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Algunas hipótesis sobre las
dos grandes transferencias del arte chileno contemporáneo.
Justo Pastor Mellado
Una manera
posible de organizar el Informe sobre el campo plástico chileno
de la última cuarentena, es remitiendose al análisis de
los dos momentos fuertes de transferencia informativa ocurridos en este
siglo. En un país de economía tardo capitalista es de rigor
pensar la historia en términos de transferencias diferidas. La
historia de las ideas es la historia de su transporte; pero sobre todo,
la historia de cómo las sociedades organizan su recepción.
Esto debiera contribuir a la puesta fuera de juego de una categoría
victimal de identidad, que ha obstruído durante décadas
el trabajo teórico sobre la configuración de la formación
artística chilena.
Al hablar de transferencia, es preciso realizar la distinción entre
transferencia positiva -que corresponde a las condiciones de hospitalidad
en un cuadro de relaciones de recepción amistosas-, y transferencia
negativa -cuyas prolongaciones son de naturaleza inconciente y que se
manifiestan mediante situaciones de hostilidad y de resistencia-. Hospitalidad
y hostilidad serán las figuras de habitabilidad y de resistencia
del traslado e inscripción de las ideas y de las prácticas
en el campo plástico. En este contexto, me permito afirmar que
para producir el concepto de configuración de la modernidad en
el campo plástico chileno, es posible reconocer la existencia de
dos transferencias duras durante el siglo XX, lo que supone la existencia
de transferencias anteriores cuya configuración no fue lo suficientemente
consistente para producir efectos orgánicos en la recomposición
del campo. Entre estas transferencias cabe reconocer la que corresponde
al arribo a Chile de Fernando Alvarez de Sotomayor ,
para hacerse cargo de la Academia de Pintura.
Hasta ese instante, el academismo chileno había sido dominado por
la pintura realizada por caballeros chilenos, quienes imprimen
a la pintura chilena de entonces un carácter estilísticamente
subordinado a la pintura convencional francesa de fines de siglo. Alvarez
de Sotomayor significa el triunfo de una arremetida plebeya en la organización
del campo plástico de comienzos de siglo, ya que instala la reproducción
de un referente de pintura gallega que produce como efecto orgánico
la consolidación de la primera pintura criolla, no subordinada
a la estética de los caballeros que pintaban. De hecho, la composición
social de los artistas se hace abiertamente clasemediana, marcando una
de las primeras generaciones de artistas que, al no reproducir el Orden
de las Familias, deben acrecentar el mundo de la inestabilidad social
y el desempleo.
Ahora bien: para celebrar el primer centenario de la República,
la oligarquía chilena se hace construir un monumento a la inquietante
medida de su vanidad social. Este gesto se concreta en la construcción
del Museo Nacional de Bellas Artes, cuyo diseño fue encargado al
arquitecto beauxartiano Emilio Jecquier .
Este no hace sino concebir este museo como una extensión interior
-winter garden- de un parque construído en el eje de dos
otras obras de arquitectura metálica francesa: el Mercado Central
y la Estación Mapocho, punto terminal de la vía ferroviaria
que unía Santiago al puerto de Valparaiso. En dicho museo, el fondo
constitutivo de obras de la primera colección no contenía
piezas de pintura plebeya chilena, sino pintura europea de segundo y tercer
orden, a excepción de algunas piezas atribuídas a algunos
maestros.
La oligarquía se erige un monumento para dar la espalda a la primera
pintura criolla, abriendo el espacio a una pintura que en Francia, por
ejemplo, era desplazada por aquellos pintores que anunciarían las
más decisivas transformaciones del arte del siglo XX. Es un hecho
que los agentes compradores de la oligarquía chilena no estaban
habilitados para comprender el alcance y perspectiva de la irrupción
de los impresionistas.
