Disconformidad ante la edición de un texto 5.
Justo Pastor Mellado.
Julio 2003

Prosigo con el relato del área chica. Adriana Valdés me encontró, en su postfacio de 1999, una nueva ocupación: relator deportivo, en el borde de la cancha. Es decir, que se ocupa de las jugadas específicas, que ocurren sólo en el terreno de cercanía al arco, abandonando la visión de conjunto sobre el juego. Se debe suponer que ésta configura otra de sus proposiciones descalificatorias. ¡Uf! ¿Cómo responder? Se me ocurre pensar que el área chica es designada –también- como la zona de reparación, pero fuera de la vulgata psicoanalítica, a la que nuevamente hace mención en la página 152. Francamente, la cuestión de la vulgata ha hecho punctum en su lectura. O sea: no solo me ocupo de problemas menores, sino que además, lo hago usando mal los conceptos. ¡Que curioso! Adriana Valdés no logra, en su crítica, desarmar el dispositivo que le llevo por delante. Solo adelanta objeciones que podrían tener alguna consistencia si persistiera en su trabajo, pero debo reconocer que a fin de cuentas, no logra entender cómo funciona el mecanismo discursivo y termina por agotarse en la distribución de observaciones que no sobrepasan la literalidad de una lectura determinada por un afán reparatorio que parece haberle sido dictado. Por un lado, se propone rescatar el vía crucis de G. Díaz desde la filosofía que ha acudido a su rescate, porque le ha resultado reductora la lectura que he realizado de su consistencia. El servicio se ha ejecutado mediante el uso de dispositivos genealógicos cuya eficacia ya ha sido probada por las glosas del grupo de textos canónicos: Blanchot, Guattari, Baudrillard, Lyotard. ¿Quién puede contra semejante equipo? Faltó nombrar a Derrida. Al parecer, es el jugador que patea los penales.

Resulta curioso que Adriana Valdés no haya tenido a su disposición el texto que escribió sobre la lógica de los via crucis, el crítico peruano Gustavo Buntinx. ¿Acaso G. Díaz no le proporcionó dicho material? Lo menciono porque se trata de un texto analítico muy perspicaz, a través del cual, Buntinx intenta dar cuenta del trabajo de Diaz desde una “matriz cristiana”; es decir, de cómo, pese a los intentos de Díaz, finalmente, el “inconsciente de obra”, Es totalmente cristiano. En nuestro debate, la hipótesis de Buntinx apunta fuerte al hecho de que, más allá de los deseos “materializantes” de Díaz, su trabajo sigue siendo “cristiano”; lo cual, en este contexto, significaría un adelgazamiento semántico de proporciones. En el postfacio, Adriana Valdés no menciona la existencia del texto de Buntinx. Es decir, con ello demuestra que su objeto parcial está destinado a “hablar el malestar directo de Díaz”, en el sentido de que es “hablada por Díaz”, si me remito a la coherencia de mi vulgata, para señalar que las objeciones de Buntinx resultan, para el contexto chileno, más punzantes y problematizadoras que lo que yo mismo he sostenido en “La persistencia programática de una década”. Lo menciono para dar cuenta del propósito concreto de este postfacio, en el contexto de una polémica para la que Adriana Valdés tiene que haber acumulado una cantidad de bronca suficiente, para justificar su compromiso de convertirse en Inspectora General de Textos.

Desde los otros ensayos, que aseguran la continuidad de “Lecciones de cosas”, la lectura de “Quadrivium” es por completo diferente. Alberto Madrid se dedica a tratar el “tema” de los desplazamientos, mientras que Mellado destina sus esfuerzos a trabajar sobre las filiaciones y los modelos de enseñanza. Tal como está señalado por Adriana Valdés, ninguno de nuestros objetos constituye, en verdad, problema alguno. Es decir, se trataría más bien la expresión de arbitrariedades que no estarían suficientemente ancladas en la historiografía chilena. Pero es lamentable que no aborde con mayor precisión este ataque, disparando balas de salva en contra de una posición que me parece férreamente instalada. Esta es una cuestión sobre la cual le podemos entregar más precisiones. Pero su objeto en la polémica consiste en demostrar que frente a la glosa del Gran Logos, estos “temas” (nuestros) le resultan irrelevantes, inconsistentes, insignificantes, frente al abordaje de la muerte del sentido, que viene, al parecer, a continuar la glosa de la muerte del sujeto, que habría tenido lugar en una extraña e inquietante antecedencia, que por lo que he escuchado, poseería rasgos ontológicos.

