1.- Reconstruir las relaciones entre arte y política en Hispanoamerica implica un desafío complejo y en extremo peligroso.
Tanto las nociones acerca de la función del arte como de la legitimidad del poder sufren los avatares de diversificadas coyunturas históricas, no menos decisivas, tanto en el continente americano de lengua hispana como en la península. Pareciera que solo es viable hablar de arte y política, en la medida que las democracias no hayan sido completadas. En el resto de Europa y en los Estados Unidos, el “tema” referido parece no estar a la “orden del día”. ¿Acaso habría que referirse a la apertura de una época “post-política”? Pero, ¿en qué quedaría la pregunta por lo político en una Europa atravesada por los efectos de las guerras de los Balcanes? ¿Bajo qué condiciones se pude pensar, hoy, el orden mundial, frente a la política exterior estadounidense? En este contexto, el “orden del arte” resulta convertido en un espacio de anticipación y desmontaje de la impostura de la relación misma con lo político. Esta es la constructividad que descubrimos de manera implícita en el diagrama de las obras, y no tanto en su (d)efectos denotativos. Las prácticas de arte ponen en relevancia la operatividad simbólica del significante político. De tal manera, en vez de pensar la relación entre arte y política, se debe abordar la cuestión de las políticas del arte. Así podremos entender hasta qué punto las prácticas de arte, “después de Auschwitz”, ponen el acento en las formas de combate de la desaparición, editándose como un arte del archivo. Tomando el archivo como un modelo de recuperación de la noción de construcción de obra, apropiándose del método de la prospección arqueológica y de las ciencias de la policía legal, con su teoría del “sitio del suceso”, para instalarse como “arte de la excavación”, lo político de la relación “arte y política”, en Hispanoamérica, se localiza en esta zona de reparación y de recuperación de las “identificaciones”, en un contexto en que la desaparición se instala como amenaza. Desaparición de formas de existencia social, desaparición de territorios, desaparición de etnias, desaparición de cuerpos, desaparición de archivos, etc.
Las prácticas de arte actúan allí donde otras formas de conocimiento han dimitido. Las ciencias humanas, en Hispanoamérica, han dimitido. No han sido derrotadas. Han dimitido para asegurar sus propias condiciones de conocimiento como productoras de insumos para una industria de la “gobernabilidad” que deposita en la globalización su garantía y legitimidad como nueva forma de “democracia subordinada”. Y en este terreno, las prácticas de arte debieran, simplemente, asegurar la función identitaria de aglutinación ilustrativa del discurso de dominio. De ahí que abordar, en el espacio hispanoamericano, la cuestión arte y política, remite a repensar las condiciones de su re-habilitación de la relación, en la época de “post-dictaduras”; es decir, en la época en que se han iniciado complejos procesos de Transición a la Democracia, en algunas zonas del continente.
2.- Arte y política son términos que apelan a estratos
desiguales: el arte es un “sistema de articulaciones institucionales”; la política también, pero con una leve diferencia: produce las condiciones de reconocimiento de la propia noción de institución. Arte y política, como relación, es un “cazabobos” conceptual, ya que encubre la consistencia y visibilidad de la dimensión institucional de su configuración. Por esta razón, generalmente se la sitúa en el terreno operativo de los programas iconográficos.
Fueron necesarios muchos años de discusión y de recuperación de fuentes, para abordar la historia del muralismo en hispanoamérica y preguntarse, simplemente, por las condiciones ideológicas y estructurales que lo sustentaron. En fin, su subordinación a una ensoñación literaria que articulaba lo nacional-popular con lo nacional-burocrático, en provecho del montaje de una Ficción Estatal, como lo fue la del Estado mexicano. Reconstruir las estrategias de sustracción y de desestimiento, de que han sido sujetos activos determinados complejos de prácticas artísticas, permitiría disolver la relación arte y política, para trabajar la política como encubrimiento y retención de la mirada. Eso nos permitiría comprender la articulación entre el muralismo de Portinari y la “política artística” de la dictadura de Getulio Vargas. O bien: la retracción y el desestimiento ideológico atribuído a la abstracción en el marco del primer peronismo. Y más allá: el primer premio a Guayasamín en la Primera Bienal Hispanoamericana, a mediados de los años cincuenta. Y más acá: la edificación del proyecto del Departamento de Artes Visuales del Instituto Di tella, en Buenos Aires, con la ayuda de la Fundación Rockefeller.