El arribo de Alvarez de Sotomayor es coincidente con el aniversario del
centenario y, al mismo tiempo, con la apertura de una nueva escena de
sensibilidad social, ligada a la irrupción en la vida social y
política del país de una capa ascendente que no tenía
relaciones filiales con la oligarquía. De más está
decir que el nacimiento del movimiento obrero chileno coincide paradojalmente
con la inauguración del Museo que sanciona el poder terminal de
una oligarquía que se verá obligada a reclicar sus modelos
de ejercitación del poder. La emergencia de la primera capa de
pintores plebeyos, ligados a una clasemedia modesta con ambiciones políticamente
formuladas, define al espacio plástico de entonces como una zona
de riesgo y de movilidad formal que va a tener en la dictadura del general
Ibañez, en 1927, su máxima expresión.
Efectivamente, tratándose de una dictadura militar anti-oligarca,
obstruyó el desarrollo de las Bellas Artes cerrando la Academia
y enviando a un grupo escogido de profesores y estudiantes a estudiar
a Europa, artes aplicadas. Ese era el lugar que le cabía a los
artistas en el proyecto industrialista de la dictadura: el de artesanos
calificados para actividades vinculadas a la decoración de interiores,
a la imprenta y a la orfebrería. Sin embargo, la caída de
la dictadura en 1932, hizo posible la inclusión de la Academia
a una estructura universitaria, desarrollándose desde esa fecha
la enseñanza de arte en el marco de la Facultad de Bellas Artes
de la Universidad de Chile. Esto marca el triunfo y consolidación
de una nueva fracción plebeya de la enseñanza de arte, que
regresa de Europa, no ha implementar un proyecto industrialista, sino
a construir el nuevo escenario artístico chileno. Por cierto, no
se trata de los pintores y escultores enviados por la dictadura de Ibáñez,
sino de pintores que ya estaban en Francia y que habían tomado
un precario contacto con residuos y jirones de las vanguardias europeas.
Es posible afirmar entonces, que dicho espacio experimenta un crecimiento
vegetativo entre 1932 y 1959, instalando la tranquila y mediocre hegemonía
de un post-cezanismo que permite el desarrollo de una pintura depresiva
que se ajusta perfectamente a las condiciones de derrota simbólica
de los sectores clasemedianos que tuvieron aspiraciones de poder en el
marco de un Frente Popular de base radical-socialista.
En 1959, en plena guerra fría, sectores universitarios ligados
a importantes empresarios que han reciclado el activo simbólico
ya resquebrajado de la oligarquía chilena, organizan la Escuela
de Arte de la Pontificia Universidad Católica, que debía
levantarse como alternativa a la "plebeyizada" y deprimida enseñanza
de la Universidad de Chile. Cada uno de estos proyectos suponía,
y esto es lo importante, redes de inserción diferenciada en el
sistema de arte internacional. Si en este instante los profesores jóvenes
de la Universidad de Chile privilegiaban sus contactos formales con la
Escuela de Paris y con los informalistas españoles, el proyecto
oligarca de reconstitución plástica chilena apostaba a una
dependencia formal estadounidense, que se ejemplificaría -curiosamente-
con las visitas orgánicas de Josef Albers
y Sewell Sillmann a
fines de la década del cincuenta, en el marco de una reforma del
plan de estudios de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica.
En este marco de disputa formal y política, se instala la primera
transferencia dura en el arte chileno, que corresponde a la constitución
del referente de la pintura sígnica, personificada en la pintura
de José Balmes .
Lo paradojal de este asunto es que habiendo fundado una escuela con un
manifiesto deseo racionalista, los intelectuales orgánicos oligarcas
-universitariamente garantizados- entregan su conducción a una
tendencia surrealistizante que diluye su propósito inicial, impidiendo
que los intentos de inscripción de una transferencia modernista
culminen exitosamente. De hecho, avanzando en la década de los
sesenta, los arquitectos se desentienden paulatinamente de la Escuela
de Arte y la dejan en manos de pintores que jamás representaron
sus intereses racionalistas. Es curioso, pero no hay estudios actuales
sobre este desestimiento estructural, que marca el abandono por parte
de los arquitectos, de un proyecto de escuela de arte que hubiera expresado
directamente su ideología académica.
