La disputa intragubernamental por los signos de la Historia.

El Presidente Lagos, desde Boston, envió un mensaje a sus ministros para que resolvieran cuanto antes las diferencias en la Concertación, en torno al proyecto de Ley sobre fuero maternal.

Valga hacer notar que otro hubiera sido el marco de discusión si no se hubiese acogido la presión objetiva que el movimiento social, en esta materia, ha hecho sentir. En el momento en que la Iglesia Católica pone en escena el síntoma de su desesperación ante el fracaso que su propia política (pastoral) de familia, endosando la responsabilidad que le cabe en el quiebre de la representación matrimonial chilena, se discute en el parlamento una ley que tiene por objeto saldar una deuda histórica, que tiene que ver con el maltrato estructural a que son sometidas las madres trabajadoras, justamente, por ser madres, y, más aún, por trabajadoras. Pero este no será el objeto de este análisis, sino la proyección imaginaria del mensaje del Presidente sobre otro tema, que lesiona sus propias iniciativas simbólicas. Lo que impresiona, sin embargo, es la firmeza del mensaje desde lejos. Siempre, hablar desde lejos, es otra cosa. Recuerdo las cartas de Lenin, en los momentos previos al asalto al Palacio de Invierno. Escribía “cartas desde lejos”. ¡Que asociación! ¡Que lapsus!

La portada de La Nación del 12 de septiembre es para guardarla en una colección de residuos gráficos de la Transición Interminable. La fotografía de portada reproducía la imagen del Presidente, de pie, solo, frente a la bandera chilena colgada, haciendo cortina sobre la puerta de Morandé 80. Dos carabineras, como cariátides, enmarcaban la escena. Estaban paradas sobre unas tarimas circulares, forradas en alfombra verde. Era la “instancia kitch” que debe tener todo acto ceremonial que se precie de tal. Las carabineras han sido el elemento de ambigüedad política que debe tener todo acto ceremonial destinado a saldar algunas cuentas. Es en esa misma puerta, por ejemplo, que se dice que Alessandri Palma le gritó al general Arriagada, “que los maten a todos”, en el suceso del Seguro Obrero. La puerta de Morande 80 es eso, también. Sobre todo, la imagen de la virilidad policial. De ahí que las carabineras soporten el gesto de una virilidad ciudadana que necesita limpiar más de una imagen. Sobre todo, enmarcadas, ellas mismas, en uniformes viriles. Por eso, en su rol de cariátides imaginarias, restituyen el soporte que la traición de sus “antepasados” desmanteló. Este ha sido, sin lugar a dudas, un diseño que aporta la cuota de “grecidad” necesaria de todo acto republicano.


Cuando el Presidente Aylwin asistió al acto del Estadio Nacional, en 1990, la bandera de Chile fue desplegada para cubrir, como sudario, el cuerpo imaginario que yacía en toda su extensión. Aquí, en cambio, la bandera fue dispuesta como cortina, para denotar la necesidad de “descorrer el tupido velo” sobre la historia. Más aún, tratándose de la apertura de la puerta clausurada por la restauración pinochetista de La Moneda. Y finalmente, el Presidente Lagos, solo, frente a la bandera, antes de ingresar por la puerta.


Le tomo prestada a Fernando Paulsen la siguiente interpretación: en su último discurso, el Presidente Allende dijo una frase que todo el mundo la olvida, para sobredimensionar la siutiquería de “las grandes alamedas”, y que tiene que ver con su absoluta soledad, y decepción, cuando sostiene que “otros hombres” tomarán la responsabilidad de continuar con esta herencia. La figura solitaria del Presidente Lagos se refiere a eso: otros hombres. Unos hombres que no son los de ahora. Y es más que probable que, no sean, los de ahora. Que vienen a ser los mismos. Hasta en el diagrama de sus diferencias, si nos atenemos a la reposición interpretativa de sujetos en busca de limpieza de imagen partidaria, ante “La Historia”.


