La Muerte de Dos Chamanes.

Los pasos de un hombre que se marcha se llevan su cuerpo, no su presencia. La energía de sus palabras permanece en el silencio que deja. Nos queda la vibración impalpable de lo que dijo, que es poco, aunque parezca mucho; nos hace sentir agobiados por el peso sombrío de la palabra no dicha, que es todo. Acaso la antimateria del lenguaje.

Estas líneas pertenecen a Roa Bastos, de su libro “Madama Sui”. Es una cita que me ofrenda Lía Colombino, poeta, para introducir este texto que se refiere a la muerte de dos chamanes. En efecto, el mismo día que fallece Augusto Roa Bastos, a quien Carlos Colombino llamaba “gran chamán”, lo hace Gregorio Arce, Wylky, gran chamán ishir (chamacoco).

 


Roa Bastos es el gran señor de la palabra escrita, impresa; Wylky es el gran señor del “susurro quebrado”, como escribe Eduardo galeano en una nota del primero de agosto de mil novecientos noventa y nueve, en el diario “Página 12” de Buenos Aires. En ella se refería a este chamán, que fuera uno de los más importantes informantes de Ticio Escobar, cuando éste realizó los estudios de campo que lo condujeron a la redacción de dos de sus libros más significativos para la crítica de arte latinoamericano: “La belleza de los otros” (19993) y “La maldición de Nemur” (1999).



Galeano escribió: “No son más de mil los indios ishir que sobreviven en el Chaco. Wylky, legalmente Gregorio Arce, habla por todos en las ceremonias sagradas. Hace años, una peste mató a su gente más querida. Entonces, el se hundió en el bosque, y allí cantó y cantó, y siguió cantando cuando la sangre le brotó de la boca. Con la garganta rota, mucho después, emergió de la fronda. Es casi nada la voz que le queda, un susurro quebrado, pero Wylky es un señor de la palabra. Está hecho de silencio, y de pocas palabras secretas y luminosas, el sendero que conduce a la casa de los dioses”.


Han muerto, entonces, dos señores de la palabra: ellos hablaban por todos.


¿Qué quiere decir esto? Simplemente, que ellos con su palabra sostenían la palabra de todos; que en el fondo, realizaban trabajo de infraestructura imaginal.


Roa Bastos, al escribir “Yo, el supremo”, movilizó el saber sobre archivo y mobiliario republicano, que luego encontraremos como vectores en la construcción de lo que he denominado Complejo Museo del Barro. En términos más estrictos, cuando hablo de mobiliario me refiero a la objetualidad contextual en la que se define el barroco hispano-guaraní. Y es lo que ha permitido, por ejemplo, montar en el mencionado complejo, magníficas colecciones de arte popular.


Wylky, al proporcionar una cantidad apreciable de informaciones de extrema calidad sobre las formas rituales, míticas y artísticas de los ishir, permitió, habilitó la instalación de un guión museal que sostiene la producción de un concepto específico de “arte indígena”.


El Complejo Museo del Barro es una plataforma crítica edificada sobre la palabra de estos dos chamanes. No puedo sino terminar esta nota, remitiéndome a una comparación en la que asumo total responsabilidad por el forzamiento analítico que significa. Sin embargo, no encuentro otra mejor comparación para el efecto edificatorio del Complejo Museo del Barro que la definición del tobich , el centro iniciático, en el sistema ritual ishir. Nada mejor que recurrir al propio texto de Ticio Escobar (“La maldición de Nemur”): “El tobish es la casa del verbo, la sede del mito. Pero también la antesala de la imagen. (…) En el tobish se enseña y se discute, se norma y se controla: allí cantan y oran largamente los shamanes y organizan hasta el mínimo detalle escénico los maestros de ceremonias; allí se ayuna y se come sólo ritualmente, se aprenden los métodos de la purificación y el valor del silencio, se trabaja la memoria y el olvido, se sufren pruebas severas para templar el espíritu y el cuerpo y se escucha con la mente abierta para alcanzar la sabiduría o rozarla al menos…”.

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