La Sensación Argentina de la XXVII Bienal de Sao Paulo

El título de la bienal “Como vivir juntos” no define un tema, sino que opera como una frase generativa de relaciones. Cuando Lisette Lagnado estuvo en Santiago de Chile en marzo de este año, para un pequeño coloquio sobre posibilidades de apertura de una bienal en esta capital, señaló que una bienal no es tan solo una exposición, sino un proceso complejo cuya temporalidad supone combinar iniciativas en varios estratos, que a su vez se combinan con actividades y producciones institucionales laterales, que tienen lugar en la misma escena de producción de una bienal y que consolidan su función. Ha sido el caso de esta XXVII Bienal de Sao Paulo, que obliga a repensar los modos cómo, desde la crítica en acción, podemos analizar y evaluar la bienal.


 


Frente a una pregunta sobre el comportamiento del arte latinoamericano en esta bienal, tendría que desconocer el hecho de que no hay, en esta versión, representaciones nacionales. Mal podría zonalizar las productividades. Sin embargo, pongo en práctica un cierto reduccionismo, solo con el propósito de dimensionar la vanidad argentina.


 


 



Eleonora Gosman, corresponsal de “Clarín”, por ejemplo, en un reporte que hace desde Sao Paulo, redacta un titular en el que se lee “La obra de un artista argentino es la sensación de la Bienal de San Pablo”. Se refiere a la estructura inflable de Tomás Sarraceno, artista de origen tucumano, que vive en Berlin. Lo que ocurre es que Gosman tiene razón. La noción de sensación adquiere aquí su mejor proyección, dado que señala la condición precaria del “vivir juntos”, formalmente, en el propio espacio histórico de la bienal. Es como si se tratar de una obra “site specific”. Pero es todo lo contrario. Lo específico del sitio no es el gesto de Sarraceno, sino la dureza programática del racionalismo arquitectónico puesto al servicio de una estrategia de montaje. La modulabilidad de la frágil estructura de Sarraceno me hace pensar en las arquitecturas flexibles de Juan Downey. Si hemos “vivido juntos”, en Latinoamérica, ha sido, justamente, porque hemos dispuesto unas arquitecturas autopoiéticas del pensamiento.


 


La obra de Sarraceno es una apuesta, desde Tucumán, pero obligado por las políticas de migración del arte contemporáneo, a pasar por la garantización berlinesa, que sería la única manera de regresar a interpelar el sistema que lo puso en situación de migración. Sarraceno introduce lo blando para que opere en la estructura dura de la historicidad de la bienal, tomándola como edificación monumental de la historia del modernismo brasilero. Porque nuestro problema ha sido, en parte, aprender a “vivir juntos” a la hegemonía analítica de dicho modernismo, que explica el resto de las producciones de sus escenas cercanas, en función de una energía vorazmente expansiva.


 


El objetivo estratégico de esta bienal se ubica en el gesto de su título, que al remitirse a los valores de los procesos, introduce el principio de critica radical al concepto mismo de “bienal-de-sao-paulo”. Instala la mirada reversiva sobre la historia de la bienal como procedimiento institucional de recepción, de transferencia informativa y de recomposición del rol del artista en el seno de comunidades que se ven obligadas a elaborar el trauma que las ha constituido.


 


Por esta razón, en efecto, adhiero a la frase de Gosman, relativa a la sensación de las obras argentinas en esta bienal, sin olvidar que, de reojo, es preciso tomar en cuenta el dispositivo de montaje de León Ferrari, así como el intervencionismo militante de Eloisa Cartonera y el Taller de Serigrafía Popular.


 

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