A saber: ¿cuál era el objetivo del libro? Poner en circulación internacional el arte chileno. ¡No, no, no! “Nuestro arte reciente es muy poco conocido en Chile”, escribe Tomás Andreu, en la primera línea de su presentación. Y luego agrega: “Necesitamos una publicación que revise su historia y de paso nos aporte una mirada en perspectiva de su producción actual, una referencia local y simultáneamente un medio efectivo de divulgación internacional, porque nuestras artes visuales contemporáneas son desconocidas también fuera de Chile”.
Esta es una descalificación tácita de la Empresa Galaz/Ivelic sobre la transportabilidad del arte actual chileno. Recordemos: ese libro fue publicado en 1987, por lo menos. “Copiar el edén” comete el error de no haber partido en los Noventa, porque de paso no logra establecer una revisión crítica de lo inmediatamente anterior. Respecto de ese período lo que hace es reproducir la promoción de un mito doméstico. Lo cual no solo le ocupa un espacio que pudo haber destinado a trabajar realmente sobre los Noventa, lo que le hubiese permitido aumentar –incluso- la lista de convocados, provocando un efecto reparatorio de envergadura.
Pero “Copiar el edén” hizo todo lo contrario. No revisó el libro de los próceres y apenas aportó una mirada desde la producción actual, porque la sometió, de todos modos, al rito de la conmemoración del mito domestico que no hace más que reducir los esfuerzos individuales de Dittborn y Leppe a una política de patota.
Revisar la historia y producir una mirada actual, tratando de satisfacer una demanda de conocimiento interno como de promoción externa son demasiados objetivos para un soporte tan limitado. La visibilidad e inscripción del arte chileno contemporáneo no pasa por un libro, sino por una política exterior de Estado, en artes visuales.
No vaya a ser que con esta operación de financiación, Cancillería pretenda hacernos creer que ya hizo lo suficiente en la materia. En términos estrictos nos adeuda la formulación de una política en forma. Un libro es tan solo un libro. Puede formar parte de una política.
Ahora, eue no se venga a decir que este es el comienzo de una política. No sería digno de parte de Cancillería el tener que aceptar que su política tiene por origen la iniciativa autónoma de un galerista. Una política de Estado no es la extensión, en el aparato de Estado, valga la redundancia, de las iniciativas privadas.
En este terreno, a lo menos habrá que aceptar la idea de la mediación consistente. ¿Acaso el Estado no posee organismos que pudieran producir conceptualmente esta política? ¿Le parece a Cancillería que la visibilidad del arte chileno depende de la distribución de un libro? ¿Cuál sería la política de distribución que la fundamentaría? ¿En el marco de que política comunicacional podría inscribirse esta distribución?
Lo que Cancillería hace muy bien en las relaciones internacionales, no lo hace en las relaciones internacionales del arte. Por una razón muy simple: el arte no depende de la retórica de la diplomacia. El arte es muy poco diplomático. Está en su condición de ser, de otro modo, tenemos delante nuestro solo la cortesanía.
Una política de Estado es una producción de aparato, que ha invertido en conocimiento, en delimitación de campo y en jerarquización de iniciativas propias. ¿Eso existe? Lo esperamos, más allá de este libro. Es lo mínimo, ¿verdad?
Ahora bien, la hipótesis de que el arte contemporáneo es desconocido en el interior del país, no es necesario que Tomás Andreu lo indique. Se trata de una verdad que ya está instalada desde hace más de cuarenta años, cuando los derrotados de la reforma universitaria emigran desde Santiago hacia provincia, donde se hacen fuertes manteniendo la academia desplazada. De ahí que no sea conocido el arte contemporáneo, porque se ha montado una estructura para impedir su desarrollo, desde los años setenta en adelante. Aún así, hay escenas locales que merecían mayor atención.
No resulta plausible que en un libro como éste no haya sido recuperada la obra de ningún artista de las escenas locales constituidas, de Concepción y Valparaíso, por decir lo menos, que en términos comparativos están al mismo nivel de muchos jóvenes incluidos en el volumen. No puede, Tomás Andreu, sostener que el arte contemporáneo no es conocido en el interior del país, porque desconoce las complejidades de la producción local. De hecho, su relación de galerista con artistas locales ha sido moderna, diré pre-contemporánea, discriminando por la vía de su política de mercado las obras de quienes en esas escenas han tenido que luchar contra la hegemonía de quienes él mismo ha sostenido en sus prácticas conservadoras.
La existencia de las escenas locales en Chile es un fenómeno cuya complejidad no debió haber pasado desapercibida. Probablemente Gerardo Mosquera fue pésimamente informado en lo que a ese tema se refiere.
No es posible que Tomás Andreu señale mediante un libro el destino de la difusión interna del arte contemporáneo de la capital, cuando ya las tentativas de Galería Gabriela Mistral han sido desastrosas al intentar justificar una política hacia adentro por el solo hecho de exportar exposiciones que son réplicas de las que ya se han montado en Santiago, al tiempo que enviaba a provincia, como para cumplir con la administración de las platas, a una pléiade de especialistas santiaguinos a dar una conferencia en la que siempre terminaban declarando la distancia insalvable entre la escena regional y la escena metropolitana. Porque nunca, los enviados desde la capital, entendieron nada. Apenas entienden su propia posición en la capital.
Entonces, ¿cuál es el objetivo del libro? Dar a conocer el arte chileno. ¿En que circuito? ¿En las librerías de los museos de la zona estadounidense? ¿Cancillería ya tiene la lista de las librerías de museos donde debiera exponerse? ¿Dónde está el plan de distribución que permita asegurar el destino material de la inversión? ¿A quien le corresponde hacer ese trabajo? Está bien: a Galería Animal. Con todo respeto, no es Animal quien define la circulación del arte chileno. A menos que Cancillería haya pensado en la hipótesis de las funciones sustitutivas. Volvemos al comienzo: un libro no completa una política de Estado. Más bien, plantea la necesidad imperiosa de que exista, desde el Estado, en su ficción orgánica, produciendo lectura de campo, imaginando en qué medida una política de artes visuales complementa una política exterior general de Estado. A menos que se piense que en la política general, hay otras “galerías Animales” que toman la responsabilidad de escribir la Política del Estado. No estoy seguro de que Foxley esté de acuerdo con esto. Una política de Estado no es la conversión directa de un gusto privado en política pública.
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