Ni quietud, ni silencio.

(Comentario a la entrevista a Gonzalo Díaz en el Artes y Letras del 28 de septiembre).
No concuerdo con Gonzalo Díaz en que el primer premio nacional de la post-guerra creció sin Fondart. Supongo que se refería a don Pablo Burchard.



Pues bien: el es el primer premio de la era radical. Por si no se han enterado quienes han sostenido que el premio está ajeno a la política. Lo que se debe entender es que el premio es un efecto de política cultural de Estado. Del Estado que existía en Chile a fines de esa post-guerra que Díaz menciona. Y lo extraordinariamente curioso es que la ideología de dicho premio subsiste hoy día, como residuo de una voluntad estatal, efectivamente, de post-guerra. Pero ahora, juntando los efectos de Dos post-guerras. La externa, la interna.

El Fondart de la época de Burchard era la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. No la de hoy, sino la de 1946. Era una época en la que el arte no se hacía ni quieta ni silenciosamente. ¡Jamás se ha hecho ni quieta ni silenciosamente! La atribución del premio a Burchard ya es una muestra de eso. Y ciertamente, el premio es una lápida. Pero, ¿qué puede temer Díaz? Es uno de los primeros artistas que ha trabajado la puesta en escena de las lápidas, en el arte chileno, como operación de “grabado”. La foto de “Lonquén 10 años” hace justicia en el artículo de Oscar Contardo, en Artes y Letras de El Mercurio del 28 de septiembre. Como se sabe: la mercurialidad es todo.


Ni quietud ni silencio, entonces. La propia mención a Matta y a su partida como un atentado a la huasería chilena, es un indicio mayor. ¿Con quien se inscribe Matta para seguir algunas clases? Con Hernán Gazmuri, en un taller que éste monta en el edificio de La Nación, después de haber sido “desvinculado” de la escuela, por su cubismo desenfrenado, a juicio de los profesores ligados a Bontá. ¿De que estamos hablando? De que la historia de la escena plástica es una historia de conflictos curriculares que encubren conflictos de personas, que a su vez, modifican tramas político-culturales, que finalmente se mutan en luchas por mantenerse en la escala de salarios, para terminar administrando cuotas de influencia estamental en diversos escenarios para-estatales y empresariales, que, en definitiva, producen efectos en la producción editorial y en la atribución de recursos para investigación disfrazada de otra cosa, buscando re-escribir una historia de ceguera como de recomposición discursiva en que se termina omitiendo la materialidad de las obras, para sobredimensionar “la espiritualidad” de los discursos tautológicos. Hay mucho en juego. Las últimas elecciones en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile así lo demuestran. ¿Cuáles son los Bontá y los Gazmuri de hoy? Si hay algo que celebrar de “la Chile”, es la coherencia de su historia. ¿Cuántos premios nacionales han sido atribuídos a artistas que han sido profesores de la Universidad de Chile?


En su entrevista, Díaz reproduce una opinión anti-galerística que solo puede tener eficacia entre alumnos desinformados y excluídos. Ya no basta con repetir que las galerías “no son más que espacios de recreación de sus propias dueñas”. Eso no le sirve ni a su propia carrera. Díaz no tiene galería. Pero tiene un premio vitalicio. Para que más. En verdad, podemos lamentar que no exista un galerismo a la altura de los desafíos mayores del arte chileno. Pero eso supondría que el arte chileno posee desafíos. Lo cierto es que tan solo hay algunas obras cuyos diagramas plantean desafíos que van, inclusive, más allá de sus propios autores. El punto no es que solo haya galeristas a la altura, sino también, artistas que entiendan las complejidades de las negociaciones entre galerismo, coleccionismo, musealidad, critica medial, etc., para montar un dispositivo que permita inscribir la densidad del arte chileno.


En lo que coincido con Díaz, es en su crítica al periodismo de lectura rápida que confunde la Escuela de Santiago con una corriente artística. En efecto, ese capítulo es sintomático. Exige que sea conocido en su primera existencia documental. Este tipo de inexactitudes indica el nivel de desinformación generalizado que existe respecto de ciertos incidentes emblemáticos de esta escena.


No concuerdo, sin embargo, con la omisión que hace Díaz de su propio pasado, desconsiderando su época en que “le rondaba en la cabeza un proyecto que nunca concretó y que tenía a La Eneida como centro”. Al respecto, he podido transcribir algunas notas sobre sus trabajos de esa época, que pueden servir a la reconstrucción de su política de obra directamente anterior a “Los hijos de la dicha”.