Lo anterior es apenas un botón de muestra de lo que puede llegar a constituir una nueva historia.
Lo político, como problema del arte, sería un residuo arcaico disponible para su explotación por proyectos que, en una reparatoria gestión de regreso a indicios de pre-musealidad, afirman la hegemonía reductora de las ciudades globales, deseosas de montar homogeneizantes y pasteurizadas empresas de “curatorías de servicio”. Por cierto, esta es la manera más eficaz de diluir el efecto crítico de estos residuos. Justamente, porque la pre-musealidad como recurso de regreso a lo primitivo institucional, resulta insoportable. Las sociedades de musealidad insuficiente, que aspiran a completar su musealidad como parte de la tardomodernidad, ven desmantelar sus deseos de infraestructura por estrategias de banalización del trabajo de archivo y de escritura de historia. Las “curatorías de servicio” así como las políticas de cooperación internacional de las zonas de musealidad fuerte, reproducen la fragilidad de las escenas, justamente, para impedir que completen su cohesión institucional identitaria. Este es el núcleo de la relaciones entre arte y política, hoy mismo, en Hispanoamérica.
Sería tan simple referirse al problema de la colusión entre arte y política, centrando el análisis en aspectos denotativos, determinados por la naturaleza del clima y de la consistencia y duración de los régimenes autoritarios. Sería una empresa historiográfica de extraordinaria envergadura, el realizar el catastro de las situaciones tendenciales bajo las cuales la dupla arte y política ha operado, en el continente, desde el primer cuarto del siglo XX en adelante. Pero, hoy día, políticamente, ¿a quien le conviene? ¿A quien le interesa realizar dicho catastro? ¿Bajo qué tipo de empresa historiográfica podría ser habilitado? ¿En el marco reconstructivo de qué dinámicas institucionales, en el continente?
Y a ello, se debe agregar la cuestión de la temporalidad, de la ubicuidad, de la necesidad de dichas reflexiones: ¿antes o después de las conclusiones de los congresos de cultura de La Habana? Hablamos de fines de los 60´s. O bien: ¿antes o después de la creación de la Bienal de La Habana?. Hablamos de inicios de los 80´s. ¿Y por qué razón? ¿ Bajo qué necesidad analítica poner el acento pèriodizador en un “fenómeno político” de este carácter? ¿Y olvidaremos las especificidades políticas locales? ¿Dónde situar Tucumán Arde? ¿De qué manera concebir su infractación en la recuperación historiográfica del arte argentino contemporáneo? De Tucumán Arde se comienza a escribir, analíticamente, recién desde fines de los 80´s. ¿Y cómo no tener que legitimar la existencia de la Escena de Avanzada, en Chile, remitiéndola a las condiciones de represión pinochetista que la vieron emerger? ¿Basta con eso? ¿Es posible reconstruir el efecto transversal del “conceptualismo caliente” del cono sur, para desarmar el efecto arbitrario de la preservativa historia anglosajona de la objetualidad?
Resulta tanto más simple, al parecer, referirse metodológicamente, a la situación del arte español durante el franquismo, o incluso, en el primer cuarto de siglo, que intentar hoy día centrar el debate en el futuro del arte, sin dejar de considerar los efectos que en el terreno de la institucionalidad artística ha significado el ingreso de España a la Comunidad Europea. Dicho ingreso, leído desde su condición de plataforma de tráfico de las empresas curatoriales estadounidenses, puesta en línea con las re-inversiones del mercado alemán del arte. ¿No será posible pensar en la reconstrucción del interés hispano por el arte de latinoamérica, justo después de la deflación de la “máquina española”? Todo esto puede ser perfectamente conectado con la necesidad de contener una política de Estado en el terreno de las adquisiciones, de las restauraciones, de las reconversiones, de la producción de exposiciones itinerantes como instancias de consolación paródica. De ahí, a escuchar que el futuro del arte latinoamericano se afirma en la posibilidad de ser “llevado a Europa” por la vía española, convierte, en los hechos, a esta misma escena en una instancia de garantización de las nuevas condiciones de acceso a la universalidad de lo latinoamericano.
