Parodia del retrato: Paradoja de la Identificación.

Al ingresar a la sala de exposiciones de Matucana 100, se percibe en la calculada semipenumbra de sitio, una línea de cajas de luz que se distribuyen a media altura, a lo largo del muro del altillo. No he retenido el número.

Pero de tres en tres, arman una continuidad sobrecogedora, determinada por la reiteración, tanto de la toma como de la pose. La primera señala el lugar del artista –Bernardo Oyarzún-; la segunda indica la posición del sujeto, que es objeto de la toma. En términos estrictos, la disposición obedece al criterio editorial que caracteriza el gesto formal de Bernardo Oyarzún: fotografiar a las personas que conoció, en su barrio, durante su infancia, en Cerro Navia. Inventario afectivo, realizado de manera a calzar con un tic metodológico, que resemantiza un gesto cuyos antecedentes debemos pesquizar en la Obra Dittborn. Desde ahí, por cierto, Bernardo Oyarzún reinvierte el método de la pesquisa referencial, suficientemente codificada a través del montaje conceptual e iconográfico de “una historia del rostro”, para declarar la necesidad de recuperar “una historia del retrato” que ha estado implícita en el fondo imaginal de una fisiognómica de clases, cuya consistencia amenaza las leyes de la representacionalidad chilena.

Entonces, tenemos, una línea de cajas de luz, que distan absolutamente de la estéril estrategia simbólica de quien sabemos, que tetaniza el (d)efecto de la imagen mediante el (re)curso profiláctico de tecnologías de exhibición en “puntos de venta”. ¡ Absolutamente no! Sino que remite a la luminosidad ominosa de los ordinarios aparatos de lectura (visionamiento) de radiografías en consultorios públicos. Además, el revelado de las copias está realizado en un procedimiento que “simula””una placa de radio. Esto corresponde al marcaje del deseo de Bernardo Oyarzún, por convertir el procedimiento fotográfico, ya colonizado por el “bertilloneo”, en un instrumento de auscultación del “alma”. Como si mediante ese procedimiento, resolviera fijar el impulso fisiognómico de cada rostro convertido en enunciado gráfico del estado actual de la mirada, en el contexto de un consumo imaginal industrial averiado simbólicamente por el genotipo de “revista Paula”, convertido en significante de representación corporal.


Enseguida, enfrentado al muro del altillo, tres paneles con sendas gigantografías: en el primero, Bernardo Oyarzún reproduce el diagrama de las proporciones del cuerpo según Vitrubio; en el segundo, reproduce textualmente la lista de sobrenombres que el artista ha tenido que “soportar” durante su vida (negro curiche, selva oscura, alacalufe, kunta-kinte, etc); y, en el tercero, la reproducción de su propia imagen, desnudo, calzando la pose del hombre de Vitrubio, sobre un fondo que repite el cuadrado y el círculo que fija la dimensión de las proporciones.


El dispositivo de montaje le ha permitido a Bernardo Oyarzún, enfrentar una línea de objetos luminosos, que le permiten forzar la asociación con los “objetos ominosos” de la representación, a un tríptico que reproduce la tensión de un retablo, en que, la letra de la nominación sustituta ocupa el panel central. En todo retablo, simbólicamente, en su panel central, se localiza un indicio de aquel de quien no se tiene imagen. Mientras que los costados, un panel desmonta la validez de su contrario: la pose de Bernardo Oyarzún contradice la pose del hombre de Vitrubio. Pero por esa vía habilita la condición de la merma de la representación, como soporte de trabajo. Es decir, la merma como aquello que, debiendo guardarse, sin embargo existe y no puede ser omitida, ya que pone en escena, construye su presencia desde la apropiación de las propias maneras de nombrar su exclusión, su diferencia, su diferimiento como efecto real.


Ya se sabe, suficientemente, el monto de la deuda que el arte contemporáneo mantiene con la ciencia criminológica. Los métodos de la investigación policial han llegado a convertirse en referentes de la retórica de los procedimientos. En eso consiste el acervo del propio Bernardo Oyarzún, que se conoce todo Díaz/Dittborn al revés y al derecho (¿Quién el derecho? ¿Quién el revés?). Pero ya no requiere cumplir con la “tarea para la casa”, sino articular una plataforma procesual que considere la cuestión del procedimiento policial en su total y absoluta literalidad. Más aún, cuando el término “procedimiento artístico” proviene de la ley orgánica de Carabineros, que define en qué consiste un “procedimiento policial”.


El punto de partida del trabajo de Bernardo Oyarzún ha sido, justamente, la práctica del “procedimiento policial” que consistió en detenerlo por sospecha, solo a partir de su consideración fisiognómica. Es decir, convirtió el inventario de la rostro-eidad, en condición de enunciación de su posición como ciudadano, subordinado por la inflación del nombre sustituto. En definitiva, no requería recuperar imágenes de delincuentes impresas en revistas de polícía técnica, sino simplemente hacer visible la representación directa de su imagen, criminalizada desde la primera percepción, como indicio de trabajo para los especialistas de la “ciencia de la conjetura”.


 


Mayo 2003.

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