El 16 de octubre ha sido fijado como fecha para el encuentro con Angela Ramírez, en Gabriela Mistral. No quisiera que en esa ocasión se discutiera sobre el incidente del atentado a la obra. Sus autores habrían logrado su objetivo.
Al menos, han logrado el objetivo parcial de que se hable de la acción, pero no de sus nombres. Solo sé que se trata de estudiantes. No me interesa saber siquiera de qué escuela provienen. Lo cierto es que ha habido nuevos elementos que ponen en duda la hipótesis del accidente camino al baño. Se trataría de una “investigación” en el marco de un trabajo de “tesis”. Ello supone que hay un profesor guía que se ha hecho cómplice del atentado, al no poner los límites académicos y éticos de un trabajo. Había, previo al acto de “subirse” a la obra, gente grabando. La grabación de sus compañeros señaló el marco de lo representable como interpelación de la institución. Pero semejante interpelación asumió el formato de una violación del principio de la autoría y del respeto a la permanencia de su propia presencia.
Resulta curioso que no haya habido manifestación de artistas y críticos sobre este asunto. He llegado a escuchar argumentos de apoyo a dicha acción, justamente porque agredían y cuestionaban a la institución del arte, representada, en este caso, por la galería. Pero en este argumento sorprendente se pasa por alto el hecho de que la institución arte supone la existencia de la obra bajo ciertas condiciones de exhibición que asegura su permanencia, a menos que su destrucción esté implícita en el protocolo de su existencia institucional. Hay otro argumento a favor de la acción que apela a la extrema tolerancia que debe tener un lugar de exhibición en relación a la experimentalidad. ¡Pero por favor! ¡No le vamos a llamar experimentación a un acto vandálico!
Lo pondré de la siguiente manera: cuando estaba en el colegio, tenía a un compañero que había sido expulsado de varios colegios. Era un duro. Pero me hizo, una vez, el relato avergonzado, de un acto de vandalismo que puede ser asociado, con las debidas distancias, a éste. Había sido invitado junto a unos compañeros de un colegio del barrio alto, a una fiesta en la casa de “una turca”. A él y a sus compañeros les pareció que “la turca” había tenido la osadía de invitarlos, siendo, ella, sindicada como rota, con plata, sin filiación nobiliaria. Eso los excitó. Dejaron la zorra. Vomitaron en el piano, ensuciaron las cortinas, mearon en los dormitorios, etc.
En esta comparación hay algo sintomático. Los chicos del colegio del barrio alto decidieron darle una lección a “la turca”. Una hipótesis de esta naturaleza solo se puede asentar en un medio suficientemente “mal criado”, que en el contexto actual de educación privada, muchos estudiantes se conciben como clientes y, por lo tanto, sus profesores pasan a satisfacer el rol de empleados domésticos. En este marco, el espacio de enseñanza no es, en sentido estricto, un espacio de enseñanza, sino un lugar de reproducción de la pedantería estructural de estudiantes que, por lo demás, disponen en no pocas ocasiones, de recursos instrumentales significativamente superiores a los que disponen sus profesores. Pero además, es probable que, algunos profesores, le atribuyan a estos estudiantes, el rol de portadores de su propio rencor hacia “la institución”.
Es interesante el apelativo de “la turca”. La Galería Gabriela Mistral parece como sinónimo espacial de “la turca” en el arte; es decir, un lugar de “rotos tirados a gente” que deben recibir una lección ejemplar. Más aún, cuando en ese lugar, el día del incidente, se lleva a efecto una conferencia dictada por un curador internacional. El objeto del incidente, por cierto, se enmarca en el diseño de este tipo de visibilidad sobre un “acto performativo” que adquiere el estatuto de “dato etnográfico” sobre el carácter de la escena plástica chilena.
Hay otro hecho que se asocia a este incidente. Es el recuerdo que tengo del arribo de Gerardo Mosquera a Santa Cruz, para asistir a una residencia de artistas. Hubo una acción realizada por una artista que consistió en esperarlo con una pancarta en la que se leía “artist for export”. Sobran comentarios. El incidente en la Gabriela Mistral, tiene lugar, como “cierre” de la conferencia de Cuauhtemoc Medina. ¿Acaso dicho incidente fue una operación de oferta de “artist for export”?
En el texto que ya escribí sobre este incidente hice mención a la “posible carrera” performativa de estos estudiantes. Una artista me comentó que en el fondo, al reconocerlos como performistas, aún bajo las condiciones de un chiste, los avalaba. ¡Que va! Lo que no ha entendido esta artista es la condición del chiste como diagrama interpretativo. Lo que este incidente pone en relevancia tiene que ver con los límites y las fortalezas de las instituciones de arte en nuestro país. Pero sobre todo, expone el estado de situación de las condiciones de enseñanza superior de arte, como un espacio endogámico, autoreferente, que funciona para satisfacer sus propias necesidades de reproducción. Pero aquí se ha llegado a un poco más lejos: hay que preguntarse en qué medida, los estudiantes son portadores y ejecutores de la bronca de sus profesore.
Octubre 2003.