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Nota para redimensionar el debate sobre arte y política.
Una reflexión rigurosa sobre las relaciones entre arte y política, en el 2003, no podría dejar de mencionar un trabajo específico de re-escritura de la historia, vinculado directamente a abordar las determinaciones fantasmales del arte de los años 60´s. En la actualidad, no son pocos los curadores y críticos que a través de sus prácticas intentan poder explorar el “potencial crítico de la actividad artística dentro del actual proceso de globalización, un potencial que se percibía con fuerza en los sesenta” . Sin embargo, los propios escritores que en esos años abordaban la cuestión en nuestra zona, como Marta Traba o Juan Acha, es probable que no estuvieran –por diversos motivos que no es del caso abordar en este escrito- en medida de comprender la importancia diagramática de sus propias posiciones. Paradojalmente, si nos atenemos a las elaboraciones de Marta Traba sobre “el arte de resistencia”, así como su crítica extremadamente dura a la escena plástica venezolana de la inmediata post-guerra, obligan a las actuales generaciones de críticos y de historiadores a reconsiderar la variable del anti-imperialismo, para comprender el tipo de desafío que la producción de arte, en las diversas formaciones artísticas de Hispanoamérica, deben enfrentar. La violencia simbólica de la vigilancia estadounidense no tiene parangón, si se considera el efecto directo en las políticas locales de las palabras de los “lideres” del momento. No puedo sino recordar la argumentación que sostiene Frederico Morais en la presentación del catálogo de la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur, en 1997, acerca de lo que era dable esperar de América del Sur, en la credibilidad política estadounidense. Durante una reunión de cancilleres realizada en Viña del Mar (Chile) en 1969, Henry Kissinger afirmó que “nada importante puede venir del Sur. La historia jamás ha sido realizada por el Sur”. Lo que le faltó decir a Kissinger, porque en verdad lo pensaba, a juzgar por el efecto de sus palabras en la propia política chilena de entonces, es que “nada importante puede venir del Sur, a menos que nosotros lo permitamos”. Justamente, no lo han permitido, en el arte y en la política. Hoy en día, una elaborada estrategia de curadores estadounidenses permite que las palabras de Kissinger adquieran un valor primordial. La línea de permisividad política ha establecido los límites de la permisividad artística. La política de los museos viene después de la derrota política, como estrategia de compensación simbólica e institucional. El espacio de arte, sin embargo, bajo estas condiciones, resulta ser el único lugar de visibilidad de esta impostura estructurante que fija el rango de las relaciones internacionales. De otro modo, no se explica el interés creciente de los Estados del “primer mundo” por producir exposiciones de los “otros”, como la pequeña compensación debida a la producción de “itinerancias”. Nada significativo puede venir desde un “lugar otro”, como condición de existencia de las propias relaciones institucionales, a menos que las musealidades hegemónicas lo permitan. El interés por el re-estudio de las prácticas de arte y la producción discursiva de los años 60´s, tiene por objeto recomponer la trama de una experiencia de resistencia a dicha “fatalidad” kissingeriana. En este contexto, es muy probable que los procesos y procedimientos de des-ilustración pictórica que caracterizan a las modernidades locales, en diversos momentos de la primera mitad del siglo XX, han establecido un rango de problemáticas y avances formales difícilmente soportables para la historiografía anglosajona, si se piensa cual era la situación de la escena de arte estadounidense, en 1935, cuando Torres-García invierte el mapa del continente y formula las bases de la “Escuela del Sur”. Igualmente comparable resulta la redacción del Manifiesto Antropófago (1928) y sus efectos en la configuración de la modernidad brasilera. La frase de Kissinger de 1969 estuvo precedida por la decisión de Rockefeller, durante la segunda guerra, en la articulación de una “política especial” de arte para las “otras” Américas, en el contexto de la “política del buen vecino”. Los avatares de la formación de la primera colección de arte latinoamericano en el MoMA arroja suficientes datos acerca de la política concertada de reducción de su carácter, desde la discusión de criterios para una “política