Disconformidad ante la edición de un texto.
Justo Pastor Mellado.
Junio 2003

En Santiago, desde hace algunos meses, circula una edición que lleva por título El padre de la patria y que está (a)firmada por Gonzalo Díaz. Esta corresponde al número 17 de las obras publicadas por las Ediciones Cortina de humo, y contiene dos relatos, dando lugar al número 16 de la mencionada línea editorial. Se trata de una novela en la novela, en que el número 17 contiene al número 16, en una puesta en abismo simple de un texto analítico en el campo de OTRO texto analítico (visual). Por una parte, un ensayo de mi autoría, La novela chilena de Gonzalo Díaz; y, por otra parte, el relato visual compuesto por el complejo documentario de la obra de Gonzalo Díaz, desde ¿Que hacer? (Galería Sur, Santiago de Chile, 1984) a su presentación en la V Bienal de La Habana (1994).

En 1999, bajo la forma de un proyecto de ediciones, esta obra fue presentada al Fondart, en el área de Plástica, sin mencionar al autor del ensayo. Se suponía, probablemente, que al “contener” el texto visual de Gonzalo Díaz el texto de quien escribe, pasaba a asumir una autoralidad de conjunto que no hacía necesario mencionar, siquiera, al autor del texto contenido. Los miembros del comité de evaluación aprobaron sin mayor discusión el proyecto. Tratándose de Gonzalo Díaz, ¡qué duda cabía! Habiendo formado parte, ese año, del comité de evaluación de la comisión de Plástica, esperé hasta el último día. Ninguno de sus miembros había preguntado por el autor del texto. Pero yo lo sabía. Era el texto de mi propia autoría. ¿Cómo era posible que yo aprobara el proyecto en el que se iba a editar mi propio texto? Por eso, esperé hasta el último día de sesiones del comité y me opuse a que dicho proyecto fuese aprobado. En términos “inconcientes”, me fue tendida una trampa que reúne la figura de algo similar a lo que hoy día la prensa y la justicia denomina “tráfico de influencias”.

Valga mencionar que ese año, en el trabajo de evaluación, critiqué severamente, tanto la voracidad como la soberbia institucional de algunos proyectos de artistas “históricos” que se presentaban al Fondart. Me resultaba chocante, por ejemplo, que artistas que acababan de obtener la Beca Guggenheim, se presentaran igualmente al Fondart. Curiosamente, estos mismos artistas, en el concurso del año 2002, han sido convenientemente “reparados”. Probablemente lo sean, también, en el 2003. Habrá que estar atentos a los resultados del concurso, sobre todo, en relación a la ya conocida extrema cercanía existente entre algunos encargados de área y algunos “postulantes históricos”. Lo menciono, porque mi fundada oposición de 1999 a los proyectos de dichos artistas explica, en parte, la belicosidad ejercida por estos mismos, en mi contra, a lo largo de 1999- 2000, en relación a la curatoría de Historias de Transferencia y Densidad (Chile Artes Visuales 100 años). Por cierto, ninguno de ellos incorporó este dato en sus declaraciones a la prensa. De todos modos, ese año, en el Fondart, me libré de caer en una trampa. (Con los amigos que tenía, en verdad, no requería tener enemigos).

El proyecto presentado en 1999 al Fondart y que fuera rechazado, fue posteriormente presentado a un concurso universitario interno, en el 2002, para ser editado en el 2003, pero con fecha de 1999. Vaya uno de entender. Esta vez, el proyecto El padre de la patria ha sido editado gracias al aporte de un departamento de investigación y desarrollo de una universidad nacional. Dicha universidad, lo que apoya no es la publicación del texto de mi autoría, sino la edición “que lo contiene” como guión subordinado al despliegue gráfico de la obra de Gonzalo Díaz. Conociendo el grado de descalificación académica de que ha sido objeto mi trabajo en dicha comunidad, este auspicio resulta sorprendentemente contradictorio. Díaz debe explicarse ante sus autoridades por incluir en su edición, a un autor que no califica de acuerdo a sus pautas de evaluación de su comunidad académica.

Baste con señalar, al respecto, que he perdido dos concursos para profesor en la mencionada universidad. La primera vez fue durante la Dictadura. La segunda, durante la Transición. Lo interesante de este segundo concurso fue su carácter engañoso, ya que se hacía un llamamiento público para postular a unos cargos, cuando en verdad estos ya estaban “asignados”. El concurso referido no era más que una operación que designaba la precariedad del poder de reparación de las nuevas autoridades, ante la situación de los exonerados.