Resulta evidente: ¿cómo se va a comparar la grandeza de esto último, con la pequeñez del desplazamiento y la filiación? Más aún, cuando el desplazado resulta ser aquel que no tiene seguridades sobre su origen. De ahí que no exista más que un solo paso a tener que entender la falta de origen de nuestra teoría interpretativa. ¿Teoría? ¡Que osadía! Díaz nos incluyó en esa edición para que quedara bien en claro que la nuestra era, una “teoría menor”; pero tenía que acudir a Adriana Valdés para que nos lo dijera.

¡Para que haberse tomado tanto trabajo! Nosotros mismos compartimos esa designación. Siempre lo tuve en mente, desde que siendo estudiante en Aix-en-Provence, me topé con un cuaderno editado en esa ciudad, que llegó a constituir una serie de monografías, entre las cuales había una, dedicada a Lyotard, antes de que escribiera sobre la condición postmoderna, que se ha vuelto una obra muy citada por el Equipo de Glosa. El caso es que en este cuaderno, Lyotard escribe un “bellisimo texto” sobre los filósofos de Asia Menor, y, que en el fondo, él se define como uno de ellos; no como un filósofo griego de Atenas. De ahí que me pareciera útil para encausar mi trabajo, tomar la figura de la “filosofía menor”; es decir, del Asia Menor del arte.

Solo una “teoría menor” puede ocuparse de desplazamientos y filiaciones. Alberto Madrid proviene de la literatura. ¡Otra “teoría menor”! Lo que salva a Adriana Valdés, es la garantía de la poesía. Eso la convierte, creo yo, en agente de Teoría Mayor, porque, en algún manual lo debo haber leído, vulgar como soy, que la poesía y la filosofía son Grandes Hermanas. En mi vulgata, de todos modos, llego a preguntarme por las condiciones de hostilidad en el seno de las fratrías. Al menos, por el momento, las garantizaciones funcionan, en una cadena que –al parecer- vincula (retrotrae) a ciertos poetas chilenos hasta Paul de Man. ¡Me cabo de enterar! Aunque ello depende de las políticas de explotación y de manejo de los textos de las comunidades de glosa, entre las cuales hay quienes instalan, como eslabón perdido, la figura de Patricio Marchant.

Pues bien: entremos en materia. Desde ahora, lo que me cabe, es defender la legitimidad de nuestra “teoría menor”. El gran malestar que anima a Adriana Valdés, en su postfacio, tiene que ver con lo que hemos alcanzado con nuestra minoría. Simplemente, no debiéramos estar. Estaríamos ocupando un lugar social y académico indebido. ¿Acaso Adriana Valdés no toma conciencia del punto de vista extremadamente conservador que sostiene en el plano historiográfico? Tratándose de historia, ¿a cuánto asciende su experiencia crítica? ¿A textos ceremoniales sobre Jaar, Dittborn, Roser Bru, Alicia Villarreal, G. Díaz? ¿Esto le parece suficiente? Sin embargo, desde su inspectoría judicial no se entiende cómo hemos llegado a ocupar espacios académicos. Siendo, las condiciones de nuestro propio emplazamiento lo que, en definitiva, parece gatillar su furia. Más aún, cuando la escritura del postfacio no satisface el objetivo anticipado, que consistía en ese momento, en iniciar la amenaza a las autoridades del museo para que nos quitaran el trabajo de curatoría que nos habían encomendado.

En este terreno, no puedo sino agradecer a Adriana Valdés el haberme proporcionado la principal pista, que me permitiría anticipar la “política historiográfica” de G. Díaz durante el año 1999. Díaz no estaba dispuesto a participar en la exposición del 2000, antes ya de que ésta empezara a ser formulada desde mi plataforma analítica. El primer objetivo consistía en demoler mi plataforma, para así habilitar las incursiones de otras fuerzas en contra del discurso de los desplazamientos y de las filiaciones. Ahora se explica el porqué Nelly Richard no dice absolutamente nada sobre esta plataforma, sino hasta bien después de que Adriana Valdés publica su crítica en Artes y Letras. O sea, en un numero de Revista de Critica Cultural, que aparece bien más tarde que la exposición. Y Nelly Richard debe haber tenido que expresar su insatisfacción ante la ineptitud de las fuerzas de demolición en su trabajo previo. Porque en este sentido, ni Díaz ni Dittborn fueron eficaces en el sostenimiento de la política de demolición iniciada por Adriana Valdés en el postfacio. Debo confesar que debo saludar, más que nada, la ineptitud de esta política, que los esfuerzos que desplegué para defenderme.