Hasta aquí, todo bien. El Presidente Lagos, de pie, en silencio, con la bandera, frente a la puerta, etc. Es aquí que la limpieza de este acto performativo de pulcritud ejemplar, se ve desmentido por la disposición pictórica dispuesta en el interior de La Moneda, en uno de los salones inmediatos: dos pinturas del artista Muñoz Vera, en una de las cuales se representa una ventana de La Moneda, destruida durante el bombardeo, y en la otra, aparentemente la misma ventana, con el Presidente Allende saludando.


Este incidente escenográfico ha desmontado el gesto performativo del Presidente Lagos, así como la decisión informadamente contemporánea del Ministro Bitar en su voto para el premio nacional de Arte 2003. Se necesita de un mensaje del Presidente Lagos, desde el Boston de nuestra conveniencia artística, para que le ordene a sus ministros poner orden en el manejo de los signos. Tenemos, entonces, por un lado, en la contemporaneidad del arte, a Lagos-Bitar, y por otro lado, en el convencionalismo ilustrativo de la historia, a Insulza. Esta distinción habla, de manera más significativa que cualquier discurso explícito, de la dimensión de las contradicciones internas acerca de la Re/Factura de la Historia.


Lo que Insulza reproduce, como gesto, nos hace desconfiar en el grado y sutileza de su información en arte contemporáneo. Siendo él, de Interior, se ocupa, además, del “interiorismo de Estado”. Si esa es la tolerancia de su línea formal, en la que ratifica el rol ilustrativo que le asigna a la pintura, ¿por qué no desconfiaríamos de su sutileza política como de su estatura de “hombre de mundo”, de político informado? Ya que al introducir la representación de la destrucción del edificio, en el edificio mismo, después de haber abierto Morandé 80, se confía demasiado en la literalidad de los signos.


Representar, en el interior restaurado, la destrucción del exterior en su anterioridad, mediante la conversión pictográfica de una fotografía, implica no solo una redundancia, sino una falta de pulcritud, y un error formal, por no decir político, en cuanto al hecho de que la apertura de la puerta señala, justamente, de manera suficiente, la instancia de ruinificación efectiva por la que atravesó esa edificación.


La ruinificación del lugar ha sido repuesta en escena, por la re-habilitación de la puerta clausurada. He ahí la caída de la gente de Interior, que no dimensiona, ahora, en términos de polémica plástica, el convencionalismo de su propia representación política, que en definitiva, representa el convencionalismo de su propia puesta en representación, al interior del Palacio.


Pero el asunto no queda aquí. ¿Las obras de Muñoz Vera han sido el producto de una donación? ¿Han sido adquiridas? ¿Por quien? ¿Están solo en comodato? ¿El Palacio de La Moneda posee una colección independiente? ¿Cuál es el punto de partida iconográfico de ambas pinturas? ¿Las históricas fotos de Luis Poirot? ¿Qué hay de los derechos involucrados? En otros países, la casa de gobierno posee una colección propia, con su director responsable. ¿Nos encaminamos hacia esa meta?


Que una cosa quede clara: no puede haber representación cercana del drama, al sitio del propio suceso. Napoleón hacía pintar grandes panoramas de las batallas emblemáticas del Imperio, con el objeto de “sensibilizar” a las masas sobre el destino de sus campañas. Guardando las proporciones, la gente de Interior convierte la documentalidad fotográfica en espectáculo regresivo, que cita, y busca recomponer, el gesto de la escultura instalada en la esquina de Morandé y Moneda. En algún lugar, lo que la gente de Interior buscó, fue una ratificación ceremonial que el monumento exterior no le proporciona, a la memoria socialista, transformando las escenas de Muñoz Vera en la expresión de un curioso “realismo socialista”, que prácticamente jamás tuvo cabida en la escena plástica chilena. No deja de ser chistoso. La Moneda interviene en la recomposición de la historia de la pintura. A menos que este montaje esté destinado, además, a forzar la exposición de Muñoz Vera en el Museo Nacional de Bellas Artes. ¿No será mucho? Pero la clase política siempre mete por la ventana la pasión indicativa de sus “recuerdos de infancia”.


 


Octubre 2003

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