Supongo que tienen que habérselo hecho observar. Lo siniestro de las fotos de Tunick es la puesta en escena del acorralamiento de cuerpos desnudos. Hay una soprendente sobredeterminación ética que define las razones de porqué han sido puestos allí, para ser objeto de un “retrato de grupo”.
Resulta demasiado evidente no poder relacionarlas con las fotografías alemanas del acorralamiento de cuerpos desnudos en un campo de concentración. La fotografía, en su historia, no hace más que citar la historia de la fotografía. En efecto, no hay otro antecedente imaginal que nos proporcione una memoria similar de la presencia contigua de cuerpos bajo condiciones extremas. De hecho, la experiencia en Buenos Aires, con la existencia del “corralito”, parece un chiste diagramático que sella el destino del proyecto. A esas alturas éste no se valida más que por el poder de retener un flujo de circulante, en plena avenida de Mayo. Ello pone el dedo en la llaga: los Estados actuales no están en medida de asegurar la libre circulación de los cuerpos. Es más: no pueden asegurar la estabilidad de la representación de los cuerpos. Pero Tunick deja en el olvido el hecho de que él mismo trabaja con las variedades tonales de la representación de la carnalidad.
Ideológicamente, en el campo de la fotografía, Tunick ocupa las posiciones más conservadoras. Ya les diré por qué. Lo más grave, en lo inmediato, es que su experiencia se verifica como una performance en modelo reducido de las prácticas de restricción migratoria, convenientemente banalizadas por el aparato de producción que la pone en escena. Tunick es “hablado” por el inconciente tecnológico que lo pone en situación de enunciación imaginal. Su gesto solo reproduce en sordina la mala conciencia de una moral calvinista, desconociendo la base barroca de una sensualidad representacional deslocalizada.
No hay noción de toma sin concepto de corral, para distinguir, en el seno mismo de la vida cotidiana, una ruptura negociada de la continuidad. Es decir, una simulación de ruptura, bajo condiciones de restricción vigiladas. La organización de la toma infracta el flujo visual y material de una calle, apoyada en la predominante pedantería de la producción audiovisual que toma prestados sus mecanismos de discriminación productiva a la industria del cine y a las condiciones de manejo de “extras”. En este sentido, se trata de un proyecto que se “extralimita”, para instalar la primacía de las condiciones de concentración de los cuerpos. Las condiciones de producción de la toma fotográfica constituyen, objetivamente, la materialidad del trabajo de Tunick, su propia puesta en abismo, como una meta-fotografía señalada en el cruce mediático instalado a medio camino entre el productor de imagen y el director de fotografía de un documental sobre las condiciones de poder de los medios.
No es, por tanto, una fotografía más allá del documentalismo, sino tan solo la monumentalización de un simulacro de ocupación del espacio público, en el marco de una concepción ingenua de lo que significa una calle. Los cuerpos desnudos señalan y se indican como grado cero de la domesticidad y de la domesticación, en un ejercicio extraño de revrsión del espacio privado en espacio púb(l)ico. Su localización callejera, convocada en horarios que no perturben el tránsito de los signos vestimentarios los deja en suspenso, como depósito y disolución de la privacidad, mediante un acto ritual que administra una distancia inofensiva. Esos cuerpos son forzados a la inofensividad, porque en definitiva, están demasiado cubiertos por el carácter “acontecimiental”, “espectacularizante” de la operación.
Lo fundamental es que no se requiere quitarse la ropa para andar desnudos. Si acaso andar desnudo fuera una metáfora de una parodia adámica, representada en la plaza pública, restringida al uso y manipulación espacial del equipo de producción.
Cuerpos desnudos, en la calle: memoria cercana que Tunick no debiera dejar de considerar. Se trata de los cuerpos de indigentes, muertos de frío, o bien, durante los “años de plomo”, los cuerpos de “extremistas”, extendidos al borde de una cuneta, desnudados por los agentes de la policía técnica. Si acaso Tunick no sabe de eso, habría que decírselo: que su trabajo se homologa al del agente especialista en el “sitio del suceso”, con la pequeña gran salvedad, de que es él quien domina el suceso convirtiendo el emplazamiento de su cámara en sitio de garantización, pero no en lugar de arte. La perversión formal de Tunick consiste en convertir, mediante un pacto, a sus “extras”, en indigentes temporales, para llevar a cabo la amenaza infantil del traje nuevo del Emperador.
Lo decisivo en las fotos nazis: la carne, en blanco y negro. Los individuos despojados de identidad intentan malamente cubrir sus partes pudendas. Acá, en la producción de Tunick, cada participante se realiza como un sujeto convocado por la valencia de su identificación, como vector de un exhibicionismo blando donde la ostentación púbica aplaca la furia del placer de órgano. Dicho placer de órgano es desplazado hacia el símbolo tecnológico de la castración, por efecto de obturación, sedentarizando, fijando literalmente, impidiendo la erogenización del cuerpo social.
Lo dije al comienzo: Tunick es resueltamente conservador, decisivamente reaccionario en su cometido. La promesa de entregar una fotografía a cada participante lo convierte en un agente de aduana que garantiza la validez de un documento probatorio: yo estuve ahí. Francamente, ha descubierto pólvora. En términos estrictos, se trata de saber que se estuvo allí, para adquirir la certeza de no tener que estar en otra parte. Esa otra parte es, para Tunick, para todos, irrepresentable.