En relación al espesor de la historia del arte, resulta lamentable que Díaz se refiera a razones fisiognómicas, que tienen que ver con la historia del clima y de la configuración geográfica, para terminar apelando a la “mayor profundidad” de las obras chilenas en relación a las obras argentinas, venezolanas o brasileras. Es probable que Díaz no conozca esas escenas. Sería útil preguntarle a los críticos más renombrados de esas escenas acerca de la “falta de profundidad” de sus obras. Por cierto, no hay que tomar en serio estas declaraciones, sobre todo cuando la obra de Díaz resulta comparable y potenciable junto a la de un Luis F. Benedit o de un Cildo Meirelles. Lo profundo tiene que ver con la consistencia de las relaciones diagramáticas entre esas obras y esos artistas. Lo que habría que explicar, más bien, sería por qué la escena chilena, entre 1975 y 1985, por decir, se configuró de una determinada manera y bajo qué condiciones se reprodujo discursivamente, como mito y como relato objetivo de sus prácticas.


En este relato hay que hacer el lugar a la mitología richardiana y su “escena”. En efecto, me complace leer a Díaz declarando que no perteneció a la “escena de avanzada”. Asunto resuelto, entonces. Lo que no implica negar la existencia de la “escena de avanzada” como ficción. Con la “escena de avanzada” ya estaba ocurriendo lo que con el Maipo, en Valparaíso, después del 73.. O sea, al final, medio Valparaíso había estado detenido en el Maipo.


A propósito de cómo Matta rompe el huaserío chileno cuando se va y se instala en la frontera de la investigación artística, ya he manifestado mi posición en la curatoría que hice para la sección histórica de la XXIV Bienal de Sao Paulo: “Matta: malestar del origen, origen del malestar” (1). Es algo más que una simple superación del huaserío. ¿Y porqué utiliza la palabra huaserío? Parece, incluso, etnofóbica. ¿Se referirá a la posición de la pintura chilena, en esa coyuntura, hegemonizada por la Generación del 40? ¡Que generación! Habría que especificar, en el léxico de Díaz, si se trata de huasos clasemedianos, o de huasos oligarcas. Hay una gran diferencia. Matta podría representar la inversión patriarcal de la sociedad hacendal chilena. Huaso, de otro modo. Huaso-patrón.


Ahora bien: donde Díaz se deja llevar por la nostalgia (que ya no es lo que era) es cuando señala que “durante los 80 había una comunidad de ideas, una transmisión de esas ideas a través de coloquios que hoy serían impensables”. ¿Comunidad de ideas? ¡Pero si tuvimos que armar los Acuerdos Díaz-Mellado para defendernos, precisamente, de la “escena de avanzada”! O sea, desde nuestro discurso, al menos desde el mío, jamás ha habido “comunidad de ideas” con el discurso richardiano. ¡Y estamos hablando de 1984! Que conste. Las fechas son muy importantes.


En verdad, no había coloquios abiertos. Hay que reconstruir esa historia con extremo cuidado. No era Galería Sur la pionera en ese terreno, sino el Taller de Artes Visuales. Este taller sesiona y recibe visitas de gente externa al taller, durante un período corto pro muy intenso. Estoy hablando de 1979 a 1982, por lo menos. Ese no es un espacio privado. Es un espacio público que funciona con todas las restricciones de un espacio cultural durante la dictadura. En ese taller funciona la izquierda comunista plástica que toma como bandera, en cierto sentido, mantener la herencia de la Facultad. Hay que hacer la historia de ese taller. Pero no es un espacio privado. Y Galería Sur emerge en un momento en que el propio TAV deja de abrirse para resolver una crisis interna de proporciones que lo conduce a una importante escisión, a mediados de los ochenta. Esa es la historia que falta. La historia de Galería Sur es abierta y documentada. Pero sus coloquios formaban parte de un ritual de cierre de exposiciones. Tampoco se puede afirmar que constituían un sistema discursivo. Hubo coloquios importantes, no por lo que se dijo, sino por lo que se dejó de decir. Por ejemplo, el que tuvo lugar para el cierre de “Fuera de serie” (1985). Desafío a los participantes de ese entonces a reconstruir dicho acontecimiento. ¡Y como no recordar el coloquio de cierre de “¿Qué hacer?”, en 1984! Hay una foto magistral en la que se expresa el extremo malestar de Brugnoli. ¿Qué decía Milan Ivelic de esa obra? Había un cuociente de malestar que resulta curioso cómo se ha aniquilado en la “memoria histórica”. Todavía no se publicaba “Chile Arte Actual”. Todavía se vivía discursivamente dependientes de “La pintura en Chile” (1981).


