La muestra Cartografías del deseo se enuncia como un perverso doble standard. Si realizaramos el ejercicio de juntar los “padrinos” en una sola muestra, y los “ahijados”, en otra, la de éstos últimos se habría justificado “por si sola”.
Considero inútil, siquiera, realizar el trabajo de juntar las obras específicas de los “padrinos”. La noción de “padrino” resulta nociva para la concepción de una escena profesional, objetiva, lúcida en su historización. Existe una voluntad particular de concebir las relaciones culturales de acuerdo a la lógica de Hugo-Paco-Luis. En ausencia de “padre”, la figura del “tío permanente” se instala como un efecto deseado por aquel que, en términos de arte, se identifica con quien lo garantiza y le pone el sello. Este es el mayor logro político de los “padres totémicos”: organizar la escena como un serrallo-escuela. Más aún, cuando la palabra que re/suena es Magister; es decir, “maestro” de la ceremonia universitaria: el conductor del Magister “de la Chile”, es, el Magister de Chile (sic).
En el mito democrático de “antes de la guerra”, lo que tenía lugar en la Universidad de Chile, que era, el Lugar, de Chile, se presentaba “ontológicamente” como la anticipación de la política chilena. En Cartografías del deseo, con la puesta en escena de la única obra del “totem” –Gonzalo Díaz- se debe leer la siguiente frase: “lo que tiene lugar en el Magister, es, lo que anticipa la escena plástica chilena”. En este sentido, Cartografías del deseo se deja intervenir por Frutos del país. En la retórica de los títulos que definen el diagrama de las operaciones, una noción como “frutos del país” Es demasiado y sospechozamente próxima a Matucana. Desplazando el plano del barrio hacia el análisis del campo de obras, lo que queda del otro lado, Es decir, en calle Exposición, obedece, efectivamente, a la retórica “frutos del país”. Es allí donde en 1980, Eugenio Dittborn, adquiere los sacos paperos con que realizará sus grandes obras pre-(aero)postales. Lo más importante de esta exposición se localiza, justamente, en la no participaciónn de Eugenio Dittborn. En ausencia, opera, desde “frutos del país”, como un fantasma determinante que reduce, conceptualmente, el trabajo de muro de Nury González.
Ahora bien: de este lado del barrio, matucana se levanta entre los talleres de reparaciones de alternadores. Esa Es la primera carga objetual que desmantela la retórica de “frutos del país”, para introducir la ideología PYME en las artes visuales. Cartografías del deseo parece defenderse de esa operación de subordinación por contiguidad, recurriendo a la autonomía de los “ahijados”, en su proyección de des/filiación. En verdad, para liderar curatorialmente la incrustación de Frutos del país en Cartografías del deseo, y la instrumentación “académica” de Matucana 100, una obra como Pîntura por encargo, resulta inconsistente para sostener el propósito estratégico de una operación de prospección de nuevas matrículas para el año académico 2003. En ello radica la sospecha de las “exposiciones de escuela” artiuclada en el MAC como extensión del aparato de relaciones públicas de la Rectoría. En este marco, no deja de ser curiosa la angustiosa ocupación de espacios de los articuladores “magisteriales”. Esto es: los maestros necesitan demostrar en exceso que sus gestos, SON ESCUELA. Veamos: Mathey en la Sala Matta, para exponer en lo individual la versión de una misma panorámica que, en lo colectivo, “lidereada” por Díaz, hecha la casa, su casa, el MAC, por la ventana. Pero Bellas Artes sigue otorgando la garantización que le falta al MAC. Y en el mismo momento, en Matucana 100, Díaz cierra el triángulo patético, con una obra que, como sostengo, no da para cubrir lo que exigía la articulación de las exhibiciones. Quizás, la monumentalidad de pequeña escala de las fotos presentadas por Díaz en Muro Sur, el mismo día de la inauguración de Frutos del país, permite calcular el deseo de ocupación pública de una procesualidad que ya ha entrado en la fase de “revisión técnica” para poder seguir circulando con un modelo ya perimido. Es la profusión exhibitiva la que delata la ansiedad de cierre, en cuanto al destino formal del año plástico académico. Esto es algo que los curadores de Cartografías del deseo debieron haber previsto, como alumnos del Magister, para evitar ser disueltos, autoralmente, como proyección de una movida que los sobrepasa. Bastaba con exponer, en un bloque de autonomía, el conjunto de “ahijados” des(a)filiados. En este sentido, no se justifica, políticamente, la presencia de los garantizadores.
En primer lugar, porque carecen de plataforma común. No es lo mismo Pintura por encargo (Díaz, 1985) que Cita a ciegas (Leppe, 1976). Hay casi diez años de distinción y diversificación retórica. Tampoco es posible medir las tensiones de trabajo entre Langlois con el de Duclos. El primero estetiza la depresión del acervo del museo, interviniendo textualmente el “encuadramiento” de la pintura, mediante frases descuadradas por la parodia del “pentimento” literario de baja intensidad, mientras el segundo esgrime la retracción del principio mismo del inventario de los restos de obra. Igualmente, hay entre esas obras, casi una década de disoluciones formales y retrasos en la recomposición histórica. Y qué hablar de la distancia letal entre Félix Lazo y Nury Gonzalez. Es decir, en el terreno de la determinación del estatuto de garantizadores, ninguna de dicha obras puede garantiza un campo de formación. Es en este punto que las tramas de interlocución de las obras se desmontan en función de la ausencia de sus propios referentes constructivos. Es así como el bloque de los des(a)filiados re/trama su lógica de complicidades sobre un estrato de aceleración que salva, decididamente a esta exposición, del naufragio. El riesgo que los curadores corrieron ha sido de tal envergadura, que solo podían salir airosos en la empresa, realizando un giro de gran magnitud. Este giro acelera la concentración de un bloque, en relación a unas obras garantizadoras dispersas y aniquiladas en la inoportunidad de sus calidades formales historizadas y sus comparecencias deshistorizadas.
En segundo lugar, las obras de los garantizadores han sido violentadas por la ausencia de referente coyuntural que rinda la cuenta de sus condiciones de aparición polémica. No todas pertenecen a la misma trama polémica. Y en cuanto a combinar polémicas, lo central reside en la ubicuidad formal de sus procesualidades. De este modo, no se advierte la radicalidad de aparición de un trabajo como Cita a ciegas (Leppe) o de Versión residual de la pintura chilena (Altamirano), que corresponden a la “fase richardiana” dura, anterior al montaje de la Escena de Avanzada como ficción de exportación.
Noviembre 2002.