La Exposición de Parra (5)

Partí por la crítica del recorte para llegar a la motricidad gruesa de Parra y terminé formulando una hipótesis sobre la cortesanía de la pintura surrealizante en Chile. Sin embargo, insisto en detenerme en el uso que hace Fernández de la palabra profesor. Lo hago motivado por la columna de Jorge Edwards en “La Segunda” del 8 de septiembre.


Había salido de mi casa rumbo al aeropuerto, no sin antes haber escrito una primera entrega sobre el artículo de Fernández en The Clinic. En pleno vuelo descubrí la columna de Jorge Edwards. No la comenté sino hasta después de haber trabajado algunas figuras que Fernández empleaba y cuyo tratamiento permite seguir analizando otras cuestiones, más allá de la muestra de Parra.


Fernández, al “profesoralizar” su argumento en mi contra, reproduce la certeza que va más allá de la muestra y que es compartida por la gran mayoría, a saber: la depreciación del estatuto del profesor de artes visuales en enseñanza media. Jorge Edwards en su columna adopta una posición similar, aunque lo hace de modo más indirecto.



Lo que hace es relatar la visita de unos escolares cuyas risotadas denotarían su comprensión de la muestra, en mejores condiciones que lo que yo mismo o sus profesores podrían hacerlo. Los escolares habrían entendido mejor la exposición porque se habrían dado cuenta que, en el fondo, Parra no se proponía más que jugarnos una humorada. Por eso no valía siquiera haberse tomado el trabajo de demolerla mediante la crítica, ya que la exposición estaba demolida de antemano.


Esto es más grave aún, porque se supone que los escolares captan con mayor precisión la impostura de la autoridad docente, en este caso, la de Parra, y lo que es peor aún, la de ver a sus profesores hacer el ridículo por tomar en serio algo que ellos mismos saben que carece de seriedad.


Habría una especie de sabiduría innata en estos escolares, cuya expresión sería la risa. En ese cuadro, los profesores se reconocerían como seres risibles. ¡Pobres profesores! El relato de Jorge Edwards es síntomático: “Tuve la rápida impresión de que los alumnos entendían mejor la muestra que los profesores, lo cual quizá sería extensible a la critica de arte, con perdón de Justo Pastor. Porque los alumnos y las alumnas se reían francamente, o sonreían con relativo disimulo, bajo las miradas adustas de los profesores, y a mi me parecía que la muestra estaba hecha para eso: para reirse de buena gana o para sonreir tapándose la boca”.


Repongo la cuestión del profesor en el debate. Este no entiende la muestra; queda en falta con los alumnos. Sin embargo, relativizo la posición de Jorge Edwards, porque los escolares se ríen de buena gana en todas las visitas que hacen a los museos o a los centros de arte. La risa de los escolares y los empujones forman parte de toda “salida a terreno” o actividad extra programática fuera del aula, ya que son percibidas como situaciones excepcionales en las que la escolaridad puede expresarse como un colectivo perverso, contra el profesor, que hasta ese momento es representación directa de la autoridad política.


Recuerdo con estupor haber asistido a la visita que un grupo de escolares austríacos hacía al campo de concentración de Mauthausen. En dos filas, avanzaban por el patio central, desde las barracas hacia el museo de sitio, en cuyo subsuelo se encuentran los hornos crematrios, empujándose unos a otros, dándose cachamales como si fueran de paseo. En verdad, estaban de paseo. El formato “salida de escolares” puede desmontar cualquier cosa y tornarla ridícula.


Una visita es concebida como un respiro en el seno del espacio escolar reglamentado. Es decir, es una actividad en la que de modo regulado el escolar puede concretar su fobia, a costa del malestar del profesor, para quien, la conducción de una visita raramente es percibida como un premio.


Existe una nueva práctica en las instituciones de exhibición, que consiste en organizar las visitas de colegios como una actividad de proyección educativa. Los colegios han pasado a ser, por decreto, una especie de públicos cautivos para las instituciones. A los responsables de estas últimas, solo les interesa mostrar a su directorio cifras de asistencia de público, sin discriminar sobre su calidad. Los colegios son los primeros surtidores de público, sin que por ello las instituciones aseguren el montaje de un sólido aparato educativo. No basta con disponer de un par de guías. Esto implica pensar que si hay aparato educativo consecuente, no hay risa de escolares, no hay mirada adusta de profesores.


Lo que hay que preguntarse es si la muestra de Parra contempla una plataforma educativa que permita atender a un contingente de estudiantes, mediante la puesta en práctica de un dispositivo de acogida, que contenga a estudiantes y profesores, para hacer saber a los diversos públicos, tanto de la poesía de Parra como de sus experiencias visuales anteriores. Lo que obliga a considerar la reproducción de un discurso curatorial, conocido a través de folletería adecuada, con talleres, recorridos guiados, fórmulas para articular el trabajo de aula con la visita como formato
didáctico.


Si no se monta, en exposiciones como éstas, un gran aparato educativo, volveremos a confiarnos literalmente en la risa de los escolares para saber si una exposición funciona o no funciona.


La cuestión de las visitas guiadas a escolares abre la discusión de la formación de monitores, extensible a los profesores que conducen las salidas de aula. O sea, plantea el montaje de formas flexibles que relacionen a los centros culturales, en particular éste, con públicos estratificados que exigen un tratamiento diferenciado.


No es lo mismo trabajar en atención de escolares que acoger y orientar a los miles de personas que acuden al CCPLM durante los fines de semana. ¿De qué público se trata? ¿Hacemos estudios de procedencia, de motivación, etc., para diseñar grados de no especialización? ¡Se trata de un centro cultural cuyo trabajo debe ser ejemplar y dicte pautas de referencia para centros de rasgos similares en el resto del país!.

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