A estas alturas, en esta quinta entrega, debo insistir en un cambio de título para articular una estrategia de construcción de la polémica, en los textos. Desde ahora, estas entregas dejarán de llamarse “Disconformidad ante la edición de un texto”. En función de mi economía discursiva pasarán a llamarse, simplemente, “Notas de teoría menor”. La disconformidad ya ha quedado asentada, habiendo tenido el valor de ponerme en la tarea de responder a la serie creciente de textos –extremadamente beligerantes- escritos en contra de mi trabajo. Es así que disponiendo, en la actualidad, de una distancia analítica adecuada, además de haber sido relevado de responsabilidades universitarias –a juicio de Adriana Valdés, indebidamente adquiridas-, puedo revisar con mayor atención cada una de las piezas que formaron parte de su ofensiva. No hay nada personal en esto. Solo reviso los mecanismos y las piezas invertidas en una refriega. Nada personal.

Adriana Valdés tendrá que seguir soportando el uso que hago de las metáforas militares. Ello se debe a la sobredeterminación de mi formación política juvenil. Eso me pone en contacto con mi más lejano “infantilismo político”. En la teoría política, ella lo debe saber, resulta inevitable tener que referirse a metáforas y “tropos” que forman parte de una larga tradición “retórica”, desde Maquiavelo, von Clausewitz, Lenin y Giap. Es, también, una estrategia paródica de construcción de los discursos. Pero a lo que ella apunta es a demostrar que lo militar de las referencias proviene de la influencia directa de la dictadura en mis textos. Me encantaría que algún día nos pudiéramos referir al “modelo militarista” y “policial” que opera en los informes de campo de las ciencias sociales, en general. Pero, de eso, ¿estará enterada? De todos modos, se me olvidaba mencionar, también, a Tsun Tzu, que tanto cita Dittborn. Pero Adriana Valdés no lo acusa de militarismo alguno. ¡Horror! Hasta las aeropostales podrían, eventualmente, ser declaradas como “dispositivos de combate” en el lento y progresivo acercamiento de Dittborn al “mainstream”.

¿Acaso no lo eran? ¡Ah! pero Dittborn está excusado porque esas citas están programadas en una trama “zen”. ¿Y esa determinación “zen”, en Dittborn, no provendrá de la “influencia de Bonatti”, que hacía leer a sus alumnos ese famoso libro sobre el tiro al arco, cuyo autor no puedo recordar? Es de la época en que los hacía acercar el oído a las bandejas de ácido para que escucharan la acción del ácido carcomiendo las planchas. Pero, ciertamente, esta es una anécdota sin valor alguno.

Adriana Valdés señala que las oposiciones metodológicas que he invertido en el estudio de Dittborn, tales como “mano cortada” y “mano sobresaliente” no serían raras –“proveniendo de Mellado”- ya que estarían basadas en hostilidades geopolíticas. ¡Que gracioso! Al menos, leí mucho antes que otros, los textos del General Giap y de Cohn-Bendit. ¿Acaso Adriana Valdés recién se enteró que la geografía, siempre ha servido, solo para hacer la guerra? ¡La guerra textual! Pero reclamo justicia: ¡no he sido yo el responsable de haber puesto en funcionamiento este dispositivo analítico! ¿No habré sobreinterpretado la “Eneida”, después de haber (mal) leído los textos de Michel Serres sobre las hostilidades y las hospitalidades, en la primera ocupación de las tierras del Lacio? Eso lo debo haber citado, si mal no recuerdo, para un texto sobre G. Díaz. ¡Ah! si. Otro texto de área chica, donde hacía mención a la impresión de unas huellas de bueyes, otra anécdota, para hablar, justamente, de la naturaleza gráfica de inscripción de las huellas de vacunos, caminando hacia atrás, para engañar a los “lectores de huella” sobre la dirección que habría seguido el piño. ¿En qué dirección puso Díaz a Adriana Valdés? Primero le pide en 1999 que escriba el postfacio, y posteriormente, en el 2003, la “traiciona” editando “El padre de la patria”, pero con fecha de 1999.