José Balmes, en cambio, en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad
de Chile, puede inscribir una transferencia informativa -gracias al apoyo
del Grupo Signo-, y de esta manera convertir su programa pictórico
en política de conducción académica, en un marco
social ascendente que culmina en la Reforma Universitaria de 1965 y que
significa la puesta fuera de escena de dos tendencias que disputaron temporalmente
su hegemonía: los muralistas y los geométricos.
En verdad, lo que se sanciona es la radicalización de los agentes
de pintura plebeya que logran formular una plataforma plástica
que impide su subordinación como ilustración del discurso
de la historia. Entiéndase, historia, en Chile, garantizada
míticamente por la poesía; en particular, la poesía
de Neruda .
Es necesario recordar que Neruda, siendo manifiestamente un militante
comunista, un poeta que adquiere un rol activo en la organización
de los intelectuales antifascistas y el Movimiento para la Paz en la coyuntura
de la guerra fría, en el terreno plástico nacional es un
garantizador de pintura oligarca. Las ensoñaciones nerudianas pavimentan
el camino a la reivindicación de las artes populares desde una
perspectiva aristocratizante. Solo se recalifica el rol estético
salvaje de lo popular desde la clase que sabe apreciar la
"inquietante extrañeza" de dichas piezas, arrancadas
a aquellos sectores que las han producido, en las condiciones de explotación
a que sus antepasados los sometieran.
Esta situación particular tiene lugar en el momento inmediatamente
anterior a la formación de la Escuela de Arte de la Universidad
Católica, en 1959, y se verifica como anticipación oligarca
del despojo de la primera recuperación comunista de las artes populares,
que había logrado armar una importante vinculación entre
grabado popular y muralismo. Pero esta situación solo dura apenas
un quinquenio, en una región lejana de la capital, en la ciudad
de Concepción, en que gracias a la existencia de una universidad
regional consistente, alcanza a inscribir una relación entre artes
populares y muralismo. En particular, porque el pintor mejicano David
Alfaro Siqueiros ,
había sembrado la semilla de esta relación, a raiz de su
permanencia en Chile, exilado, en la década de los cincuenta, momento
en que realiza el histórico mural de la Escuela México,
en la ciudad de Chillá, próxima a Concepción. Pero
en esta plataforma plástica, a fines de esa década, la plástica
oligarca desplaza a la conducción comunista.
La pintura signica, en cambio, involucra a un sector de intelectuales
y artistas también vinculados al partido comunista, pero cuya relación
europea los hace deudores del informalismo español y de la pintura
italiana (Birolli, Corpora, San Tomasso, etc). Esta pintura sígnica
se situará en la antesala de una perspectiva critica de la objetualidad,
en razón del énfasis puesto en la valorización de
la huella. Dicha huella, desde el trazo gráfico de carácter
indicativo, pasará a convertirse al cabo de una década (1973)
en modelo de disposición objetual.