de compra” de obras. Ya en el fundamento de dicha “política” podemos leer el alcance estratégico de la permisividad interpretativa, sostenida a fuerza de inversiones editoriales e institucionales. No es casual que en 1997, Frederico Morais cite un texto de Luis Camnitzer, escrito en 1991, en el catálogo de la IV Bienal de La Habana, en el que plantea que para que crean en nosotros, necesitaríamos de todo el poder económico, de todos los trucos publicitarios posibles, de todos los medios de información, y por las dudas, de todos lo medios militares que los imperios tienen a su disposición para mantener su credibilidad y poder ser tan convincentes. (MSSA). A diez años de esta declaración, es preciso realizar una evaluación de lo que ha ocurrido a lo largo de esta década. La IV Bienal de La Habana tiene lugar en 1991, en el momento previo a la celebración de los 500 años . Ese año, en Madrid se realiza la exposición La escuela del sur (El taller Torres-García y su legado ), curatoriada por Maricarmen Ramírez. Ese mismo año, se realiza en Madrid, la exposición Armando Reverón . Ambas exposiciones han sido sancionadas por el sello de la comisión 500 años . El espacio español inicia su reconocimiento del arte latinoamericano, en forma. Pero así como en su texto, Maricarmen Ramírez afirma la especificidad y autonomía del modernismo de Torres-García, en el catálogo de Reverón, la crítica española reproduce sin embargo, el punto de vista kissingeriano, re-elaborado en esa coyuntura para cumplir con los buenos modales de la hospitalidad editorial. Sin embargo, se deja muy en claro el malestar analítico frente a un “caso” excéntrico como Reverón, en la escena plástica latinoamericana. Por un lado, la escena crítica española abre el campo al análisis, y por otro lado, lo cancela, como si la apertura fuera nada más que el gesto que correspondía a la “ideología” de la conmemoración. Hoy día, la situación es completamente distinta, a juzgar por la reacción de la crítica española frente a una empresa como Cinco versiones de sur . Lo menos que se ha podido sostener es que, los curadores latinoamericanos han armado un tinglado conceptual respecto del cual las obras solo comparecen a título ilustrativo. No deja de ser sintomático el hecho de que un critico como Joan Manuel Bonet sostenga discursivamente su incomodidad analítica respecto de Reverón, en 1991, y que en el 2001 se encuentre a la cabeza del museo que acoge Cinco versiones del sur , y sea el articulador del “pasaje al acto” que a estas alturas asume la figura de un boycot burocrático en forma. Ya no era necesario, en el 2001, mantener las buenas maneras de 1991. En este sentido, Bonet responde con un gesto de descalificación narrativo- institucional, al avance conceptual de la crítica latinoamericana forjada durante dicha década. Y la descalificación institucional sobreviene en el momento en que dicha crítica latinoamericana le señala por extensión retrospectiva, la imposibilidad de sostener su hipótesis de 1991, sobre la incómoda singularidad de Reverón. Es por esta razón que el diagrama elaborado por Frederico Morais, en la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur, realizada en 1997, adquiera una importancia creciente, en virtud de la claridad de propósitos de la empresa de re-escritura de la historia del arte latinoamericano. Frederico Morais planteó la necesidad de recuperar a lo menos tres “vertientes”: vertiente política, vertiente cartográfica y vertiente constructiva. El empleo de esta noción conducía, en un sentido de desplazamiento aluvional, a la configuración de una cuenca semántica que es dable llamar, en esta coyuntura, todavía, “arte latinoamericano”. En verdad, no hemos ensayado el uso de otra denominación, aunque tengamos la certeza de que ésta nos resulte insuficiente. Pero Cuahutemoc Medina, en el debate organizado por ARCO (Madrid) en febrero de 1997; es decir, en el momento en que se iniciaban las discusiones del equipo curatorial que acompañaba a Frederico Morais en Porto Alegre, señaló la necesidad de seguir empleando el término por la utilidad que todavía brindaba, estando todos nosotros concientes de la insuficiencia designativa. Planteo esta afirmación de necesidad delimitadora temporal y problemática, en relación a la crítica que he formulado a la exposición que José Jiménez ha organizado bajo el título El final del eclipse , y que ya se ha presentado en Madrid, Badajoz y Ciudad de México, desde septiembre del 2001 . Respecto de lo que pensábamos que se