Arte y política, como relación, pareciera solo remitirse como problema a la fijación del estatuto de incompletud de sociedades en proceso de fragilización de sus Estados, en provecho de la consolidación de un estatuto de inversiones extranjeras. En este sentido, es preciso determinar los efectos -en términos de artes visuales- de la vanidad estatal española, según sea la cercanía de celebración de los 500 años, o bien el transcurso de más de una década de organización de exposiciones de artistas latinoamericanos en la península, como aliados secundarios de un diagrama de recomposición póstuma; como si dijéramos, entre un “efecto PSOE” –en los 80-90´s- y un “efecto PP” –en los inicios de los 2000- en la reconstrucción de políticas de validación de la cooperación internacional como oficina de blanqueo de la política de transnacionalización globalizada de (a)signatura española.
Es en este contexto, me parece, que se debe considerar el tipo de adversidad política que en el terreno de la crítica española, hubo de soportar una exposición como Cinco versiones del sur, en el 2001, en el Museo Reina Sofía. Lo planteo, justamente, porque en el 2001 ya no nos era posible aceptar, conceptualmente, los presupuestos que le permitían a la crítica española de 1992, por ejemplo, escribir (hablar) de arte latinoamericano.
2.- Veámoslo de un modo “historizante”. Desde los inicios de la historia republicana, la constitución de las academias nacionales de enseñanza diagraman las primeras coordenadas que fijan la relación entre artista y poder, en “nuestro continente”. Un ejemplo significativo, que abarca a lo menos tres de nuestros países (Argentina, Chile y Perú), lo constituye el Mulato Gil de Castro. Este pintor define la cartografía de las clase ascendente en las nuevas repúblicas. Un arte adecuado a las nuevas localizaciones simbólicas de la dominación, que implica en esa medida, la reproducción de las condiciones de producción imaginal que cada época necesita. Necesidad, pues, de fundar dos instituciones, sin las cuales no es posible concebir la “idea” de Nación: museos y academias. Construcción de un público específico y constitución de una capa de agentes tecnológicamente habilitados para satisfacer las necesidades de autorepresentación de las clases ascendentes. En este sentido, el advenimiento de la “modernidad” artística, en nuestras regiones, corresponde a una política de reacomodo de la “institución arte” a las nuevas exigencias de consolidación de los estados-Nación, en el momento de aparición de la crisis del capitalismo en el primer cuarto del siglo XX. La ficción acerca de la necesidad de reconocer los límites perentorios de un “arte nacional” posible está directamente subordinada a la construcción de la autoimagen identitaria, de esta propia voluntad constituyente. Sin embargo, desde el planteo de la necesidad de prefigurar historiográficamente los procesos de “acceso” a la modernidad, se instala el hecho real de la transferencia artística. Arte y política, como problema temático unitario, tendrá que ver, entonces, con el relato de los conflictos entre habilitación y resistencia al acceso, a la modernidad, se entiende. Es decir, tendrá que ver con la correlación de fuerzas que los agentes orgánicos de mantención de los poderes de las academias establecen a su favor respecto de la acción de los agentes de aceleración de las transferencias informativas. El triunfo relativo de estos últimos, en algunas formaciones artísticas, hablará de la fortaleza o fragilidad de los agentes de habilitación y reproducción de las transferencias como de su conversión en nuevos espacios de comprensión de la autonomía artística. Porque si hay algo que define la preeminencia del arte respecto de la política, ello está determinado por el momento de afirmación de una autonomía orgánica del espacio plástico, en términos de dejar de satisfacer la función ilustrativa de la discursividad política y literaria, en una formación social dada. Un caso de particular relevancia podría estar representado por el trabajo de las primeras vanguardias rioplatenses, respecto de la tradición ilustrativa de una pintura como la de Juan Manuel Blanes.