Es costumbre entre los historiadores del arte subordinar la pintura sígnica
a la influencia de Tapies, del mismo modo que hacen depender del arte
povera las primeras manifestaciones del objetualismo. Esta interpretación
arrasa con las complejidades de la transferencia artística y no
considera un aspecto crucial, a saber: la resistencia que modifica las
primeras informaciones, modulando y alterando las condiciones de traslado
de "la lengua de partida", produciendo condiciones literales
de transformación de las traducciones. Es el momento en que la
aparente hospitalidad se revela como una real hostilidad hacia las tentativas
de reforma plástica, llevadas a cabo por los agentes de transferencia
que terminan inscribiendo sus obras mediante la puesta en escena de una
ficción inscriptiva que borra las condiciones "originales"
del origen. Ni Tapies ni el arte povera influenciaron el arte
chileno de los años sesenta, porque no había condiciones
de recepción para dichas transferencias directas. Lo que ocurrió
fue una transferencia informativa negativa mediatizada por la existencia
de un marco institucional como la Facultad de Bellas Artes, que garantizaba
la re(de)formación de la inscripción señalada
con anterioridad, dando origen a la primera transferencia dura de este
siglo. Es en este contexto que ocurre
Si bien sus inscripciones tomarán
formas diferenciadas y complejas, entre ambas transferencias señaladas
apenas transcurren veintidós años. La primera, tiene lugar
en plena vigencia del Estado de compromiso -entre 1960 y 1973-,
en el marco institucional habilitado por el sistema universitario. La
segunda, en cambio, se desarrollará al margen del sistema universitario
-entre 1976 y 1982-, en un terreno de autonomía formal vinculado
al espacio cultural de la oposición democrática a la dictadura.
Por cierto, el personaje articulador de la primera transferencia es José
Balmes, pintor de chileno nacido en Cataluña, mientras que el agente
principal de la segunda es Eugenio Dittborn .
Ambos, en cada momento de aceleración formal dan lugar a lo que
denominaré artes de la huella -con primacía del
signo y del gesto- y artes de la excavación -con énfasis
en la ensoñación fotomecánica-.
Por cierto, la dictadura implica el desmantelamiento del sistema puesto
en obra por la Facultad de Bellas Artes. La existencia de esta última
había significado la hegemonía de la pintura plebeya durante
cuatro décadas. El drástico cambio del escenario cultural
y político abrió la posibilidad de una nueva recomposición
oligarca del campo plástico, favorecida por el reconocimiento de
tendencias surrealistizantes y neoexpresionistas que hasta ese entonces,
no habían tenido sino una existencia secundaria. Esta nueva recomposición
produce una radical separación de aguas en la plástica chilena.
Mientras surrealistizantes y neoexpresionistas se ven favorecidos por
el nuevo escenario cultural, las artes de la huella y las
artes de la excavación pasan a formar parte del espacio cultural
que, en oposición institucional a la dictadura y en alianza con
referentes artísticos internacionales vinculados al arte conceptual
y la critica, logran configurar un espacio de excepción en el que
la filiación plebeya asegura su continuidad. Es en esta continuidad
que tienen lugar las dos transferencias duras del arte chileno de este
siglo.
Sin embargo, la apertura de este espacio excavatorio, que adeuda sus procedimientos
a los métodos de la investigación policial y la arqueología,
abre paradojalmente una era de persecusión fundamentalista contra
el referente pictórico. El énfasis puesto en la fotomecánica
y la seriación implicó una estrategia punitiva del gesto
pictórico, al interior del bloque opositor, en virtud de una política
stakhanovista de represión del gesto y de reivindicación
de las prácticas fotográficas.
La tecnología maniaco-depresiva de la fotografía habilita
la ficción de la vergüenza de un pasado pictórico carente
de tradición efectiva, al que se acusa de no haber sabido forjar
una pintura consistente. En esta estigmatización no solo cae la
pequeña tradición de la huella, sino también algunas
pinturas subordinadas, como el muralismo y la abstracción geométrica.
En términos concretos, la fobia pictórica conduce a sostener
la ficción de la muerte de la pintura, por Mala Madre; es decir,
madre-de-dudosa-reputación. Pero una vez perpetrado este
crimen, los artistas de la excavación son presos de remordimiento
y ante la necesidad de conjurarlo, le levantan a la pintura aborrecida
un templete a la orilla del camino; es decir, en la tradición popular
chilena, le levantan una animita. Ese es el nacimiento de la
instalación en el espacio plástico chileno: un efecto de
reparación.