había consolidado desde 1997, en Porto Alegre, me enfrento a una experiencia como la que José Jiménez pone en duda, respecto de la necesidad de continuar reivindicando la denominación “arte latinoamericano”, en la medida que se ha disipado la sombra que se había instalado sobre su existencia. ¿Cómo poder afirmar una hipótesis de esta naturaleza,, cuando apenas hemos podido afirmar las bases de una re-escritura de su propia existencia como distinción y distanciamiento problemático del universalismo que proclama hoy día José Jiménez en un brillante y complejo texto?. Lo grave es que la exposición de José Jiménez tiene lugar a un año de la problemática recepción de Cinco versiones de sur , y aparece en el mercado de las ofertas curatoriales como una exposición correctiva, que por extensión parece introducir el rigor que le faltaría a la otra. Este es el discurso que sostiene la política de in-especificidad disipativa que la fundamentación de El final del eclipse instala. Lo que sucede es que esta exposición ya está interpelada; sus presupuestos ya han sido objetados anticipadamente por la experiencia de la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur; justamente, en su “toma de partido” metodológico. Ahora bien: al plantear Frederico Morais la existencia de vertientes a recuperar, en sus fuentes pragmáticas (obras) y documentales (archivo), no dejaba de instalar en el seno de la propia producción critica brasilera un elemento polémico de carácter estratégico. La posición de Frederico Morais sería implícitamente criticada por las nuevas prácticas curatoriales que se habían venido consolidando en el espacio paulista y carioca de la última década. Mientras la Bienal de Mercosur está en plena producción, Paulo Herkenhoff se hace cargo de la XXIV Bienal de Sao Paulo. Este es un aspecto que no ha sido suficientemente estudiado: en una misma coyuntura, 1997-1998, dos grandes producciones enunciativas, que tendrán importantes efectos en la recomposición del campo curatorial latinoamericano, tienen lugar en la escena brasilera. Sus efectos apenas han sido recuperados por las empresas discursivas externas. El gran error estratégico de la crítica española que se ocupa del “tema latinoamericano” ha sido el de construir una representación a la medida de sus intereses expansivos, sin siquiera haberse tomado el trabajo de inventariar y dimensionar las producciones de instituciones locales; es decir, zonales. Me refiero al hecho político de omisión del efecto recomposicional de las bienales ya señaladas. No cabe duda que la hipótesis de Paulo Herkenhoff acerca de la densidad plástica brasilera, obliga a reconsiderar las relaciones de transferencia informativa desde el diagrama de la antropofagia y del canibalismo. Dicho diagrama plantea a la historia de la historia del arte, suficientes problemas metodológicos que no pueden ser disueltos mediante el recurso a los juegos de visibilidad astronómica. Ciertamente, la metáfora del eclipse resulta insuficiente en la medida que no considera las condiciones de su permanencia. La decisión de disolver la noción de arte latinoamericano, al margen del reconocimiento de las dificultades institucionales y de los obstáculos epistemológicos levantados por las estéticas de la generalidad, constituyen un acto de política discursiva que no puede disimular un objetivo académico sub-colonial. El triángulo referencial constituido por una universidad (Complutense), una empresa transnacional (Telefónica) y el estado español (Cooperación Internacional), en el caso de El final del eclipse , entra en operaciones para disolver, no una designación dudosa –arte latinoamericano-, sino la posibilidad de construir la autonomía de enunciación, que requiere del poder económico y político que le permita inscribir sus producciones en un circuito sancionado por la hostilidad. En dicho circuito, denominado “sistema internacional de arte”, el “otro” –el disuelto como singularidad-, cuando es inscrito, lo es a cambio del adelgazamiento del diagrama de la obra. En esta perspectiva, la XXIV Bienal de Sao Paulo y la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur, señalan perspectivas de avance en la autonomización de los discursos, sobre todo en el terreno de las “ficciones metodológicas”. Esta es una cuestión clave en el redimensionamiento de la relación entre arte y política, referida a los efectos historiográficos producidos por unos enunciados curatoriales que, de manera precisa, se han sustraído de toda política ilustrativa. Si