Así como en cada país que accede a la vida republicana la historiografía lineal busca un homónimo del Mulato Gil de Castro, esta misma historiografía se esfuerza en descubrir los Blanes que nos corresponden. Pero no todas las formaciones artísticas (países) poseen un pintor de las características de Blanes. No hay que olvidar que Blanes, en Florencia, en el taller de Ciseri conoce a Luis Montero, el pintor peruano. Se podría sostener que Montero es el Blanes del Perú. De hecho, Eduardo Schiaffino, “en el prefacio de su clásico libro (1) comparó La fiebre amarilla (de Blanes) con Los funerales de Atahualpa de Luis Montero”(2) . En el espacio chileno ni siquiera tiene lugar un Blanes o un Montero, en la misma coyuntura. De hecho, el cuadro de Montero es trasladado en 1882, desde Lima a Santiago de Chile, como botín de guerra, por el ejército chileno, al finalizar la Guerra del Pacífico. Solo fue repatriado a comienzos del siglo XX, gracias a los oficios del escritor Ricardo Palma, sentando un precedente que puede, aún hoy día, replantear significativas polémicas artístico políticas.
En las escenas plásticas chilenas del siglo XIX, la economía simbólica de enclave, representada por Valparaíso, como puerto, tiene lugar el reemplazo de la determinación estética común, primero de filiación española (colonial) y luego francesa (republicana), tanto por la representación británica del paisaje marítimo con Sommerscales, como del pàisaje industrial con William Oliver. Ambos, no requieren establecer alianza con los historiadores. Les basta con instalar la primacía de sus enunciados imaginales para satisfacer las demandas de autorepresentación en el poder, de los hombres de las finanzas y de la minería. No se da, en Chile, la necesidad de subordinar la pintura a un discurso de Estado, de dominancia agraria. No habrá pintura agraria. Ni tampoco pintura de historia. Habrá, más bien, pintura marítima y fotografía industrial. En efecto, William Oliver instala en Chile la práctica de la fotografía de paisaje industrialmente investido, antes de que pudiese haber existido una tradición de “pintura de paisaje (agrarizante)”. Esta viene a proporcionar una de las razones de por qué la oligarquía chilena no puede impedir su desconstitución como clase, a comienzos del siglo XX; a falta de una política iconográfica de densidad identitaria. En cambio, en la formación artística peruana de fines del XIX, son los pintores de capas medias, como Pancho Fierro, quienes logran establecer las bases de una densidad identitaria en que la política iconográfica no es más que la extensión de una ficción de unidad representacional que la oligarquía peruana asumirá de buen grado. Les habrán hecho el trabajo simbólico que faltaba para producir la ficción de la unidad simbólica de la nación en la representabilidad del indigenismo. Finalmente, las consolidaciones de los Estados-Nación suponen la activación exitosa de la distinción entre Civilización y Barbarie (3). Al respecto, resulta decisivo remitirse a la función reservada al arte en las primeras ciudades democráticas griegas: el de sostener el rol de lengua cívica. Era necesario referirse a nuestra propia “historia griega” del locus politicus. El fantasma de la “historia griega” apela a las determinaciones espectrales del dispositivo marxiano del 18 Brumario, acerca de la necesidad que tienen las clases llamadas a cumplir con la misión de su tiempo, de vestirse con ropajes antiguos. ¿Con qué se viste la relación entre arte y política, para poder satisfacer la demanda de este tiempo analítico, sino con la representabilidad encubierta de la lectura del libro X de La República? Ya sabemos que en el ejemplo de Platón, la pintura no puede alcanzar la esencia de las cosas. Pero la crítica española del 2002-2003 escribe desde las esencias, negando las particularidades de los procesos de transferencia y autonomía de los discursos. Ciertamente, la pintura se nos configura, en nuestras escenas, bajo este argumento platónico invertido en nuestro provecho, en una escena de investimiento simbólico en que la falla y la depreciación ocupan un lugar central en la reconstrucción del espacio público. Siendo, la pintura, “la devaluación de una devaluación ya realizada” (4), constituyéndose como artificio ilusorio, su reconocimiento en tanto dispositivo de engandramiento del error y del malentendido, nos señala con precisión que el artista encarna el poder del engaño y de la impostura. La paradoja se instala, justamente, en el lugar de su necesidad como plataforma de autoafirmación identitaria de la clase ascendente, en el ejercicio mismo de la puesta en escena de la impostura. Pero se trata de la puesta en escena de la impostura de las condiciones que la garantizan en el poder que encarna como clase. De este modo, el pintor decimonónico que realiza la alianza con el historiador, que hace el trabajo de historia mediante sus propios enunciados iconográficos, se subordina al discurso implícito que el historiador como mediador de la clase política le propone.
