Hace unos dÃas, recibà en mi correo una invitación para asistir a un seminario sobre efectividad en manejo de quejas y reclamos. Pensé de inmediato en el Fondart y en la modalidad de trato que sus autoridades ejercen con quienes han tenido la iniciativa de reclamar por los resultados adversos en el concurso de proyectos. Y conecté esta situación con el relato de un vecino de Peñalolén, quien en el curso de una entrevista televisiva exponÃa su oposición a la instalación de una planta de gas en su barrio. Lo que este señor exponÃa con gran claridad era el proceso de maduración ciudadana que habÃan tenido los vecinos.
La frase inicial de su relato era: “Hemos aprendido mucho de la relación con las autoridadesâ€. Y luego proseguÃa haciendo referencia a cómo las demandas de los vecinos eran escuchadas por los encargados de servicios como un episodio ritual que, al final, se saldaba en un sentimiento de gran satisfacción de parte de los funcionarios por haber sostenido un encuentro con vecinos, y de gran insatisfacción de éstos por percibir el encuentro como una puesta en escena en la que se los convocaba a representar un papel ya determinado. El vecino decÃa que lo que más habÃa aprendido es que en la narrativa del funcionariato no hay enigma.
Regreso al seminario sobre manejo de quejas y reclamos: el vecino de Peñalolén experimentó en carne propia el efecto del manejo escénico de un simulacro de participación ciudadana. En cambio, los reclamantes del Fondart tienen la sensación de que con ellos, ni siquiera ha sido necesario darse el trabajo de hacer un simulacro de recibo de queja.
La primera fase de la descalificación como reclamantes ha sido la recepción de la argumentación que habilitaba el rechazo de su proyecto. La segunda fase de depreciación ha consistido en la presentación de unas reclamaciones determinadas por la estructura enunciativa de la (d)evaluación. Esta ha sido redactada para demoler toda posibilidad de eficacia en el manejo de la queja y del reclamo, ya que obliga a la autoridad superior del concurso a responder por si misma, practicando la fórmula decretal, que puede significar el recibo de una notificación del siguiente tono: “informo a usted que su reclamo ha sido desestimado ya que los antecedentes aportados no han sido suficientes para modificar la decisión de las comisiones de evaluaciónâ€.
Es decir, no hay respuesta argumental, sino decretal, para sancionar unas decisiones que incorporan en su primer enunciado la posibilidad de queja como un recurso que, en sentido estricto, no debe ser utilizado. El trato del reclamante es personal y privado. Este no tiene cómo hacerse acompañar por sujetos que comparten directamente sus mismas vicisitudes. En el caso de los vecinos de Peñalolén, el asambleÃsmo barrial plantea un escenario que favorece la simulación participativa. En el Fondart, el servicio ya tiene incorporado la disolución del recurso de queja. No hay teatro posible. No hay recepción de queja alguna, aunque sea para convertirla en rito de diferimiento.
La diferencia de trato en el manejo de queja, según los servicios, tiene directa relación con el daño comunicacional inmediato que las comunidades pueden inflingir. Los vecinos enardecidos movilizados en defensa de su territorio pueden ser un foco de conflicto directo; en cambio, los rechazados del Fondart, deprimidos, averiados por el rencor, desplazados del reconocimiento oficial, no representan peligro alguno. Sus quejas no son siquiera diluidas mediante un simulacro, sino simplemente son remitidas a una práctica de demolición diferida de las subjetividades ya maltratadas por el Arte de Formularios. El funcionariato desestima un factor: la acumulación del rencor puede convertirse en elemento orgánico y afectar la credibilidad del sistema.
Lo curioso es que la frágil credibilidad del sistema concursable es admitida por los propios evaluadores. La pregunta que me hago es la siguiente: ¿por qué razones, tanto evaluadores como concursantes, admitiendo la fragilidad mencionada, siguen avalando este modelo? La primera respuesta se refiere a “es lo que hayâ€. Una segunda repuesta dice relación con el temor a perder cualquier posibilidad de ganar algún concurso, si se sostiene una polÃtica radical de cuestionamiento. En este caso, como ocurre habitualmente, el temor es más que nada fantasmal. Una tercera respuesta apunta a poner en valor la espera distributiva, que consiste en autorepararse de la frustración, abrigando la hipótesis por la cual, una vez ya empleado el actual contingente de evaluadores, las comisiones pasen a estar constituidas por agentes mayoritariamente favorables a las tendencias que han sido desfavorecidas en las atribuciones de proyectos.
Sin embargo, la anterior es una hipótesis de funcionario que está destinada a satisfacer más aún su pequeña autocomplacencia. No hay renovación posible en la “evaluatividad†del sistema, ya que es la propia estructura de éste la que se erige para ser atendida por sujetos que se subordinan en forma inconsciente al mecanismo que ha montado para cumplir con los supuestos de su propio funcionamiento. En tal caso, no cabe siquiera pensar en un manejo de queja, sino en la aniquilación anticipada de sus efectos, mediante el cumplimiento de un riguroso protocolo de exclusión y maltrato polÃtico.