En la era de los fondos concursables lo que prima es el diagrama de los evaluadores y de los jurados. El éxito de un concurso depende de la relativa homogeneidad de los evaluadores y miembros del jurado. La extrema diversidad de proveniencia formal, que supone satisfacer tendencias múltiples, solo empeora las cosas porque los criterios se anulan y, al final, se termina cuoteando inevitablemente las asignaciones. Soy partidario de un relativo dogmatismo decisional fundamentado, porque al menos, aunque las evaluaciones favorezcan tendencias, los efectos de su implementación suelen ser más contundentes, por una cuestión de tamaño y de permanencia en la aplicación de un dispositivo de apoyo.
Eso ha funcionado en años anteriores, cuando ha habido responsables “conceptuales” y en otros, pintores “imagineros”. No importa que cada cual sea lo que fuere, sino que respecto de su sector, al menos sea consistente en sus evaluaciones, ya que al final, en la cantidad, siempre habrá uno que otro proyecto “que salve”.
En artes visuales, no cabe duda que los fondos concursables fomentan el academismo del proyecto en desmedro de la producción de obra. Ya los artistas emergentes no producen obra, sino que formulan proyectos. Digamos que sus obras son sus proyectos fácilmente transferibles a un soporte editorial. Finalmente, en lo concreto, la producción de obra no resulta ser más que la excusa para ejercer editorialmente. Y en este sentido, lo que se evalúa resulta ser una ficción. No se evalúa la fisicidad de una producción específica, sino un “propósito”. Por eso, la discusión a nivel de jurados deviene totalmente política. Y el éxito de un concurso depende, entonces, de la sofisticación que cada conglomerado exhibe en el momento de hacer el corte de fondos.
El trabajo de un fondo concursable no es significativo por los proyectos que evalúa, sino porque produce discursividad administrativa en relación a una ficción de política pública que es asumida con falso pudor. O sea, lo que importa es la depuración de la ideología plástica del jurado y la visibilidad de las fuerzas de intervención que cada miembro representa. Por eso mi advertencia sobre las anulaciones, cuando se constituyen jurados demasiado diversos.
Por otra parte, cada jurado es la expresión del “estado del arte” en una coyuntura determinada. En este terreno, el arte que tenemos depende de la configuración de los jurados, porque ellos ponen de manifiesto el estado del “sentido común” orgánico de nuestro sistema. De este modo, resume los deseos y esperanzas de grupos decisionales que al atribuir los fondos, adquieren un poder de extorsión simbólica que será invertido en el manejo de cada uno de sus frentes respectivos a lo largo del año.
Lo anterior podría tener eficacia si todo el esfuerzo analítico estuviera destinado a definir una programación más específica, en el curso de la cual se podría llegar a consolidar un campo. Eso sería “super bueno”. Pero en general, la fondarización no piensa en grande.
Pensar en grande podría ser, por ejemplo, concebir evaluaciones de obras que presenten potencialidades de expansión fuera de la escena plástica. Eso implica disponer de una ficción exterior más o menos armada. Sin embargo, me asalta una pregunta: ¿cuántos de los evaluadores disponen para si mismos de una ficción exterior?.
Lo que acabo de plantear no tiene que con “promoción”, sino con expansión inscriptiva de una obra . Para detectar dichas potencialidades, un jurado debiera disponer de una lectura del mapa de la producción internacional más cercana.
Pero no: la fondarización, a lo más, reproduce las mañas reproductivas del poder en el “patio chico” del arte; es decir, atribuye fondos por compensación. De este modo, no hay, como es el caso en regiones, inversión en “experimentalidad”, sino tan solo apoyo a las subordinaciones académicas metropolítanas. Cuando no se trata de artistas que han emigrado a provincia y por ese solo hecho han elevado el nivel de la postulación de proyectos. Pero reproducen las tareas de la escuela.
Enero 2005