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Disconformidad
ante la edición de un texto 2. Leo el ensayo que cierra la componenda de “Lecciones de Cosas” y pienso: aquí hay un cuento sobrado. La oposición entre discurrir y contar, planteada como apertura, fija el rol actancial de la autora, como inspectora general de los siete textos que preceden el Postfacio. De ahí que, usurpando el lugar de “el sastrecillo valiente”, Adriana Valdés mató a siete, de un (solo) golpe (de escritura), habilitada editorialmente por el mandatario del texto, en este caso, Gonzalo Díaz, pensador-visual. Partiendo, entonces, del supuesto por el cual quien mucho discurre, cuenta poco, Adriana Valdés se propone hacer tres narraciones ficticias relativas a “Quadrivium” de Gonzalo Díaz, como si la critica de arte, en su escurrimiento, no se concibiera –complejamente- para validar una ficción, cuya narratividad está remitida desde su base intertextual a las condiciones programáticas implícitas en los textos inspeccionados. Esto es a lo que me refiero cuando en “Disconformidad… (1)” señalo que Gonzalo Díaz le ofrece a Adriana Valdés la oportunidad de “pasarme la boleta” por las atenciones que le brindo a su texto sobre la obra de Eugenio Dittborn, en mi narración ficticia “Mano cortada” . Porque en este caso, Adriana Valdés resulta habilitada para reproducir una posición análoga a la que ocupa respecto de la situación de las pinturas aeropostales en la obra de Dittborn. A través de esta observación, deseo precisar que la obra de Dittborn no se reduce a la aeropostalidad; sino que ésta, ya está sobredeterminada por los trabajos editoriales del año 1976 y 1977. ¿En qué consistiría, a juicio de Adriana Valdés, mi delirio intertextual, en “La persistencia programática de una década”? Dejaré de entrecomillar sus referencias. Trabajaré en la cuenca abierta por su asedio. Pues bien: El delirio intertextual del que habla se refiere a que mi escritura no considera el peso de ciertas obras declaradas -por el artista y sus comentadores más cercanos- como decisivas, en un programa de obra que abarca más de dos décadas. Entonces, así como yo practico el error de atribuir un rol diagramático de carácter decisivo para la interpretación de momentos de articulación entre períodos, a procedimientos anteriores a la vigencia del sistema aeropostal en Dittborn, Adriana Valdés me corrige la falta que cometo respecto de “Quadrivium” de G. Díaz, al contextualizar la obra de otra manera, proponiendo una genealogía alternativa -¿a la suya?- que se localiza fuera de la serie de via crucis, como resultante de una larga enumeración de obras, que se inicia en 1982, teniendo como antecedentes iniciales una cierta cantidad de objetos-fuera-de-cuadro, que comparecen en la obra de G. Díaz, recién a su regreso de Florencia. ¿O no? Esta aproximación de Adriana Valdés me permite pensar que Gonzalo Díaz no estaba conforme, probablemente, con la genealogía alternativa que ella identifica en mi texto, y que le habría solicitado la administración de un correctivo, mediante el cual, no solo debía quedar demostrado que mi trabajo intertextual está determinado por un carácter paroxístico –o sea, que escribo-como-un-loquito-, sino que además, debía aclararme una situación académica, en la que tendría que quedar visible mi conocimiento retrasado de Kristeva, al glosarme punitivamente con una cita de esta autora, enarbolada como texto sagrado cuya sola exhibición debe ejercer la función de un fármaco destinado a controlar mi delirio asociativo. Gonzalo Díaz, con el auxilio de Adriana Valdés, debía poner fin, tanto a los excesos escurridizos de una asociatividad interminable que descentraba el correcto acceso a las obras, como a los efectos de perturbación procesual causados por un apego insostenible a la vulgata psicoanalítica. ¡Pero Adriana Valdés! El trabajo teórico se realiza en la articulación de diversos (d)efectos de lectura, tanto de la vúlgata como de los textos originales, a tal punto, que la disolución de fronteras entre uno y otro campo textual forma parte constitutiva de su puesta en escena, acelerando o retardando la producción de comentario, mediante la sobreposición de otras tantas vúlgatas que ejercen una función encubridora. ¿Acaso