Solo debo mencionar, en mi descargo, que no he tenido la intención de ofender a Dittborn, al imaginar una categoría como la de la “mano cortada”, sino por el contrario, que ésta me fue sugerida por su propia obra, sobre todo cuando inicié el estudio de su trabajo productivo de “pintor”, entendido como “editor”, en directa dependencia con las grandes obras de 1976 y 1977.

Justamente, para señalar su importancia, y reubicar las condiciones de la retracción manual de Dittborn, he escrito un pequeño ensayo sobre esa fase de su producción, que ya ha sido publicada en esta página web, en la sección “Gabinete de Trabajo” (ver seccion Gabinete de Trabajo), que es donde “cuelgo” los avances de teoría menor destinados a reconstruir las condiciones de producción de las obras claves de lo que he denominado “segunda transferencia” en la constitución de “la modernidad” plástica chilena. El texto se titula “Eugenio Dittborn: la coyuntura de 1976-1977”. Pero además, está acompañado de otro texto, destinado al análisis de la aparición de la primera estrategia de perspectiva catalogal, en esta escena. Me refiero a la aparición del número único de Revista MANUSCRITOS, editado por Ronald Kay en 1975. En esta medida, para acompañar el análisis de los textos de 1976 y 1977, he redactado “Revista Manuscritos y la coyuntura para-catalogal de 1975”. Me permito, pues, insistir, en los comienzos, en los fundamentos sobre los que se basa la hipótesis sobre los desplazamientos del modelo del grabado clásico.

Esta es, en verdad, la segunda fase de mi respuesta al postfacio de Adriana Valdés. Pero ambos textos ya estaban escritos, desde el año pasado. Solo no había encontrado la ocasión de ponerlos a circular. Y me parece que la lectura del postfacio, que adelanta sin mayor eficacia, un dispositivo de demolición de mi trabajo analítico, permite al menos indicar la densidad epistemológica del trabajo crítico desde el que se esgrime dicho dispositivo y con cuyos efectos debo enfrentarme para seguir “colocando” mis argumentos en la escena.

Mis textos han sido objeto del asedio anteriormente descrito en esta serie de entregas, en virtud de mi independencia en la interpretación de la obra de Dittborn. Interpretación que, por lo demás, considera la obra de Dittborn como una plataforma clave de la “segunda transferencia” dura que tiene lugar en la escena chilena, desde los 60´s en adelante. Lo que resulta, al menos curioso, es el hecho de que me hago merecedor de un asedio de esta naturaleza, por producir un Dittborn diferente a lo que su política de maniobra y de control discursivo ha pretendido instalar. Es decir, mi defensa de Dittborn es convertida en una pieza indeseable, en el mismo momento en que los defensores de Dittborn –por poner un ejemplo de solidaridad pública-, ni siquiera levantan la voz para responder a la crítica ofensiva, indelicada, reductora, de “mala leche”, que escribe la responsable de la columna de arte del “New York Times”, al analizar la exposición de Dittborn en el “New Museum”, en la que termina sosteniendo que el libro que éste edita para esa ocasión, no es más que un “coffee table book”. En verdad, ¿porqué no hubo el menor asomo de defensa en El Mercurio, por ejemplo? Yo estaría muy dispuesto a estudiar el artículo de la critica. Me parece muy necesario para entender la “sociología de la recepción” de las obras chilenas en esas escenas.

Ahora, lo que probablemente haya molestado en extremo a Adriana Valdés, es que yo haya forzado al máximo la metáfora de la “mano cortada”, para trasladarla al análisis de la configuración de los bloques emergentes de trabajo, que se consolidaban en torno a los años 1996 y 1997. En este punto, ella carece por completo de humor, porque al referirme a la constitución de un bloque histórico de obras que se rebelan contra los (d)efectos ideológicos de políticas de carrera tardías, estaba pensando en la inconsistencia de la propia noción de bloque histórico, de procedencia gramsciana, porque resultaba evidente que los “emergentes”, de gramscianos, ¡nada!

