Hace unas semanas me pregunté por la necesidad que habría tenido un pintor como Cienfuegos, para realizar esa “instalación” en ANIMAL. Me hago la misma pregunta por el montaje de Mathey en la Sala Matta del Museo.
¿Qué necesidad tiene de exponerse de ese modo? ¿Acaso no tiene amigos y colegas que le pudieran haber señalado el riesgo que corría? Pero como se dice, los artistas, ciertos artistas, no escuchan. ¿Estaba Mathey en condiciones de escuchar? Sobre todo, cuando en esa misma sala, Díaz, hace algunos años, le fijó un rango de ocupacionalidad de una eficacia formal difícil de superar. Y a Mathey no se le ocurre nada mejor que construir una morada, en el centro de la sala en que su amigo y colega había explotado al máximo la tolerancia de la delimitación perimetral. Si Díaz ocupa el borde-muro, no era evidente que Mathey tuviese que “tomarse” el centro, reforzando la tabiquería. ¿Habrá pensado en los sistemas de clasificación de las cosas por exhibir, al referir la monumentalización del tabique (de conocimiento)? Mientras Díaz exhibía el proceso edificatorio de la propia metáfora, acerca de su obra, sosteniendo, la musealidad chilena, ese centro ya quedaba reticulado en la memoria catalogal de las instalaciones. Este es un primer error: luchar contra la pregnancia de otras obras, en un mismo lugar.
Todo se agrava cuando se ingresa a la Sala Matta y la disposición de una cámara funeraria remite a una cita inevitable de …(nuevamente), Díaz, con Quadrivium, en la Gabriela Mistral. Es justamente en esa galería que Mathey logró su máxima expresión, en cuanto al inventario de su repertorio pictórico y a la resistencia de sus propios materiales de referencia para una estrategia de representación de la ruina, que logra su mejor expresión, no ya en la exposición del MAC, sino en su catálogo como sustituto de obra. Con mayor razón cabe la pregunta: después de la Gabriela Mistral, después del MAC, ¿para qué, el Museo de Bellas Artes? Probablemente, para terminar de montar una secuencia de trabajos que, desafortunadamente, han ido de mayor a menor. Por esa razón, ¿qué fundamenta la necesidad de trasladar una regresión, monumental, al museo? Quizás, una vanidad mal entendida. La vanidad estricta le hubiese indicado no exponer. En tres años, tres exposiciones en el circuito no-comercial terminan por abolir todo sentido de realidad acerca de la contextualización de su trabajo. Porque, trasladar los emblemas de la ruina del palacio Pereira al MAC, que es otra ruina, ya convertía el gesto en una redundancia. Y en este medio, toda redundancia resulta regresiva.
Ya desde el cartel electrónico indicando la hora, sobre el marco de la entrada del mausoleo –museo=mausoleo, ¡que literal!- la resistencia de las memorias iconográficas se disuelven en una objetualidad cuya determinación ha sido fallida. Una vez ingresado a la cámara, los pasillos desarman toda relación con un lugar ceremonial, al reconstruir escenográficamente una salida de emergencia. O sea, la programación del ingreso está tensada por la puesta en obra de una condición de salida. Pero la travesía de la cortina de plástico termina por desarmar la compatibilidad objetual de la cadena espacial narrativa. Se trata de una cortina cuya materialidad pertenece al universo de la separación entre bodega y zona de exhibición de productos, en un supermercado. Eso querría indicar que venimos desde la bodega del mundo para ingresar en el espacio de la imaginación productiva. No. No da para eso. Si bien, la cortina separa el acceso, del ambiente del receso. Porque de eso se trata, ¿o no? Del receso de la imagen, del deceso del objeto, del abceso en el concepto articulador de la cámara, como “escenificación” del inconsciente de obra. Eso ya sería un logro. Sobre todo, relacionando las figuras egipcianas esculpidas en residuos de tajamar, con las pasiones analíticas en torno a las antigüedades clásicas. Esto sería ratificado por la erupción del capitel de madera, como efecto de traslado de una emblema de pedagogía Waldorf.
Respecto de esta cita griega retrabajada como una maqueta para la reconstrucción de la enseñanza del dibujo, las dos pinturas colgadas en el ángulo próximo a la salida (o a la entrada) sancionan el fracaso de toda reconstrucción en ese sentido. La pregunta que se plantea es si, desde el “oficio”, está bien pintada, o si se trata de una dejadez programada, en que los fragmentos de reconocimiento iconológico fijan la atención en su condición de juguetes antropomorfos articulados, a medio camino entre la gimnasia nazi y la parodia de la higiene mental. Es esta relación, entre los cuerpos de tajamar, la erupción corintiana y la pintura calisténica, la que arma un triángulo de densidad que, en cualquier otro lugar exhibitivo, menos eminente en cuanto a las pretensiones, hubiera funcionado. En verdad, abordar la Sala Matta con criterio de Sala Gabriela Mistral, no puede sino conducir a la percepción de in-necesidad de la muestra. A menos que los textos de acompañamiento con que se nos amenaza, inicien su relato remitiéndose a las relaciones entre el exterior (la cámara funeraria) que se traslada y se localiza en el interior del museo (otra cámara funeraria), con el propósito de revertir la musealidad y postular, esta construcción, como resta programática, respecto del plus institucional que la soporta. Pero ya, a estas alturas, la jerigonza analítica pasa por encima de las obras y termina validando fragmentos de fotos en un catálogo. Las malas exposiciones se arreglan en el catálogo. Ya se sabe.
Fuera de este triángulo de piezas a que me he referido, el resto de los objetos distribuídos parece no justificar su presencia. No hablemos del recubrimiento parcial de un muro con piel sintética de leopardo y las repisas que contienen los trofeos, provenientes de otras obras que circulan en la plaza. Suponemos. ¿Qué hace, allí, la pareja de balaustres? ¿Alguna alusión especial? ¿Mediante un desvío aparentemente kitch? Pero no: el asunto es más serio. Fíjense ustedes: repisa, objeto, frase; la nueva academia de la instalación menor. ¿Otra declinación de la retórica de las repisas fuera-de-cuadro? Por cierto, la repisa desplaza y reduce la materialidad nocional del plinto y lo fija en el muro, para domesticándolo, afirmar su necesidad, ratificada por la cinta de letras, estampada “a la manera” de los ochentas. Probablemente se trate, y no lo he comprendido a cabalidad, de una tran-citación por temporalidades divergentes que requiere del encapsulamiento de un sonoro reproducido como cinta de fondo de un gesto cuya necesidad programática ya había sido satisfecha en prestaciones anteriores.
Noviembre 2002.