Historia de una obra recuperada

Esta es la historia de una obra recuperada. Más bien, reaparecida. Lo cierto es que estuvo desaparecida durante veintinueve años. Fue realizada en 1971 para el alhajamiento del Edificio de la UNCTAD III, hoy llamado Diego Portales.



Es extremadamente curioso que este edificio, a diez años del inicio de la transición, todavía mantenga el nombre de Diego Portales, un significante político de la recomposición del Estado, que permanece vigente como un enclave simbólico cuya virilidad edificatoria vigila las actuales condiciones de la gobernabilidad. Luego de ser la sede de la conferencia mundial para el comercio y el desarrollo se le destinó a la juventud y a la cultura. Pero en 1973 fue ocupado para albergar los “trabajos legislativos” de la Junta Militar. La mayoría de las obras de arte fueron descolgadas. No se conoce las circunstancias, salvo que algunos oficiales discutieron vivamente sobre el destino de ellas, para finalmente dejar el asunto en manos de superiores. Los datos que se tienen son poco esclarecedores. Se sabe que fueron descolgadas y sacadas del recinto. En el caso de la obra de Gracia Barrios, ésta fue enrollada y envuelta en plástico. Alguien la llevó a la Caja de Crédito Prendario y la dejó empeñada. No se sabe si fue alguien que la quiso salvar y encontró que la mejor manera de hacerlo era depositarla en ese lugar, hasta que fuera recuperada. Pudo ser un militar que no quiso tener la responsabilidad de su destrucción y la fondeó, junto a otros objetos, para que pasara desapercibida. O simplemente, algún esbirro necesitado de una pequeña suma, tomó la obra a la que le suponía algún valor extraño y la empeñó. Sea cual fuere el procedimiento y las fabulaciones que se pueda hacer al respecto, el caso es que así fue empeñada. Se hace necesario fijar el estatuto de la noción de empeño en la economía doméstica chilena. Hipótesis: quien la empeñó no poseía contactos eminentes con un circuito de compradores que, más allá de lo que podría molestarles el “tema” de la obra, podrían haber adquirido un trofeo. Finalmente, la posesión de dicha obra podría haber tenido el sentido de poseer un emblema del enemigo derrotado. Falta les hacía, para conjurar el miedo a las multitudes. En el sentido spinozista de multitudo.


 


Quien la empeñó era, probablemente, un sujeto externo al circuito de arte, o al menos, lejano. Solo pudo concebir la obtención de un magro botín. Finalmente, era un tapiz que podía pasar por ropa de cama, ya que plegado y bien doblado adquiría el aspecto de una colcha gruesa. Pues bien: el hecho Es que fue depositada junto a otros objetos que se empeñan cuando no se está frente a una necesidad extrema, límite, de efectivo. Y de este modo, lo que también se hizo efectivo, fué su desaparición. Aunque en términos más estrictos, se puede hablar de sumergimiento. La obra fue sustraída del espacio artístico y sumergida en el espacio prendario.


Es aquí que aperece con fuerza el efecto simbólico de los juegos infantiles: a correr el anillo. La obra fue dejada en prenda de otra cosa. Lo más significativo, aquí, ha sido esa otra cosa, faltante, de la que era preciso dejar un objeto en prenda. La extensión de este gesto al terreno de las relaciones sociales y políticas de la dictadura es sintomática del carácter diagramático de ciertas obras. Es la línea que separa hoy día la ciudadanía y la cortesanía en la escena chilena. Es porque algunos tuvieron que dar una prenda, que otros se habilitaron para hacerse del lugar de la sustitución.


¿Cuál ha sido la gran paradoja? Esta operación de sustracción y sumergimiento permitió, al menos, guardar un cuerpo de obra y ahorrarle amenazas mayores. Es lo que hizo falta, en otros casos, de cuerpos cuyos restos siguen cavando la memoria material de la infamia.


En este caso, al cabo de un tiempo reglamentado y reglamentario, el gran paquete “signado” probablemente como prenda doméstica “salió a remate” y fue adquirido formando parte de un lote de objetos diversos, por un comerciante de “cachureos” . A veces, en esos lotes se suele encontrar algunos objetos que ven acrecentar su valor al ser reintroducidos al circuito de ferias barriales o de “anticuarios”. Es en esta trama de recomposiciones, gracias a la participación de un cierto “boca-oreja” que atravesó barreras de oficios, que se hizo permeable a través de múltiples rumores y reconstrucciones de relatos parciales, que indicios de la existencia de la obra fueron advertidos por personas cercanas al círculo familiar y de trabajo de los Balmes. Hasta que un buen día, se presentó en la casa de quien escribe, una persona que traía consigo un gran paquete, envuelto en bolsas negras de basura. Parecía una gran cuerpo escondido. Y no era para menos. Con manifiesta emoción, al abrir el paquete, lo que allí fue saliendo a la superficie, fue la obra de Gracia Barrios que se encontraba perdida.


