Entre el cierre de Luchetti y el Botín de Guerra.

Estuve en Lima el día en que el alcalde de Chorrillos clausuró la planta de Luchetti. Días antes, conversando con industriales peruanos que rechazaban la medida, de todos modos me hacían ver que Luchetti fue advertida, desde un comienzo, de las dificultades que tendría que enfrentar al instalar su planta en los pantanos de Villa.

Una de las respuestas de la empresa habría sido que no les importaba, porque levantarían una planta ultramoderna en lo que a respeto ecológico correspondía. Y empresarios chilenos, en Santiago, en el mismo momento, se harían la pregunta de cómo, una empresa con los mejores analistas de la plaza, incurriría en la serie de torpezas que la conducirían a la actual situación. Entre tanto, gente de arte, en Lima, me preguntaban de cómo era posible que un presidente socialista avalara la posición de Luchetti. Como se verá, el panorama de relaciones está atravesado por consideraciones que articulan múltiples estratos.

Partamos por el alcalde Mayashiro. Estaba radiante en medio de su acción. Ese era un hombre que disfrutaba de su cargo y de la acción que le correspondió ejecutar. No se debiera caer en el error muy chileno de calificar este acto de populista y conformarse con ello. El problema no es el populismo del gesto, que a estas alturas resulta una perogrullada, sino las condiciones de establecimiento de la sanción a la empresa, en las que existe un suficiente acumulado simbólico que, xenofóbicamente, la empresa y la defensa diplomática chilena no han tomado en consideración. Resulta ofensivo que la empresa apele, hoy día, al uso político interno que se estaría haciendo de esta situación. Es ofensivo para la inteligencia política de los chilenos y los peruanos.


Lo que no aparece en el horizonte de problemas es la violencia simbólica que implica sostener inversiones de esta naturaleza, con la indolencia empresarial chilena involucrada. La xenofobia implícita en el acto primero de instalación de la planta consiste en la manifiesta certeza de que el empresariado chileno iría al Perú a enseñarles, a los empresarios peruanos, a ser “modernos”. El gesto eufórico del alcalde de Chorrillos será calificado, entonces, como “pre-moderno”. Es decir, no quisieron aprender la lección y la empresa tendrá que llevar el caso a una corte internacional, para que quede claro que con
gente así no se puede trabajar. En este terreno, modernidad y pedantería empresarial van de la mano.


Pero ocurre que los “pre-modernos”, fuera de estar su propia casa, poseen una extraordinaria capacidad para interpretar “leguleyamente” la ley y obtener resultados. Y esto va mucho más allá de los conocidos argumentos del ex -alcalde Andrade en sus campañas anti-chilenas. Tiene que ver con los modos de cómo una inversión económica y política toma en consideración el estado de la “cuenca simbólica” peruana, haciendo caso omiso de las condiciones de subjetividad de las representaciones nacionales. Y eso que todavía no me refiero al efecto del “vladivideo”. ¡Porque dejémonos de cuentos!, probablemente en Chile, en un caso similar, un juez Aránguiz ya habría metido preso a los ejecutivos de Luchetti involucrados. Pero que se sepa, Luchetti ni siquiera pidió disculpas a la ciudadanía que, mal que mal, terminó con Fujimori. Aun cuando al parecer no se haya comprobado delito, el hecho, la imagen del encuentro entre el ejecutido de Luchetti y Montecinos, merece una explicación que satisfaga, minimamente, el rencor “premoderno” de la sociedad peruana.


Lo curioso de esta situación, es la coincidencia agitativa de otro problema: el botín de guerra. Respecto de este fenómeno, resulta sorprendente la actitud de historiadores chilenos que, con una altanería académica rallana en la grosería, desestiman la petición de estudiar la situación del despojo de la Biblioteca Nacional de Lima, que habría tenido lugar durante la Guerra del Pacífico. En este plano, los académicos se ponen en línea con la “modernidad” de Luchetti, anteponiendo argumentos que no resultan del todo convincentes. Sobre todo, cuando uno de ellos, catedrático de una universidad prestigiosa, sostiene que lo menos que tendrían en mente los soldados chilenos, al saquear, serían los libros. Sus opiniones no solo legitiman el saqueo, por una parte, sino que por otro lado, desestiman el hecho de que un despojo de libros, de la envergadura señalada, obedece a una operación ejecutada por un mando determinado, en el marco de una política de reparación.


Quizás sea eso lo que haya que discutir: las condiciones de una política de reparación, las circunstancias que conducen a una ocupación de este tipo, etc. ¿Existe, acaso, una “buena historia” de la ocupación chilena de Lima? Lo único que pedía, un grupo de intelectuales peruanos, era la posibilidad de estudiar rigurosamente el capítulo del destino de esos libros. ¿Cuál sería el temor de la historiografía chilena al respecto?


 


Enero 2003.

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