¿Precariedad general o voluntad de “arreglar” la reincorporación, solo de algunos exonerados? En verdad, el concurso le permitió a dicha universidad resolver políticamente la reincorporación de algunos exonerados, que desde hacía un tiempo estaban “haciendo mérito”, a cambio de garantizar la exclusión de otros. El hecho es que estos exonerados aceptaron ser incorporados mediante la participación en un concurso que debía legitimar su “reingreso” a la universidad. Esa fue la manera cómo esa universidad resolvió parcialmente este contensioso. Estos son dos pequeños datos a los que se agrega un nuevo tipo de descalificación, que es muy dificil de probar judicialmente, pero respecto de las cuales existen suficientes presunciones que señalan, a lo menos, concertación con objetivo doloso para realizar evaluaciones extremadamente parciales en concursos nacionales de investigación, sobre todo después de mi curatoría en el museo.

Me refiero, ni más ni menos, a que agentes cercanos a las esferas de influencia universitaria ya mencionada, me han perjudicado manifiestamente en este terreno. No se trata de rumores, sino de ecos verosímiles, suficientes como para reconstruir una ambientación de exclusión académica, que persigue la deslegitimación de la línea de trabajo que sostengo en historia del arte. En virtud de dicha discriminación he tenido que desarrollar mis investigaciones sin recurrir a recursos públicos. Debo establecer, sin embargo, que la ausencia de dichos recursos jamás ha sido un impedimento para llevar adelante mis trabajos. Por cierto, después de mi curatoría en el museo, la descalificación en el campo de los recursos para investigación ha sido, simplemente, el costo que he tenido que pagar por mi independencia y autonomía autoral. De ahí que me resulte paradojal que la edición de El padre de la patria sea auspiciada por un aparato universitario para el cual mis trabajos no califican. ¿Cómo es el asunto?

La edición de El padre de la patria posee un pie de imprenta que señala como año de edición, 1999. Este no es un magnífico lapsus, sino un artificio voluntario. Es una expresión de deseo de borrar toda polémica existente entre Gonzalo Díaz y quien escribe, remitiendo la fecha de edición a una anterioridad de trabajo conjunto. Ya en 1999 los términos de la polémica del 2000 se están anticipando en la filigrana de los distanciamientos, particularmente vinculados a un incidente de 1997, en un momento en que Gonzalo Díaz envía una carta al curador de la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur, Frederico Morais, donde le manifiesta que he caído en la falta de no representar satisfactoriamente sus intereses, y hace peticiones que el curador considera inaceptables. Pero esto señala el carácter de un diferendo en cuanto a apreciaciones formales y sociales que, dentro de la legitimidad de su factura, explica la naturaleza de trato que un artista como Gonzalo Díaz espera de un curador local. Como se verá, la práctica epistolar de Díaz, en lo que a descalificación de mi trabajo respecta, no es algo de lo cual yo debiera sorprenderme. Ya tenía indicios de lo que debía esperar de su parte.

La obra La novela chilena de Gonzalo Díaz fue escrita, probablemente entre 1997 y 1999. Esto quiere decir, a siete años de Meter la pata (1987), texto redactado por quien escribe, para indicar la obra de Gonzalo Díaz en la exposición Chile Vive, en Madrid. Dicho texto, bien puede ser considerado como la segunda parte de un ensayo sobre un proceso complejo de construcción de obra plástica, en el supuesto de que su primera parte se instala entre la producción de las pinturas de “las lagunas estigias” y la obra ganadora del gran premio de la Colocadora Nacional de Valores de 1980, Los hijos de la Dicha.

Estas precisiones tienen por objeto señalar el interés que tengo en que se comprenda el funcionamiento de un sistema textual, referido a su articulación con otras piezas y fragmentos pertenecientes a una misma cuenca investigativa. Un texto como La novela chilena de Gonzalo Díaz no puede ser cercenado de la estrategia de productividad textual a que pertenece. Desde este punto de vista, Meter la pata (1987) se conecta con las condiciones polémicas de producción de Omaha, cabeza de playa (1985), referido a las condiciones de producción de Pintura por encargo (Galería Sur, exposición colectiva Fuera de Serie, 1985). En cambio, La novela chilena de Gonzalo Díaz (1997) pertenece a la fuerza escurridora de La faena del texto (1997).

Sin embargo, el que La novela chilena de Gonzalo Díaz sea publicada, en la actual coyuntura, en el 2003, pero con fecha de impresión de 1999, parece indicar la práctica de borradura de la polémica que enfrentó a Gonzalo Díaz y Eugenio Dittborn, con quien escribe, en torno a los criterios de diagramación de la muestra Historias de Transferencia y Densidad. Porque los términos en que Gonzalo Díaz se inscribe en dicha polémica, anulan –a mi juicio- cualquier iniciativa en la que su nombre y el mío pudieran comparecer en una misma plataforma. Y menos, aún, en la forma en que mi texto aparece en esta edición, asediado por un angustioso dispositivo de marcación documentario, que excede lo que se puede entender como ilustración gráfica razonable.