A propósito de Gramsci, ¿G. Díaz le dio a conocer el ejemplar de “Hegemonía y visualidad”, catálogo publicado en 1987; es decir, dos años después de la escritura de “Omaha: cabeza de playa”? ¿Es tanto el olvido de referentes, para retocar los efectos de una década? Allí, ya se hablaba, de bloques.

Pero, por la vía señalada, el bloque juega semánticamente con la noción de “cabros del bloque”, que se sitúa por detrás de la palabra “bloque histórico”, para sostenerla. Nótese que “cabros del bloque” remite a una discriminación a nivel de la trama urbana, en términos de “promoción popular”, en oposición al significante “casa-del-barrio-alto”. Me refiero a que los Padres Totémicos tienen “casa”. Otra cosa es el inventario de mermas que dicha habitabilidad puede exhibir hoy día en el mercado inmobiliario.

(A propósito: ¿será por eso que en el ARCIS le “hacen tanto” a las artes de la intervención callejera? No tendrán una “casa de arte” suficientemente asentada. Es probable. Los mitos de posesión territorial los hacen confundir arte callejero con arte público).

Sin embargo, a propósito de la política de bloques, Adriana Valdés se niega a considerar siquiera la posibilidad de pensar en qué medida las políticas de carrera de sus defendidos totémicos, le escriben la agenda discursiva, al punto de incorporarla a sus operaciones de modificación interpretativa, en función de la visibilidad de sus obras en una coyuntura posterior. Bajo esta consideración estaría siendo cómplice de fraude historiográfico. Es el caso, respecto de Dittborn, cuando él no parece dispuesto a privilegiar –en un momento determinado-, el poder diagramático de su obra anterior a 1980, en provecho de la itinerancia de su sistema aeropostal, en las cercanías del 2000. ¿Y cual sería el problema?

Pero eso no resulta tan grave como lo que hace Díaz, al considerar que su pintura “Los hijos de la dicha”, premiada en la Colocadora Nacional de Valores de 1980, fuese un “error” que no convenía mostrar en la exposición del 2000, porque lesionaba la historia triunfante de los via crucis. Este si que es un buen problema. Pero no justificaba su sustracción de la exposición. Había que demostrar, teóricamente, históricamente, la validez de dicho “argumento”. Ya es hora de que Díaz explique esa situación de retoque historiográfico, porque pondría en perspectiva, como ya lo he sugerido en otras ocasiones, el estudio de una obra cuya densidad lo hubiese situado a distancia de las recuperaciones richardianas de 1985.

Por mi parte, es tal la importancia que le atribuyo al trabajo de Dittborn de 1976 y 1977, que demuestro que en esas obras ya está operando la estrategia de reticulación gráfica y conceptual que habilitan posteriormente el sistema aeropostal. ¡Grande Dittborn!

Respecto del paroxismo intertextual al que se ha referido Adriana Valdés, he resuelto poner en escena otras piezas representativas de “mi anomalía”. Por cierto, he resuelto subir a la página web “La persistencia programática de una década”, junto con “Mano cortada”. Esta es mi manera de responder a las tentativas de asesinato mediático y de persecusión académica de que he sido objeto desde las Agencias de Glosa. Es importante que se sepa que “La persistencia programática de una década” fue escrita para “Quadrivium”, en la lógica de “La faena del texto”, que fuera el escrito que produje para el catálogo de la exposición de Díaz en el Museo de Bellas Artes. Son dos textos del año 1999.

Poner en conexión ambos textos, indica el alcance que ha adquirido mi teoría menor del arte chileno. ¡No faltaba más! Y el estudio sobre la coyuntura dittborniana de 1976 y 1977 ha sido el modo cómo he respondido a su complicidad con los Agentes de Glosa. Es así como se validan, en parte, las obras, en lucha contra esas otras escrituras que están, a su vez, en lucha con otras. Con una gran diferencia, sin embargo: mi beligerancia es solo discursiva.

En cambio, he tenido que trabajar contando con la existencia de tramas que combaten los textos que escribo, no con otros textos, sino mediante operaciones que legitiman exclusiones institucionales y laborales. Esa es una diferenciación que Adriana Valdés debió haber tenido en cuenta. Pero no la tuvo.

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