Adriana Valdés está diciendo que “aplico mal” los conceptos, que han sido forjados en un espacio teórico determinado y que son desplazados hacia campos para el cual no fueron pensados? Es como si yo la criticara por el traslado que haría, desde el campo literario al campo plástico, de las elaboraciones de Bloom sobre el horror de las influencias. Resulta, sin embargo más que curioso, mencionar el privilegio referencial de esta obra, en el marco de una reflexión sobre la obra de Gonzalo Díaz. ¿Hablará del “horror” que le produce mi sujeción historizante, o se referirá al “terror” del artista en relación a la genealogía de sus préstamos y deudas no reconocidas? Quien sabe. Pero no diré que el uso del nombre de H. Bloom configura la expresión de una vúlgata literaria cuyos presupuestos Adriana Valdés aplica a sus propias relaciones intertextuales subordinadas, sobre todo después de la ya conocida crítica de la noción de influencia, efectuada por Foucault, hace más de dos décadas. No parece que sea necesario citarlo, a estas alturas. Pero veremos qué partido saca Adriana Valdés de su referencia canónica a las “influencias”, en el terreno de la historia de las obras, que es el terreno en el que más evita penetrar. ¿O no? Digámoslo así: el terreno del acontecimiento de la obra; de la obra como acontecimiento. Para ello debe acudir a ejecutar menciones jocosas sobre mi preocupación histórica por la “escena de origen” de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile “de antes”. No podría delatar mejor el alcance de la solicitud ideológica que le han formulado, para borrar las especificidades que vincularían a Díaz con Couve, más de lo que conviene reconocer, como entre otros datos no menos significativos, a saber, el comunismo universitario de Couve y Díaz, en las determinaciones de fatalidad discipular que el esfuerzo de una escritura distractiva no logra desplazar. En culturas de la reproducción, como la nuestra, la vúlgata configura un estrato textual de uso común, a falta de disponer de conceptos operacionales que autoricen, en el (a)cercamiento del objeto, que consiste desde la partida, en una producción de nociones que cierran y aligeran a la vúlgata de sus vulgaridades, la localización de compatibilidades formales y conectividades filiales. Pero al emplear la palabra filial, me estoy refiriendo a las hilaciones formales, a las costuras internas y externas, de la propia obra de Gonzalo Díaz, considerada como una máquina-de-pensar-visual, que está sometida a la usura de su propia temporalidad. ¿Cuál sería el problema, entonces, de remitir los elementos de “Quadrivium” a factores objetuales cuya presencia se verifica, ya, en las obras de 1982? ¿Acaso sostuve que el diagrama del via crucis, en esa obra, clausuraba la propia procesualidad de G. Díaz, como cita aminorada y adelgazante de su propio dispositivo de trabajo? Eso suele ocurrir, en todos los dispositivos de obra. Pero ello ha supuesto afirmar la ficción narrativa que es la critica de arte, como una plataforma de producción política de la verdad-de-la-obra. De este modo, G. Díaz, en 1999, al editar “Lecciones de Cosas” bajo el formato que lo hizo, y al que me he referido, realiza una operación de intervención textual rápida, destinada a reclamar y recuperar, para si, el control interpretativo sobre su obra. ¿Acaso Gonzalo Díaz considera que, habiendo recuperado el control de la interpretación, le cabía disponer de un texto como “La novela chilena de Gonzalo Díaz”, con fecha similar a la publicación de “Lecciones de Cosas”? Cuando he hablado de persistencia programática de una década,
he mencionado el hecho de que las mermas del dispositivo no fueron identificadas
a tiempo. En todo caso, mal que pese, entre “Lonquén 10 años”
–lugar del primer “gran via crucis”- y “Quadrivium”,
la sujeción al modelo comenzó a experimentar una pérdida
semántica de proporciones. Por eso, para salvar “Quadrivium”
, había que ir a las primeras disposiciones de G. Díaz,
justamente, en 1982. Pero para no pocos comentadores de arte provenientes
de la filosofía y de la crítica literaria, la historia de
las obras parece no satisfacer eficacia distintiva alguna. NOTAS: | |||||||||||
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