En el 2004, para la primera convención de cultura, la apertura fue en el edificio del Congreso. En esa ocasión, con la ayuda de dos poderosos proyectores digitales, dirigidos contra los muros de la gran sala plenaria, fueron reproducidos algunos fragmentos de la historia del cine chileno. Pero por lo que recuerdo, se trató de imágenes que pertenecían a filmes en que el puerto ocupaba un rol fundamental. Era comprensible, ya que el encuentro se desarrollaba en Valparaíso. Y luego de esta proyección y de los discursos de rigor, hizo su ingreso una bandita numerosa que tocaba un aire muy circense. Era el espíritu de la ciudadanía que ocupaba el lugar legislativo como un gesto afirmativo de la voluntad de convertir la cultura en el eje del gobierno.
El miércoles 25 de enero, en el Palacio de La Moneda, se realizó una cena en honor al presidente de México, Vicente Fox. Todo bien. Había dos proyectores digitales montados sobre unas estructuras que opacaban seriamente las esculturas de Roberto Matta. En plena cena, de estas linternas mágicas digitales proyectadas contra los muros, siguiendo la misma estructura de intervención narrativa que en Valparaíso, se pudo apreciar una secuencia de fragmentos fílmicos en Violeta Parra cantaba y bailaba. Repito: todo bien.
Solo que daba para pensar que el aparato ceremonial de palacio estaba aquejado de un severo golpe de animismo. Estas proyecciones, de imágenes fuertemente contrastadas, de documentos que a todas vistas habían sido recuperados y restaurados, fueron virados al magenta. Aquí empezó el descalabro. Hasta ese momento, daba para pensar que el homenaje era rigurosamente austero. La capitanía general exhibía la pulcritud sureña a los visitantes virreinales. Violeta Parra cantaba como si no fuera una canción. Era una pieza de arte sonoro. Y luego, cuando baila sola, parecía una performance. O sea, no cabía de asombro ante la precisión conceptual del aparato ceremonial. Era tan solo una ilusión.
El desastre comenzó cuando la imagen fue virada al magenta. Y prosiguió con un arreglo coral de “Gracias a la vida”. La autonomía del arte sonoro de Violeta Parra fue convertida en ilustración de sentimentalidad “gospel”. ¡Listo! Ese fue el preámbulo para que aparecieran unos infantes bailando diversos aires de nuestra tierra, seguidos de esbeltas adolescentes que, en una versión “bafonezca”, hacían algunas evoluciones entre las mesas y la pileta. Todo esto iba en aumento, hasta que ingresaron unos mocetones con los pies desnudos, vestidos como esclavos de teleserie brasilera, portando paños de colores y dos grandes banderas, una chilena y la otra mexicana, que eran enarboladas con brío de opera de la gran revolución cultural china.
Lo que se pensó en un momento muy breve, que se trataba de una “ceremonia conceptual”, se transformó rápidamente en un carnaval cultural regulado por un guión modelo “folklore-tipo-los-buenos-muchachos”, pero más estilizado. El espíritu de la ceremonia inaugural del primer encuentro de cultura fue trasladado a palacio, para saludar la presencia de tan ilustre visita. Acá, la bandita fue sustituida por un coro y un espectáculo coreográfico. Esto no es “lo que hay”, sino lo que se hace para “que siga habiendo”.
Lo sorprendente de este asunto es el empleo del material fílmico restaurado como simil tecnológico de la memoria. Sin embargo, es una memoria en alto contraste, poblada de imágenes de “antes”. De bien “antes”. O sea, de antes de la Unidad Popular. Si bien, la nostalgia ya no es lo que era, todavía se le puede seguir sacando provecho a la ficción de la bondad natural de las luchas pretéritas.
Este sería un lapsus del dispositivo ceremonial, que apela sin darse cuenta a las imágenes que puedan encubrir la vergüenza de sus pactos de gobernabilidad. Por eso he sostenido al comienzo, que el gobierno se ha vuelto animista, al proyectar imágenes contra los muros internos y externos del palacio referencial, como si fuese un lavado lumínico de su propia falla de representación.