno republicano, no es chileno. Es peruano. Es mulato. Y pinta al interior de una episteme colonial hispana.

El primer pintor europeo que se instala en Chile una vez fundada la república es un francés, que había fracasado tres veces en su deseo de obtener el Prix de Rome y que había formado parte del taller de Jacques-Louis David durante su exilio en Belgica. Jacobino terminal y residual, viene a las costas de Chile para curarse de un mal de amor. La historia republicana de la pintura chilena depende de un historia conyugal. De un malentendido conyugal. Manera chilena de repetir la fábula del origen de la pintura relatada por Plinio y que tuviera tanta aceptación en la Europa pre-revolucionaria: la hija de un alfarero de Corinto trazó sobre el muro el contorno de la sombra proyectada por el cuerpo de su amante que partía de viaje. La pintura es hija de un abandono. Esta fábula plantea, por una parte, la relación de origen entre deseo y representación; y por otra parte, la separación entre la representación y su objeto. La representación traiciona siempre, en algún punto, la ausencia del objeto y el deseo de su presencia. En la imagen dibujada por la hija del alfarero, jamás el imitante ha estado más cerca del imitado. En la representación, en el lugar en que la sombra hace figura, el objeto está presente casi en persona. Pero eso no puede impedir desde el comienzo que haya una separación entre la imitación y el objeto. Por cierto, la sombra no es la cosa. Solo la dobla de manera imperfecta a cierta distancia, contando con una fuente de luz y un muro. La imagen no es la sombra. Esta no hace más que figurar su contorno, su límite.

Regreso al pintor francés que se avecina en Chile, en el primer cuarto del siglo XIX. Su apellido es, justamente, Monvoisin: mi vecino. El no traza el contorno de la figura de su amante que parte de viaje, sino que parte él mismo de viaje con ella, para sustraerla del mal ambiente romano. El pintor francés cautiva, literalmente, al objeto de su amor. No establece la menor diferencia entre éste y su representación. Viene a estas tierras para retratar a la clase ascendente, que tiene necesidad de poseer la representación adecuada en la nueva escena del poder. Un pintor extranjero se instala para satisfacer el deseo de inscripción de quienes detentan el poder en constitución.

Este pintor es un neoclásico de tercera categoría que conoce el carácter teatral de los grandes gestos históricos y presume ya, que la historia se escribe dos veces, como tragedia y como farsa, y que por añadidura, pone en escena avant-la-lettre, el guión por el cual el mismo Marx se pregunta por la razón que tienen las clases ascendentes, de vestirse con atuendos greco-romanos para realizar la misión de su tiempo. Monvoisin viene a retratar, sobre todo, atuendos. Vestuarios. Pinta la piel como un vestuario. El precio de sus cuadros variaba según los encajes fueran pintados o estampados. Todo un programa, ¿verdad? En Chile no había quien trazara el contorno de una figura. Debía venir alguien, de fuera. A trazar. Lo maravilloso del asunto es que un pintor peruano, primer pintor chileno, era un topógrafo militar. Hacía el diagrama del territorio por transformar. Monvoisin ilustra el efecto de su intervención, porque él mismo es una sombra como pintor. La luz (pre)viene de Europa. Pero en su acepción de Lumières y no de Enlighment ni Aufklerung. Aquí, la razón iluminista a la francesa, lo que no es poco, ha tenido a la pintura como su anticipación. El claro-oscuro llega con Monvoisin, por (d)efecto de revolución (a la) francesa. Es decir, se instala por efecto de una crisis conyugal. Y no deja de ser curioso que Levi-Strauss hable de otra alfarera: la alfarera celosa como mito modular que reúne un conjunto de variaciones sobre relatos en los que las disputas conyugales entre Sol y Luna están en el origen del universo.

Me he referido a dos modelos de traslación y de instalación; esto vale decir, habitar, pero habitar decayente: decaído, decadente, desfalleciente. Un pintor de antiguo régimen, Gil de Castro, que retrata la nueva fisiognómica del poder; un pintor republicano, neoclásico decaído, Monvoisin, que al transformar su travail de deuil en travail de l´oeil termina por diagramar el paisaje de la nueva representación social.

NOTAS:
[1] OVALLE, Alonso de. Histórica relación del reino de Chile,
[2] ERCILLA, Alonso de. La Araucana,
[3] JARA, Alvaro. Guerra y sociedad,


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