El espacio público de los últimos cinco años de la dictadura estaba lejos de ser desgranado. Por el contrario. Fue en esa consistencia que se forjaron las distribuciones de poderes de la transición. Se dejó de discutir de un modo improductivo para los agentes. Pero cada grupo de agentes comenzó a agenciar los poderes por venir, en una política concertada de copamiento de espacios universitarios que les habían sido adversos. Era lógico. Los retenes institucionales ya no serían los mismos. Pero no se debe glorificar nuestra situación durante la dictaduira, como una escena cándida, solidaria, donde existía debate. No había más debate que hoy. Hoy, el debate toma giros y pliegues más complejos, porque ha aumentado la complejidad de funcionamiento de las instituciones. Incluso, hoy día, organizar un coloquio puede ser considerado como una gran prueba de fragilidad. ¿Qué necesidad de reproducir el rito de la circulación discursiva, cuando los argumentos ya han sido anclados y convertidos en decisiones de Estado? El espacio público está absolutamente encadenado. No está para nada desgranado. La prueba: el último Premio Nacional de Arte. Esa sola decisión vale por cien coloquios de antes.


En cuanto a la polémica y al intercambio, es interesante que Díaz haya mencionado que la discusión teórica existe. Al menos. ¿Pero, menos que antes? ¿Posee una estadística? Es curioso que sostenga semejante opinión, si él mismo ha estado vinculado a diversas iniciativas editoriales, a través del Magister en Artes Visuales. Lo que no queda claro en su entrevista es la idea que tiene de la discusión teórica. ¿A que le llama, específicamente, discusión teórica? Existe una, a partir de las mismas operaciones de reducción discursiva en la que el mismo participa, a través de la escritura de lo que en otro lugar he denominado sus Agentes de Glosa. Entonces, ¿a que obedece tanto desestimiento? Hay algo de dandysmo en sus declaraciones. Se le exige al premio nacional de la era del Fondart ser un tanto más preciso.


Hace quince años, o sea, en 1988, ¿cuál era la producción discursiva? Pero no se debe olvidar que es la fecha de la publicación de “Chile Arte Actual” de Galaz/Ivelic. Y luego viene el catálogo de “Cirugía Plástica”, en 1989, de donde fue excluído el texto de Pablo Oyarzún. Pero también es la época de “Lonquén 10 años” y de mi texto sobre la exposición de Brugnoli, a la que quince años más tarde hace mención Thayer, en su panegírico sobre el “Déja vu”, que sube a la página www.sepiensa.cl . ¿A qué se refiere, Thayer, en concreto? A la obra de Brugnoli de 1989. Esa obra es actual. El tiempo se ha comprimido. Ha comprimido la discusión. Por eso, en “Extremo Occidente”, Brugnoli arregla la historia a su modo y Díaz no dice nada de eso en su entrevista. Probablemente, las alianzas académicas del presente los obligan a ser cautos. En todo caso, es hoy que, a través de Thayer, la discursividad del ARCIS se las emprende con la tradición richardiana. ¿Qué tendrá que decir Adriana Valdés, del texto de Thayer? ¿Un texto que reconstruye la artificiosidad de la “escena de avanzada” de 1985? Al parecer, la discusión teórica está que arde. ¡¿Como que no hay polémica?! Lo que ocurre es una gran concentración del tiempo polémico. Las discusiones de hace quince años quedaron truncas, por conveniencia táctica, y difirieron su resolución hasta este presente institucional. En ese contexto, Brugnoli no necesita responder a las objeciones ni a las interpelaciones históricas. Le basta con repetir el mismo discurso, con la ayuda de sus amigos. ¡Repite, repite, repite, que algo queda! Pero no produce ningún argumento consistente que desmonte las interpelaciones que le hemos formulado. ¿Y Richard? Que le responda a Thayer; que verifique en el terreno la fortaleza de sus alianzas; que reconstruya el irrespeto institucional de sus colegas arcisianos hacia su discurso. Finalmente, Thayer no hace más que extender la hipótesis histórica formulada ya por Oyarzún en su texto de ¡1988! ¿Y qué, de la fortaleza de dicha hipótesis? La discursividad de Thayer se le subordina como si fuera un texto sagrado. Pero ese texto no pone en escena la propia “escena” de Díaz, sino una lucha por la designación que ya se vine forjando desde 1980, en el momento en que Brugnoli le reprocha a Nelly Richard publicar en papel couché y tapa cartulina king james, cuando él solo tiene apenas para procurarse de un mimeógrafo. No se ha advertido el peso de la instancia tecnológica en la editorialidad de esas escenas discursivas. Entonces, mal podría compararse el debate de hace quince años atrás con una supuesta deflación del debate actual. Por el contrario, lo que existe es un debate que no ha dejado de montarse a través de más de veinte años, con sus encubrimientos, con sus exhibiciones histéricas y sus pulcros retraimientos, con sus humores y reducciones académicas, con sus avances y regresiones, etc. Es decir, en definitiva, la propia decisión del premio, en esta actualidad, es una manera traspuesta de sancionar el mismo debate.


 


Septiembre 2003

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