En relación a lo anterior, me asiste el derecho de decidir que todos los textos escritos por mí, en torno a la obra de Gonzalo Díaz, remiten a una situación de trabajo que ha sido severamente modificada por la instancia de la curatoría. Me parece que ese es un derecho legítimo, sobre todo, cuando de mi parte no ha habido gesto alguno que demuestre interés por re/establecer relaciones de trabajo.

En algún lugar de la presentación editorial se esgrime que el texto me fue solicitado. Me pregunto si ello resta potestad al derecho que tengo sobre sus actuales condiciones de circulación. La mención a la palabra “solicitud” parece cumplir la función de introducir una duda amenazante frente a la posibilidad de una demanda de interdicción de circulación. No judicializaré esta situación, pero no dejaré de ejercer el derecho de manifestar que no comparto ni las condiciones actuales ni la ocasión de la edición, sobre todo cuando en el 2000 solicité expresamente que dicha edición no se hiciese efectiva.

Lo anterior me lleva a pensar lo siguiente: ese año, en mi posición de curador, ante la negativa de artistas a proporcionarme las obras que requería, no realicé ninguna gestión para obtener obras fuera de la relación directa con ellos. Pensé, en un momento, recurrir a coleccionistas e introducir un precedente judicial acerca del derecho que me asistía para obtener de ese modo dichas obras. Aún si hubiese sido objeto de un dictamen judicial desfavorable, hubiera sido importante haber abordado dicha situación. Es decir, aquella en la que un artista interviene directamente con los coleccionistas solicitandoles no colaborar expresamente con un curador, o aquella en que un curador, haciendo efectiva la autonomía de los coleccionistas, recurre a ellos, sin tener que pasar por el artista. Es decir, desde qué límite el coleccionista puede disponer, con autonomía, de “sus” piezas, aún en contra del deseo del artista.

No estoy al tanto de si existe jurisprudencia chilena al respecto. Pero en el contexto de la polémica del 2000, resolví no entrar en esa política. Porque lo que se hacía visible era el poder de extorsión efectiva que los artistas podían ejercer en contra de un curador, impidiendo acceder a obras determinadas. Pues bien: me parece que hice lo correcto. He vivido confiado en que sería tratado con la misma consideración. Constato que no ha sido el caso. Mi posición es que cuando se rompen las confianzas y se desmantelan las complicidades de trabajo, no queda sino el pudor y la pulcritud en el uso y recuperación de los materiales documentarios. Ahora, las confianzas y colaboraciones con Gonzalo Díaz no se rompen a raiz de la curatoría del museo, sino que ésta viene a ser nada más que el momento esperado por él y por Eugenio Dittborn para ocasionar el mayor daño público a quien escribe. Tentativa que, a juzgar por sus resultados, no tuvo el éxito esperado.

En este marco, considero que constituye un acto de torpeza política y un abuso de confianza que bordea la impunidad, la puesta en circulación editorial del texto de mi autoría. Supongo que Gonzalo Díaz tendrá que dar muchas explicaciones a sus aliados por este gesto. Me imagino que después de esto, ¿qué dirán editores de revistas culturales y estudiantes y colegas de programas de post-grado, que estuvieron comprometidos en su intento de asesinato mediático hacia mi persona; sobretodo, después de conversaciones publicadas por revistas de circulación internacional, en las que mi probidad teórica es profusamente puesta en duda?

Es más: la figura de las conversaciones publicadas satisface una función ventrílocua sorprendente. Me refiero a la conversación entre Nelly Richard, Adriana Valdés y Carlos Pérez, sobre-editada en (la) Revista de Crítica Cultural.. ¿Cómo “juntar” dichas desautorizaciones con este gesto editorial? ¿Cómo justifica Díaz, ante Adriana Valdés, el hacerse cargo de esta edición? ¿Cambiando la fecha de la impresión? ¡Resulta inverosimil! Enfin. No es asunto mío. Si de mi hubiese dependido, yo no hubiese realizado esta edición. Habría reservado el hueco en el formato y le habría pedido a otro escritor que asumiera la responsabilidad analítica. La limpieza del discurso de posteridad así lo hubiese exigido. En la plaza existen probadas escrituras que hubieran satisfecho con mayor eficacia la demanda inscriptiva de la edición.