tuviéramos que realizar el estudio de los guiones curatoriales de las bienales ya señaladas, debiéramos afirmar que en la hipótesis de las tres vertientes, Frederico Morais completaba lo que podría ser calificado como una deuda interminada, de la teoría crítica de “antes de la guerra”. O sea, cumplía con extender al máximo la tolerancia crítica habilitada por Marta Traba. Y en esa medida, estaba casado con las opciones “resistentes” elaborada por Marta Traba antes de la instalación de las dictaduras latinoamericanas, entre los 70-80´s. Es como si dijéramos que a fines de los 90´s, la ideología artística e historiográfica de Marta Traba lograba, en el guión de Frederico Morais, su máxima expresión reconstructiva. De algún modo, en las tres vertientes propuestas, se verificaba la hipótesis de la “resistencia”. La primera, llamada vertiente política, poseía un carácter denotativo; la segunda, denominada vertiente constructiva, exhibía un carácter diagramático; mientras que la tercera, vertiente cartográfica, se planteaba como un espacio prospectivo. Como para decir que la vertiente constructiva se convertía en el eje subterráneo de la bienal, elaborando una plataforma de validación del constructivismo brasilero-venezolano-argentino, como una de las invenciones formales más consistentes del continente. Y luego, la política de acción directa, siempre, estará sujeta a las vicisitudes de la denotación iconográfica. En esta lógica, la vertiente cartográfica venía a instalar la reflexión problemática de los supuestos que sostenían las vertientes ya señaladas. La cartografía remitía, por cierto, a la necesidad de los nuevos mapeos de las productividades de “después de la guerra”. Es decir, las productividades de proyección institucional en el período abierto por las transiciones hacia la democracia. Por cierto, esta posibilidad de exponer obras que de otro modo jamás podrían haber estado en un mismo espacio, concentraba el valor de sus productividades emergentes en las coyunturas de los años 60´s. No siempre se da la ocasión de exponer en un mismo espacio obras de José Balmes y de Alberto Greco, de mediados de los 60´s, junto a las piezas mayores de la nueva figuración argentina, surgida en una coyuntura paralela. Del mismo modo, en la vertiente cartográfica, un trabajo como el de Arturo Duclos (huesos humanos pintados) reformulaba la noción gráfica de mapeo, que apelaba en una primera instancia, a la representación del territorio. Finalmente, lo político, lo cartográfico y lo concretista se filtraban, se permeaban, formulando interpelaciones que obligaban a recomponer las escenas de escrituras de cada formación artística. Este fue el mayor logro metodológico de esta bienal. Pero éste sería un logro de escasa lectura inmediata, ya que la Bienal del Mercosur estaba presionada por la extrema cercanía de la producción curatorial de la XXIV Bienal de Sao Paulo: “Antropofagia e historias de canibalismo”. El propósito político de Paulo Herkenhoff apuntaba a redefinir, desde el arte brasilero, el momento de mayor densidad plástica del arte latinoamericano. El modelo del Manifiesto Antropófago , de Oswald de Andrade, publicado en 1928, proporcionaría los términos para la redefinición de las coordenadas bajo las cuales se puede debatir, hoy, las complejas relaciones de las modernidades diferidas, como política de las representaciones institucionales. En este aspecto, el guión de Frederico Morais apuntaba a terminar una historia que había quedado trunca; mientras que el guión de Paulo Herkenhoff intentaba someter a revisión el sustrato conceptual de las categorías empleadas por la historiografía anterior, para dar cuenta del rigor de las producciones latinoamericanas, recuperadas a partir de sus momentos de mayor densidad plástica; lo cual significaba comprender el carácter discontinuo, combinado y desigual de las transferencias artísticas. CHAVRIER, Jean-Francois. El potencial político del arte (i). Entrevista Benjamin Buchloh, Jean-Francis Chevrier, Catherine david, Acción paralela#4. MORAIS, Frederico. Reescrevendo a história da arte latino-americana . Catálogo Primera Bienal de Artes Visuais do Mercosul, Porto Alegre (RG – Brasil), 1997. MELLADO, Justo Pastor. De un modo elusivo y sutil, arte político … www.numcero.cl/mellado/ (Ver sección Ediciones Digitales). HERKENHOFF, Paulo. Introduçao geral . XXIV Bienal de Sao Paulo, Núcleo Histórico: Antropofagia e historias de canibalismos. Sao paulo, 1998.
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