Lo anterior quiere decir, ni más ni menos, que es la noción
de reparación la que permite que se establezca un puente entre
las dos transferencias duras ya mencionadas. En el fondo, las artes de
la huella tuvieron dos momentos: el primero, caracterizados por una política
sígnico-gestual; el segundo, definido por la fotomecanización,
que a su vez implicó dos movimientos reversivos: el de la fotografía
como subsuelo de la pintura, así como el de la pintura como sobredeterminación
de la fotografía. Este es el aspecto principal de la polémica
pintura-fotografía en la coyuntura de los ochenta, en pleno desarrollo
de la segunda transferencia. Polémica que hizo posible el reconocimiento
de un movimiento subterráneo que venía ocurriendo desde
la fundación de la Escuela de Arte, en 1959.
Primeramente fundada, tanto para combatir el militantismo político
y formal de la Facultad de Bellas Artes, como para servir de plataforma
de expansión plástica de una política de racionalismo
arquitectónico, la Escuela de Arte fue abandonada por sus primeros
sostenedores de filiación oligarca. Fue el momento en que tuvo
lugar el gran giro interno, en que el grabado asumió su rol en
la afirmación de identidad institucional, mientras la pintura surrealistizante
mantuvo su desarrollo vegetativo, consolidando el lugar que había
sido habiulitado por el desmantelamiento del espacio pictórico
de la Facultad de Bellas Artes.
Ahora bien: no toda la pintura surrealistizante es sinónimo de
pintura oligarca. De hecho, hay dos versiones de pintura surrealistizante,
que -como he sostenido- representan posiciones de minoría formal
en torno a los 70´s. Una, inicializada por Mario Carreño ,
la otra, liderada por Rodolfo Opazo .
Una, de la Escuela, la otra, de la Facultad, padeciendo la misma distinción
clasisticaa de la hipótesis inicial.
Puede resultar extraño el uso de categorías clasísticas
en el análisis de la formación artística chilena.
Plebeyos y oligarcas es una distinción que remite a dos estrategias
de organización de la cultura chilena contemporánea, que
en el campo plástico han producido efectos de configuración
y desmantelamiento significativos. En la medida que la pintura plebeya
se desarrollaba en el marco institucional validado por la Universidad
de Chile, y posteriormente, pese a los esfuerzos iniciales, en el seno
de la Escuela de Arte de la Universidad Católica, a través
del desplazamiento del modelo clásico del grabado, la pintura oligarca
se manifestó como tentativa incumplida, siempre en dificultades
de constitución de efectos duraderos, pero que con el advenimiento
de la dictadura se ve favorecida por las restricciones que el Estado pone
a la permanencia y reproducción de la segunda transferencia dura.
Restricciones que, en caso alguno, lograron impedir su desarrollo, gracias
a la alianza, como he sostenido anteriormente, entre los sectores que
agencian la segunda transferencia y los organismos museales internacionales
más relevantes. En verdad, no hay política interna exitosa
sin una consecuente política de reconocimiento internacional. Fue
el caso de la segunda transferencia y no el caso de la pintura surrealistizante,
que solo obtuvo magras conquistas en los mercados internacionales muy
sectorizados y de menor relevancia cultural.
En virtud de lo anteriormente señalado, plebeyos y oligarcas son
denominaciones que remiten a matrices simbólico-descriptivas que
expresan modelos de configuración de la formación plástica.
Los plebeyos, en una perspectiva social y cultural ascendente, democrático-nacional,
de filiación europeo mediterránea; los oligarcas, por su
parte, en una posición simbólicamente desfalleciente y políticamente
subordinada a la influencia del arte estadounidense durante la guerra
fría. En dicho desfallecimiento se concibe la presencia de agentes
tránsfugas, que si bien llegan a sostener posiciones filo-comunistas,
estas corresponden a la reticencia respecto de unas historias familiares
en las que no se supo guardar el patrimonio.
Las dos transferencias que he señalado son invenciones plebeyas.