La pintura, en Hispanoamérica, no habría hecho más que ilustrar el discurso de la Civilización, como avance simbólico e identitario de la clase –o sector de la oligarquía- que conduce el proceso en provecho de su ficción. De este modo, no resulta posible expresar sorpresa alguna por la existencia de una relación necesaria, que no está signada por colisión alguna. El síndrome ilustrativo habrá sido, pues, determinante, en la representación que cada clase se habrá podido construir de su propio territorio, de sus limites. Síndrome estructurante de una modalidad relacional que marca el carácter del arte en hispanoamerica, que es un arte de la política de construcción de la ficción identitaria de los Estados. Es decir, siempre, un arte político, secuestrado por el poder de la nominación.
Para asegurar la hipótesis de la pintura como ilustración del discurso de la historia, es preciso volver al caso de Blanes. En el momento de consolidación de la república, como lo ha declarado Roberto Amigo (5), se establece una alianza explícita entre el pintor y el historiador. En este sentido, la pintura jamás habría dejado de ser colonial. La única diferencia sería que vendría a relatar plásticamente la epopeya de colonización “hacia el interior”, como lo define el cuadro de Blanes, La ocupación militar del Río Negro por el Ejército Nacional el 25 de mayo de 1878. Mi hipótesis suplementaria, respecto de esta ilustración discursiva, consiste en sostener que los procesos de modernidad plástica se resuelven, no por el “acceso” a la abstracción, sino por el abandono del síndrome ilustrativo. Bajo esta consideración, la abstracción no resuelve el síndrome ilustrativo, sino que lo desplaza al terreno del discurso científico, como sustituto “racional” del discurso histórico. Pero esta hipótesis suplementaria se trabaja en el montaje de los viajes; es decir, de las transferencias que llamaré retroversivas, que tienen directa relación con la construcción de los viajes de conocimiento durante las dos primeras décadas del siglo XX. Los procedimientos de des-ilustración diferida y diferenciada que caracterizan las escenas plásticas hispanoamericanas a inicios del siglo XX se configuran como efectos de viaje en superficies institucionales de recepción determinadas. Este es un fenómeno clave en la representación que cada formación artística se puede hacer de su “modernidad plástica”. Y este es, un problema de política discursiva crucial para la reconstrucción del peso de las obras, en la autonomía relativa y retroversiva de su productividad en las escenas a que me refiero. Bajo este aspecto, puedo sostener que solo porque se construyen viajes orgánicos es posible hablar, en ciertas escenas, de vanguardias en términos históricos.
Septiembre 2003
NOTAS:
(1) SCHIAFFINO, Eduardo. La pintura y la escultura en Argentina, Bs. As. Ed. Del autor, 1933, p. 23.
(2) AMIGO, Roberto. Imágenes para una nación. Juan Manuel Blanes y la pintura de tema histórico en la Argentina. XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, Arte, Historia e Identidad en América. Tomo II. Universidad Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1994.
(3) ARDENNE, Paul. L´art dans son moment politique, La Lettre volée, Bruxelles, 1999, p. 25: “Dans ce milieu particulier, en effet, il advient le plus souvent que l´art tient le rôle de langage civique, module spécifique d´expression du mode commun et occasion d´une célébration collective sans droit a l´hubris –bref, une sorte de catéchisme laic ajouté au cérémonial rituel et complémentaire de celui-ci”.
(4) ARDENNE, Paul. Op.cit. P. 26.
(5) AMIGO, Roberto. Región y Nación. Juan Manuel Blanes en la Argentina. Catálogo exposición Juan Manuel Blanes, La Nación Naciente (Noviembre 2001-mayo 2002), Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, Montevideo, 2001, p. 60: “Al no haber estado conformado el programa estatal el éxito dependía de la posibilidad de aceptación de la propuesta iconográfica. De esta manera la pintura se construía como un texto histórico producto de la alianza entre el historiador y el pintor. En el mismo sentido el trabajo del pintor de historia no parecía muy distinto al del historiador: revelar una serie de datos en pluralidad de fuentes primarias, documentos, retratos, medallas, testimonios y fotografías para verificar la certeza del asunto y favorecer la ilusión temporal”. Si bien se verifica la existencia de una alianza, ésta se autoriza en términos subordinados para el pintor.