Sostengo, por lo tanto, que no correspondía editar La novela chilena de Gonzalo Díaz. Sobre todo, después de la operación editorial compartida por Gonzalo Díaz y Adriana Valdés, a propósito de la publicación de Lecciones de cosas (7 textos + postfacio) sobre “Quadrivium” de Gonzalo Díaz (Editorial Blanca Montaña, 1999). Al respecto, me fue solicitado un texto, sin mencionar el hecho de que éste sería entregado a la lectura “correctiva” de Adriana Valdés, autora del postfacio, en una manifiesta encerrona destinada a permitir que dicha autora “me pasara la boleta” por el análisis que yo había realizado de su posición sobre la escritura de Dittborn en Mano cortada (Dos textos tácticos, Ediciones Jemmy Button Inc, 1998). Ya tendré oportunidad de comentar el postfacio de Adriana Valdés.

Valga insistir en el hecho de que en el momento en que me fue solicitada mi participación en Lecciones de Cosas, la existencia del postfacio no formaba parte del proyecto editorial inicial, para el que yo respondí, escribiendo La persistencia programática de una década. En esta operación, Gonzalo Díaz ya cometió un abuso de confianza preliminar. Pero es un abuso que se suma. Resultaba evidente que de haber sabido cual era el propósito de dicho postfacio, habría retirado mi texto de inmediato. No porque me sustraiga al comentario adverso, sino que bajo condiciones editoriales en las que el texto sería leído por un tercero, en esas condiciones, hubiese preferido contar con la posibilidad de escribir un suplemento, o al menos, haber estado en conocimiento, con el objeto de adelantar mi defensa. Sobre todo, en función de la previsibilidad de los argumentos allí diseminados. Lo que Gonzalo Díaz transgredió en esa ocasión fue la condición de hospitalidad editorial mínima que todo texto requiere. Se lo manifesté, en su momento, como reclamo formal, al propio Gonzalo Díaz. Mi reclamo –ciertamente- cayó en el vacío. Ya no había más que hacer, sino incorporar estoicamente los efectos de una “lección” editorial de evidente carácter punitivo. Situación en la que participó, también, el filósofo Iván Trujillo, como coordinador de la mesa redonda en la que debían hacerse efectiva la segunda parte de la encerrona. Evidentemente, no asistí a la mesa redonda. A través de personas interpuestas, como es su costumbre, Gonzalo Díaz me castigaba por la autonomía diagramática que estaba ejerciendo en mi propio trabajo crítico. Las diferencias del 2000 poseen, como es de notar, algunos antecedentes que hacen inviable toda relación de trabajo. Situación que resulta de total legitimidad, pero en la que de mi parte no ha habido manifestación alguna de re-establecimiento.

A la luz de este postfacio, con la edición de El padre de la patria sería la segunda ocasión en que debo incorporar documentalmente los efectos de una política de hechos consumados: otra “lección” que opera mediante la disposición gráfica de un “texto escolar”, subordinado a una política de inscripción de carrera que no comparto.

He colaborado, con anterioridad, en procesos conceptuales de construcción de la obra de Gonzalo Díaz, pero me he distinguido por estar lo más lejos posible de sus procedimientos de construcción de carrera, en el arte chileno, como lo he dejado de manifiesto en De cómo el arte chileno es visto por los otros (1998) y De cómo la plástica es leída por los otros (1999) (Textos estratégicos, Cuadernos de Arte, 7, 2000). Es importante, nuevamente, poner atención en las fechas de estos textos. Lo señalo con el objeto de proporcionar mayores antecedentes para la comprensión de mi negativa a plantear, ya desde el año 2000, la edición no solo de La novela chilena de Gonzalo Díaz, sino de cualquier texto sobre el trabajo de éste, sin mi autorización.

Si el autor de El padre de la patria estima que posee derechos –en virtud de complicidades anteriores- que lo habilitan para disponer de mi texto, me cabe hacer recordar que hay derechos que se pierden, justamente, a causa de la disolución de las condiciones de complicidad anotadas. Me parece que este es el caso. Resulta más que extraño, propiamente inquietante, para los propios lectores, pero particularmente para quien escribe, que el autor de epistolas difamatorias, hechas públicas por medios electrónicos, asuma hoy día la edición mencionada, haciendo caso omiso de las condiciones de una polémica cuyos términos todavía se mantienen en pie.

