Si hay algo que debe ser reconocido a propósito de la Convención de Cultura, de la que ya nadie habla, sino tan solo para asegurar la distancia ejecutiva entre la complacencia legendaria de las autoridades ministeriales y el estable malestar de los consejeros de regiones, es el cambio experimentado en las artes de la inauguración .
Los días de los zancos y las batucadas han sido reemplazados por el bolero y el folklore urbano. Es así como en las nuevas conmemoraciones de “lo popular”, la música ilustra la sentimentalidad del ente nacional de cultura, entre Lucho Barrios y el Tío Lalo. Bastó que el Consejo se instalara en Valparaíso para que nos impusiera el giro doloso del “jotacruz” y del “cinzano”. Por eso, el paradójico climax inicial de la Convención debía encontrar su momento en la proyección de unos cuantos minutos de “Valparaíso, mi amor”, sobre los muros de la arquitectura de polideportivo militarizado del congreso.
¡Que manera de sufrir! La proyección de esas imágenes sobre la superficie simil marmórea mata a cualquiera. Siempre hemos sabido lo que se puede esperar.
Lo que los agentes ministeriales no saben es que al proyectar las imágenes de Aldo Francia en el congreso de opereta, la legislación sobre cine se hace sancionar como conquista del socialismo fílmico, en contra del social-cristianismo representado, para estos efectos, por Patricio Kaulen. Para los efectos de legitimar una política Nacional-Popular, en el terreno de la producción imaginal, Aldo Francia satisface la solicitud orgánica. El catolicismo pre-ecuménico de “Largo Viaje”, acosado por el inconsciente rural (velorio del angelito) ha sido desplazado por la memoria presente del miserabilismo pre-marxista de “Valparaíso, mi amor”. Era la fase neo-realista que nos debía hacer (la) falta, para sostener el “deseo de cine” (industrial) chileno.
Es curioso que se fortaleza la cuestión identitaria, en el cine, en épocas tan crísicas: el período de la pre-UP y la fase de la post-Transición. Habría que estudiar esta situación que afecta, más que nada, a las transformaciones de las narrativas sociales específicas.
De todos modos, las imágenes de “Valparaíso, mi amor” en ese congreso resultan patéticas. ¡Pero si todo cuadra! El presidente Lagos se refería al mural de Muñoz Vera en el Metro, frente/debajo de La Moneda, como reverso pictórico de un anverso fotografiado. Su discurso dio en el clavo. La relación de imágenes entre la película de Aldo Francia y el congreso es de la misma naturaleza que la relación que se establece, hoy, entre las ruinas pintadas de Muñoz Vera y las fotografías de Poirot. Hay, en ello, una inconciencia decisiva para sellar el futuro de las reflexiones sobre identidad ciudadana.
La ruina transita de un soporte a otro, como las imágenes de ese Valparaíso de Aldo Francia, que tuvo que soportar la violencia del implante del edificio del Congreso. Las imágenes escogidas con ocasión de la inauguración de la Convención de cultura apelaban a la memoria de antes , en ese mismo lugar. La escena de la visita a la cárcel hace que la cárcel sobreviva, en la imagen, y se instale como fantasma en el mismo sitio que hoy, alberga mal, un proyecto “cultural”.
No importa: en Badajoz, Extremadura, hay un museo de arte contemporáneo edificado sobre la estructura de una cárcel franquista. En esta relación, el Congreso se nos aparece como la cárcel de la imagen que la edificabilidad de Valparaíso sostiene. Por eso hay que tener tanto cuidado con las inauguraciones.
En efecto, algo está ocurriendo con las conmemoraciones. En el mes de la patria, grupos emblemáticos de la farándula concertacionista se han convertido en soporte de fonda . No hay que olvidar que Valparaíso es un fondeadero. De la Cultura. Y por eso, resulta brillante la idea de titular a una fonda, “la fondart”. Quiere decir que la sigla se ha convertido en un sustantivo de marca mayor. Palabras nuevas para designar la posición del discurso de régimen hegemónico. Cuando estas palabras comienzan a circular de este modo, es porque han adquirido un potencial de banalización significativo; el público castiga las nuevas realidades atribuyéndoles designaciones jocosas que recoge del léxico mecánico de la administración.
Esto, porque la “fondarización” ha permitido el adelgazamiento de la producción de arte contemporáneo, normalizándola como operación de proyecto . El artista, en consecuencia, ha dejado el taller para deslizarse de estatuto y de función. En el fondo, ha funcionarizado su estatuto. De este modo, ya “no se tiene obra”, sino que “se presentan proyectos para obtener sala”.
Si no hay “sala”, no hay “obra”; sólo maquetas-de-obra . Eso es el arte chileno : un arte-de-maquetas .
¡Gran victoria para el Fondart!
Septiembre 2004.