La Materialidad de la Imagen

A mediados de noviembre he tenido que escribir una reseña sobre el catálogo de la exposición “Cuerpo y materia”, que bajo la curadoría de María Teresa Constantín, se presentó en Imago – Centro de Arte (Fundación OSDE) de Buenos Aires, en junio de este año. Esta petición realizada por la revista Exit Express (Madrid) coincide con la solicitud que me ha hecho la Facultad de Humanidades de la Universidad Adolfo Ibáñez, para presentar los primeros días de diciembre, las Actas de las Terceras Jornadas de Historia del Arte, realizadas en octubre en Valparaíso.


 



En estas Actas me llama poderosamente la atención la ponencia de Gabriela Siracusano y Marta Maier, “Del obrador al laboratorio, la biblioteca y el archivo. Una arqueología del “hacer” artístico”. Es decir, me llama la atención porque las conexiones entre cuerpo y materia en ambos textos me resultaron imposibles de omitir. Si bien, están referidas a objetos diferenciados en el tiempo y en el espacio político.


 


En esta escena chilena, en que el análisis de la condición pictórica hace (la) falta, es preciso reponer en circulación la hipótesis de la política tecnológica de la pintura, sostenida por la obra de Dittborn desde fines de los setenta.


 


 


Gabriela Siracusano y Marta Maier sostienen: “la materialidad de una imagen guarda en sí misma las señas, las marcas, a veces residuales, de intencionalidades y significaciones otorgadas a ella en un tiempo por la voluntad de muchas personas que intervinieron directamente en su fabricación”. Su objeto es el “hacer” de la pintura, pero en aquellas determinaciones que convierten a la materia en un “documento”, que señala la existencia de “una realidad pasada en su supervivencia material presente”. No es casual que este texto esté precedido de un abstract en que se menciona los nombres de Aby Warburg y Carlo Ginzburg respecto de lo que se entendería como un paradigma indiciario.


 


 


Mi propósito es recuperar este paradigma en las obras argentinas que María Teresa Constantin recupera para una muestra, donde la materia aparece como un “refugio exploratorio y expresivo en el cual numerosos artistas hallaron el lugar desde donde decir la dureza de la época o para abrazar luego los cambios que anunciaban la recuperación democrática y el regreso a la palabra”.


 


¿Pero de qué hablan Siracusano y Maier? Inconcientemente, de práctica forense: “la pregunta por “el cuerpo” de la imágenes, lo material inserto en una dimensión histórico-cultural, nos permite ingresar en un universo de sentidos en el que las variables económicas, tecnológicas, sociales y políticas –por nombrar solo algunas- convergen y se dan cita para comprender el hecho artístico de manera integral”. El binomio historia del arte-quimica puede modificar la construcción del objeto. Necesariamente.


 


El análisis de Siracusano y Maier se sostiene en la consideración de una minúscula muestra del sector del manto amarillo del manto de un ángel en una Piedad de autor anónimo flamenco del primer cuarto del siglo XVII, que se encuentra en la colección del Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco”, de Buenos Aires.


 


Mis conexiones con la muestra de Constantin me hacen pensar en la ampliación de la noción de estratigrafía y en un uso completamente pervertido de su origen. Es lo que llamaré distorsión metodológica interna destinada a provocar una redefinición de los alcances de una “historiografía del presente”, que debe aprender de la especificidad de las prácticas que estudian la “química” de las materialidades puestas en juego en las “piedades” de entre 1976 y 1985.


 


Me aseguro, por cierto, del efecto simbólico de la Piedad del siglo XVII cuyo modelo desfalleciente cubre el imaginario de una pintura que hace ostentación de la corporalidad, mediante narraciones destinadas a desplazar la visibilidad de la obra como documento.


 

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