En general, no es bueno analizar un objeto a partir de lo que le sobra o de lo que le falta. En particular, lo mejor que hay es abordar el objeto desde la injusticia de sus omisiones y sobredimensiones.
En “Copiar el edén”, lo que sobra es el haber recurrido a Leppe, Dittborn, Díaz, Jaar, Downey, Cecilia Vicuña. Son de otra historia. No son el “arte reciente” de este país, sino todo lo contrario, constituyen su andamiaje. Eso, nada más que para ser consecuentes con el sub-titulo.
En su criterio editorial, Gerardo Mosquera señaló algo notable: habló del mito doméstico de la escena de avanzada. Sin embargo, no se atrevió a descartarla como “instancia legitimadora”. A menos que haya querido sobre exponerla, con el propósito de que ésta exhibiera su propia inconsistencia. De todos modos, el libro pudo haber partido en los noventa. No se nota que las obras anteriores se instalen como referentes. Tampoco queda claro que las obras de los dos mil sean las fieles herederas de las obras de fines de los setenta.
Si se toma como ejemplo el caso de Ferrer, con su versión del “Rapto de las hijas de Leucipo” en la página 322 puesta en línea con el panel central de “Los hijos de la dicha” de Gonzalo Díaz, perteneciente al tríptico con que gana el premio de la Colocadora Nacional de Valores, en el 80, tenemos que rendirnos a la evidencia que la herencia desmerece a la paternidad. De un rapto a otro la filiación no hace más que desmerecer. Digamos: de la herencia de Díaz se esperaba algo más. Solo obtenemos un guiño, no a la naturaleza muerta sino a las astucias manieristas de la academia universitaria que lo formó.
Vuelvo a señalar: no queda clara dependencia simbólica alguna. Lo cual va en desmedro de los artistas de los setenta, ya que al quedar prisioneros de la disputa de pertenencia al mito doméstico, no es posible establecer las autonomías formales de sus propias obras. En este sentido, la operación conectiva que debe realizar el público de fuera del país no está favorecida por ningún aparato crítico. El esfuerzo teórico radical de Mosquera hubiera consistido en hacer validar el arte reciente sin tener que recurrir a un mito local. En términos de la justificación del libro, la circulación se vería favorecida por su distanciamiento de la dictadura, porque es tal la necesidad de la mayoría de los escritores de cumplir con el rito de pasaje de la repetición de la referencia a la dictadura, que se da por entendido que no habría habido arte chileno antes de 1974. Por más que Gerardo Mosquera mencione la importancia de Balmes y de Vilches, respecto del período anterior, eso no resulta suficiente.
Así las cosas, sostengo que los artistas mencionados más arriba están absolutamente de más. Por si solos configuran una agrupación que por su diversidad y proyección en la escena interna, merecen otro trato analítico.
La periodización del arte chileno no está determinada por el advenimiento del golpe militar. Este resulta ser tan solo un criterio. El pacto de olvido en que se tranza la transición chilena es un criterio tan consistente como el ya señalado. Solo que su aprehensión política resulta de mayor dificultad, porque las estrategas de encubrimiento son elaboradas de otro modo. Por decir lo menos. Si bien, el período de la dictadura ha sido “excavado” en archivos recién constituídos, la transición opera con la certeza de que resulta más útil para el control político de poblaciones, escamotear el acceso a la información ciudadana.
Regresemos a “Copiar el edén”: ¡que mejor hubiera sido ensayar la legitimación de un campo sin tener que hacer referencia a los mitos domésticos de su origen! Mosquera no ha sido lo suficientemente radical en su cometido. Pudo haberlo hecho. Desestimó la ocasión. Ya no se presentará otra. Sin embargo, es posible pensar que lo hizo a propósito, como digo, para hacerlos responsables de Lo Reciente. Aunque ese no era el objetivo del libro.
COPIAR EL EDEN