En forma inmediata, la obra fue trasladada a la casa de los Balmes. Por su extensión, no era posible más que apreciarla por partes. Rápidamente, sobre el pavimento de la calle, bajo un farol del alumbrado público, fue enteramente desplegada y extendida: dos metros ochenta de alto por casi ocho metros de largo, exhibiendose sobrepasada por el plus simbólico de la materialidad del soporte. Desde que se tuvo conocimiento de algunos indicios de su existencia sumergida y el momento de su aparición y despliegue, entre el temor de encontrarse con restos de una obra maltratada y el dolor de recuperar los fragmentos de una historia entrecruzada por el exilio y el regreso, la obra demoró en llegar a destino. La demora, sin embargo, fue la dimensión justa para el acondicionamiento reparatorio de su recepción.


Todo se aceleraría después de la exposición “Chile Artes Visuales 100 años”, en su tercera sección. En esta muestra hubo dos obras emblemáticas de Gracia Barrios: “Campesinos” (1972) y “Cabeza censurada” (1969). Se trataba de dos obras que estuvieron colgadas en una sala que la curatoría designó con el nombre de “Historias de sombra”. Esas pinturas anticipaban la falencia de los cuerpos. En verdad, que solo se pinta desde la falencia simbólica de la corporalidad. Pero junto a esto, sin saberlo de manera explícita -es decir, sabiendo lo que había que saber, en la falta-, la curatoría de dicha exposición recurrió a dos obras que habían sido realizadas en la proximidad semántica de la pintura para el edificio de la UNCTAD. Digo bien: pintura y no “tapiz”. Si bien, esta pintura será comúnmente conocida como “el tapiz de la Unctad”. Se trata, en términos estrictos, de una pintura en que las texturas de las telas empleadas para componer la obra operan como extensiones de la materia pictórica clásica. Esta extensión no es menor porque introduce la sequedad directa en la factura, habilitada por los referentes cromáticos terrosos (ocre y siena) presentes en su pintura con materias húmedas oleaginosas. Tampoco Es un “collage”, sino una gran manufactura de “coudage” (del francés coudre: coser). Hablemos, entonces, no de tapiz (tejido), sino de un “cosido”. Esto hace TODA la diferencia formal y política con dos referencias respecto de las que esta obra manifiesta su más absoluta distancia: los tapices de las artesanas de Isla Negra y los bordados de Violeta Parra.


Sobre el soporte ya indicado, Gracia Barrios inició el cosido de paños de género, previamente recortados. La reaparición de este cuadro permite recomponer las anticipaciones en un sector de la escena plástica chilena, conocida desde los años ochenta como “historias de hilos y de costuras”. Es necesario repetirlo, de un tapiz en sentido clásico, sino de una pintura de gran formato realizada con trozos de género.


Gracia Barrios tomaba los trozos comprados en Gili Hermanos, una tienda de géneros en la Gran Avenida. Era una de las pocas partes en que telas de esa variedad y de texturas variadas podían ser encontradas. Luego las desplegaba en el muro del recién construído taller de la casa de calle Enrique Richards, en Ñuñoa. En seguida dibujaba directamente las formas a cierta distancia, con una tiza blanca amarrada al extremo de un palo, o bien, de cerca, con tiza de sastre. Finalmente recortaba con tijeras las formas y las iba hilvanando por la zona superior para que mantuvieran la caída. Después, las aseguraba con alfileres. Solo entonces se distanciaba para mirar desde lejos, con los ojos semi-cerrados, el conjunto de la composición que iba armando, sin boceto previo. Era una pintura realizada con la diligencia invertida en la confección de un gran vestido. En esta operación contó con la asistencia permanente de Graciela X, estudiante de escultura en la Facultad de Bellas Artes, exhimia costurera, quien se trasladaba a diario hasta el taller, llevando a su hija de pocos meses, a la que hacían dormir en una caja de de manzanas forrada en su interior. La faena fue realizada bajo el parrón y en el interior del taller, durante el verano de 1972. Digo faena, para emplear un léxico de construcción, ya que en la prensa de la época, al anunciar la pronta inauguración del edificio de la UNCTAD, se señala en una bajada: los artistas cobraron el salario de un carpintero de primera.


Gracia Barrios ejecutó la obra como “costurera de primera”. Jamás concebió la noción de “pasar en limpio”. Fue directamente al punto, porque la concepción de la pieza se resolvió como una totalidad que se sostenía por el epso de obras contiguas. En sentido estricto, sus bocetos eran otras obras inmediatamente anteriores o paralelas. En este caso, obras como “Campesinos” (1972).


Hay un elemento que debe ser considerado ya que se remite a la existencia de una comunidad de trabajo. En ese mismo taller, en una zona contigua, José Balmes realizaba la pintura “No” (1972). De dicha pintura se desprendería la idea de diseñar el afiche “No a la sedición”. La pintura de Balmes debía llevar la frase completa escrita, pero la composición imponía su principio de economía. Las dos letras de la palabra NO ya eran suficientemente significativas para (a)signar el valor del acontecimiento político; Es decir, la poética del acontecimiento, en pintura.