No he cambiado un ápice las razones que me condujeron a solicitar a Gonzalo Díaz las obras que seleccioné para mi curatoría. No he cambiado ninguna de las razones que sostienen mi diagrama curatorial. Ninguna de las razones hasta ahora esgrimidas por Gonzalo Díaz dan cuenta de una posición teórica e históricamente rigurosa respecto de mi diagrama curatorial. Las escasas menciones señalan la defensa de hipótesis historiográficas convencionales, superadas por los presupuestos de su propia constructividad de obra. En este aspecto se debe hacer una distinción: una cosa es lo que piensa Gonzalo Díaz de su obra, y otra cosa es lo que su propia obra sostiene. En general, la obra va siempre más allá. Su pensamiento estricto es su obra. Como es el caso, su obra “lo salva”, aún cuando no esté subjetivamente dispuesto a reconstruir las contradictorias y complejas situaciones de inter-textualidad, respecto de obras de las que inevitablemente resulta deudor.

Una obra como el tríptico Los hijos de la dicha (1980), realizada con anterioridad a su viaje a Florencia; es decir, antes de haber sido introducido por Francisco Smythe en la trama de “una” escena italiana, constituye un momento clave en su procesualidad, justamente, porque esa resulta ser de las pocas ocasiones en que Gonzalo Díaz hace elogio de la representación de la carne, como síntoma del peso del fantasma de la encarnación en su política gráfica del deseo. Una obra de determinante “baconiana” prefigura el cúmulo de transformaciones retentivas que, ingresando en otra polémica, dittbornianamente prefisurada, permite redimensionar el alcance de las sobrevivencias formales que, en sentido warburguiano, operan en la coyuntura de los años 80. La producción de las obras “instalacionales” consignadas en La novela de Gonzalo Díaz, organizan la empresa represiva de la memoria corporal representada, como densidad diagramática, en un momento en que Díaz practicamente no existe como artista para la “escena de avanzada”.

Cabe recordar que esta denominación resulta restrictiva en la política de sus inclusiones, teniendo en cuenta que Los hijos de la dicha, desde la perspectiva de la “escena de avanzada”, corresponde a un “premio oficial”. Justamente, lo que define la importancia de este tríptico, además de lo ya señalado, tiene que ver con que se presenta, desde la pintura, como una producción que podría haber señalado una vía de enfrentamiento formal con la dittbornicidad de la escena. Pero todo indica, que en posesión de una gráfica transferida desde la práctica smythiana, Díaz se hará un lugar en una polémica ya definida por la retórica de la reproducción y del registro, puesta en obra desde Delachilenapintura, historia (Dittborn, 1976). Esta hipótesis ya la he sostenido en El block mágico de Gonzalo Díaz, redactado en 1985. No es conmigo que Díaz debía luchar, sino con el peso fantasmal de la Obra Dittborn. En esa lucha colaboré durante entre los años 1983 y 1985. Es decir, entre mi texto sobre Díaz para la V Bienal de Sidney y Omaha: cabeza de playa.

En primer lugar, Díaz debía reconocer su deuda smytheana, y, en segundo lugar, debía definir sus relaciones de no pertenencia con la “escena de avanzada”. Desde Los hijos de la dicha, resulta dificil sostener su inclusión en dicho frente. Esa era una de las razones principales por la que me parece que desde esa carnalidad gosoza era posible enfrentar la dictadura del significante richardiano, en los textos y en los comportamientos sociales. ¡Pero que va! Era su carrera. Otra cosa es el tipo de historia que se escribe. Y en este terreno, comete los mismos errores de tantos otros artistas con síndrome de abandono e ininscripción; a saber, que hacen todo lo inimaginable por manipular el discurso de su posteridad de obra.

El otro peligro que los amenaza consiste en la dependencia de una sola escritura. Como si ello solo bastara para asegurar una inscripción coherente. De ahí que, después de una intervención histérica mediante una carta-respuesta que asume la retórica de “mina abandonada”, resulta indigno que deba recurrir a un texto de mi autoría para asegurar una posición de carrera. Aún más, cuando le había solicitado expresamente que no dispusiera de dicho texto, bajo ninguna condición. Y sobre todo, repito el argumento, cuando en la plaza existen escrituras que hubiesen cumplido con mayor eficacia el cometido.

Bajo las consideraciones anteriormente señaladas, el gesto editorial de Gonzalo Díaz constituye un acto grave de agresión encubierta y me asiste el derecho legítimo de no desear la aparición pública de vínculo alguno que me asocie a su estrategia de inscripción. Como ya lo he señalado, me niego a judicializar este asunto, no sin dejar de ejercer mi derecho a manifestar mi más completa disconformidad con el gesto ya mencionado.

artículos relacionados
[deje sus comentarios en el
Pizarrón de Mensajes]
   
www.sepiensa.cl

Sitio Web desarrollado por ©NUMCERO-multimedia - 2003 [webmaster]