La pintura oligarca solo tuvo como programa subordinar el campo plástico
chileno a la política de la oficina de artes visuales de la OEA,
en el período abierto por la era kennediana. La pintura surrealistizante
vinculada a Carreño y Antúnez de esa época satisface
demandas de exotismo fantasioso, a través de una pintura que combina
una nostalgia trivial, depresivamente jocosa, eufórica y genitalmente
lárica, sostenida por las ensoñaciones nerudianas.
La pintura plebeya, en cambio, se establace entre dos vertientes: una
hegemónica, el signismo informalizante, y otra, subalterna, una
pintura de izquierda surrealistizante. Es decir, donde el enfasis no habrá
sido puesto en la trivialidad narrativa de referencia literaria, sino
en el extrañamiento critico de la representación de la corporalidad.
Entre los años 1963 y 1980, esta izquierda surrealistizante se
manifestará con precisión en las obras de Rodolfo Opazo,
Juan Domingo Dávila y
Gonzalo Díaz .
En cambio, la tendencia surrealistizante ligada a Mario Carreño
y a Nemesio Antúnez ,
se extiende hasta hoy día, des-nerudizandose hasta convertirse
en una pintura narrativa que asume las exigencias de la crítica
de la representación, a la que responde mediante una consistente
y diversificada plataforma citacional, de marcado sentido paródico
que la hace tomar distancia de sus vinculaciones iniciales con la pintura
oligarca. Es el caso de pintores como Gonzalo Cienfuegos
y Hernán Miranda. 
Así planteadas las cosas, la pintura surrealistizante tuvo que
soportar la compañía cercana de una tendencia de ruidosa
compañía, que fue la pintura neoexpresionista nacida en
los albores de la década del ochenta, y que tiene vinculaciones
filiales con la obra de Rodolfo Opazo y Gonzalo Díaz; es decir,
con la izquierda surrealistizante de la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad de Chile. En el contexto de los años ochenta, los neoexpresionistas
chilenos reciben directamente la impugnación de los sectores fóbicos,
de filiación conceptual, sufriendo una persecusión que alcanzó
ribetes de guerra civil plástica. Es sintomático
el hecho que desde sectores conceptuales, los neoexpresnistas fueran severamente
calificados de irresponsabilidad histórica, en virtud de la proclamada
defensa del placer de pintar. Obviamente, esta tenía,
en los conceptuales, una contrapartida: el malestar de imprimir.
En verdad, esta distinción fue borrada en la cercanía de
los años noventa, cuando neoexpresionistas y conceptuales se vieron
obligados a compartir las mismas plataformas institucionales de rearticulación
de la oposición democrática en el terreno de la cultura.
Entre los artistas emergentes que en ese momento hacen de aglutinadores
del neoexpresionismo y que reciben en el plano interno el rebalse residual,
no menos legitimador, del discurso de Bonito Oliva ,
se debe mencionar a Samy Benmayor
y Carlos Maturana
(Bororo). Estos, desde 1984 en adelante, convocan y articulan una serie
de trabajos que recuperan conquistas gráficas provenientes de la
pintura de niños y de la pintura de enfermos mentales, reinvertidas
en nuevas narraciones pictóricas que editan otra estrategia de
parodización. En este sentido, la parodia pasa a ser un terreno
de operación común, tanto para conceptuales, surrealistizantes
y neoexpresionistas, en el curso de la década de los noventa. Solamente
los artistas históricos, ligados originalmente a las artes
de la huella, como José Balmes y Gracia Barrios ,
se sustraen de la parodia, porque entienden que la historia del gesto
y de la mancha en la escena plástica chilena proporcionan las únicas
garantías formales de larga duración, en un curso
de cuatro décadas de escurrimiento, respecto de los cuales ha sido
preciso reinstalar las condiciones formales de construcción de
la tragedia, como espacio de posicionamiento de los cuerpos en la escena
chilena de su representación.
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