La consigna explícita que la coyuntura política exigía era la extensión literal de la frase: “No a la sedición”. Era un aviso y una amenaza simbólica, destinada a señalar al “otro”, lo que ya se sabía. Esa pintura señalaba el “saber que no se sabe”. Gracia Barrios pintaba, en género, cosiendo los colores, anudando la consistencia del contingente figuracional, la situación de movilidad de las fuerzas sociales.


En estos días, en Casa de las Américas (La Habana) se exhibe una selección de obras de Gracia Barrios, bajo el título “La ventana (in)dispuesta”. En mayo de este año, esta exposición fue presentada en el Museo José Luis Cuevas, en Ciudad de México. El 20 de septiembre próximo, se inaugura en la sala de exposiciones de la Fundación Cultural Corpbanca, en Caracas.


En el texto de presentación me he referido a un triángulo referencial que permite levantar estas obras: Hitchcock, Buñuel y Gabriel Figueroa. Tres hombres de cine. Tres historias de encuadre. Tres modelos de indisposición de la mirada. Por esa vía, Gracia Barrios se aferró en los años setenta a la determinación de la gráfica. Especificamente, del afichismo del cine cubano. Esto es muy importante. Sus determinaciones pictóricas están siempre delimitadas por una férrea cultura del encuadre y de la dirección de fotografía.


En esa coyuntura plástica, Gracias Barrios no entraría jamás a formar parte de la inflación del grabado chileno de determinación serigráfica. Lo que hace, en esta obra cosida, es conducir una disputa formal entre la graficidad del referente serigráfico y las exigencias de una pintura plana fuertemente marcada por el modelo del encuadre cinematográfico.


Es preciso recordar que los artistas que colaboraron con obras para el alhajamiento de la UNCTAD, en 1972, bajo la dirección artística de Eduardo Bonatti, ya habían participado en 1970 en la exposición “El pueblo tiene arte con Allende”, en una carpa montada en la explanada del actual Museo de Arte Contemporáneo. Dicha exposición, conformada exclusivamente por obras serigráficas, había sido concebida para ser re-montada en diversos sitios del país, en el marco de la campaña presidencial de Salvador Allende. Este es un dato importante para comprender la dimensión del compromiso gráfico de los artistas y del trato que tenían con la edición serigráfica; es decir, de dependencia fotomecánica. Este es un dato no menor en la reconstrucción del peso del grabado en la escena plástica chilena.


Pues bien: Gracia Barrios interpelará el espacio del grabado desde la pintura plana y fotográficamente determinada, como en esta pintura de género, recuperada. Pintura sobre (el) género, pero donde la tela de ropa anticipa su preocupación por el significante vestimentario. La representación de la corporalidad en Gracia Barrios, como ya es sabido, está determinada por una petición de género que remite a las funciones de sostenimiento. Las siluetas (historias de sombras) en la narración genérica ponen la fisura en el primer plano de la historia. En las pinturas de Gracia Barrios las mujeres ponen la cara, primero. Es el privilegio de la primera línea, en “Pobladores”, “Campesinos” o “América, no invoco tu nombre en vano”. Todas obras realizadas en 1971-1972.


En “Pobladores” la multitud avanza sobre un fondo ocre. El ocre es el “inconciente” del color. Una mujer, en primer plano, se adelanta. Le cuelga del brazo algo que podría ser un delantal de obrera o una bolsa fabricada con tela de saco harinero para llevar pan. La mancha blanca que designa su bolsa de pan marca los límites de la iniciativa política en pintura. Es su punto ciego. Es decir, la zona en que la crisis de la visibilidad se hace patente. De este modo, esa mancha se homologa con las camisas de los fusilados de Goya. Pero hay algo más decisivo, que tiene que ver con las condiciones de desaparición de la obra, en 1973, que conecta la mancha blanca de la pintura “Pobladores” y el acto de llevar la pintura enrollada a la Caja de Crédito Prendario. Una pintura en prenda. Ese viene a ser el diagrama de la economía más precaria. Pero el deslizamiento por la prenda blanca ya estaba habilitado por el “punctum” de la escena de “El ladrón de bicicleta”, cuando la mujer lleva a empeñar las sábanas de su lecho conyugal, poniendo lo más cercano a los humores corporales en situación de exposición extrema. En esas sabanas mediterráneas concibió al hijo que destinará su mirada a recoger la imagen del padre, posteriormente caído; imagen de la flaccidez de los sujetos en las historias sociales de toda post-guerra. Las sabanas blancas de la conyugalidad se cruzaban con las camisas goyescas que para Gracia Barrios han sido referenciales, al igual que las camisas blancas de los campesinos mexicanos de “Los olvidados” (Buñuel-Figueroa).


Quien llevó la pintura enrollada a la Caja de Crédito Prendario, en septiembre de 1973, homologó la pintura con las sábanas de la ficción neorrealista, convirtiéndola en el soporte de una tragedia de la convivialidad. Esta pintura se ha empeñado en reaparecer treinta años después, como un índice de la “tasa de confirmabilidad” de las opciones estratégicas que la pintura de Gracia Barrios se ha guardado desde 1972 a la fecha.

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